III. En nombre de la violencia, uníos
Después de tres cervezas y un porro a pachas, volvíamos a estar pletóricos. Orlando, completamente focalizada, lideró la expedición hacia un local con cierta disposición de servicio. Al final, las indicaciones de aquel patán semicalvo habían resultado ser de lo más útiles.
Estábamos tumbados en la entrada del recinto cuando nos dimos cuenta de que no habíamos comprado bebercio. Dentro no había servicio de cantina. Puta pandemia y sus leyes anticonsumo. Esto es peor que la Ley Seca. La turba se reunía un poco más abajo, peleándose por un sitio en la cola. Todos querían ser los primeros. Se arremolinaban formando una figura única y espantosa, un cuerpo negro y pegajoso, salido de los mismísimos tuétanos del Infierno.
Todos iban vestidos del mismo modo: camisetas negras con mensajes sobre la muerte, vaqueros rasgados con cadenas y pinchos en las muñecas y en el cuello. No había ninguno que no fuera un prototipo de gótico, aparte, claro está, de Orlando y yo. Nos habíamos vestido como turistas chinos o algo peor. Lo único que nos faltaba era una cámara de fotos mastodóntica y una sudadera de Mickey Mouse. Nos habíamos convertido en el centro de todas las miradas de desprecio. Pálido, como no podía ser de otra forma, estaba en su salsa. Su zona de confort. Era un espécimen único dentro de toda aquella cosmovisión de macarrismo acelerado, pero el muy cabrón había sabido jugar bien. Él, a diferencia de nosotros, sabía exactamente a lo que iba. Nuestro asesor de confianza en Wrestling Affairs. El tipo de persona a la que buscas cuando necesitas indagar sobre cómo afectan los esteroides en el desarrollo de músculos aparentemente inexistentes. El único que zanjaría la paz en caso de que el plan para robarles las birras a aquella sarta de camorristas barbudos saliera mal.
Cuando entramos en el recinto, la canícula se había apropiado de todos los recovecos existentes. El pestazo a cloro que emanaba la piscina se entremezclaba con el olor a sobaco reseco de todos los presentes, lo que hacía que respirar supusiera una incesante agonía. Nos sentamos en las gradas, en la tercera fila, justo en el medio del panóptico. Estábamos impacientes, con el culo cuadrado y sudado, incrustado en aquellas lamas de plástico que rebotaban a cada paso que daban todos los que querían sentarse en primera fila; gordos sebosos con amplios problemas cardiovasculares, en su gran mayoría, que no querían perderse ni un ápice de toda la violencia gratuita que aquellos extravagantes gladiadores lanudos estaban a punto de ofrecernos.
—¡Señoras y señores! —El sonido estaba quemado y se acoplaba a cada sílaba que pronunciaba el presentador— ¡Bieeeeeeeeeen-Venidoossssss a La Casa del Dolor! ¡Es un placer estar aquí, después de tanto tiempo! Antes que nada, me gustaría agradecer a todos aquellos que nos han ayudado y hoy, lamentablemente, no han podido venir. Gracias a ellos, hoy estamos aquí. Agárrense los machos, caballeros, porque la lista es larga —el espectáculo había comenzado, pero ¿dónde estaban los luchadores? ¿Por qué tardaban tanto? Aquellos que no habían podido asistir… ¿no serían ellos? Una catástrofe de las magnitudes del desastre aéreo en Munich en el 58—. En primer lugar me gustaría agradecer a Iveco y al equipo directivo; a Xavi, a Mariano, a Julián, a Aida, a Paula, a Jorge y al infalible Julio Roca. Gracias, también, a los montadores de este ring tan estupendo, que en breves se convertirá en un baño de sangre de lo más lucrativo… a Mariano, Dimitro, Juan Gabriel, Marta Lozano, Iván García…
Cuantos más nombres pronunciaba, más impacientes estábamos. Habíamos venido a ver un grupo de hombres corpulentos, vestidos con mallas y calzones purpurínicos, atizándose con sillas y saltando por los aires… pero para ganarnos el derecho a gozar de aquel esperpento tendríamos que tragarnos aquella interminable lista de nombres sinsentido, a cada uno más trivial. Aquí, el que no llora, no mama.
Roberto Álaba, María Céspedes, Juan García Martínez, El Gabi, Jaime Lozano, La Marí y las primas Reca, Vicente Ibarburu, Pau Freixas, Carmen De Souza, Mike Catterhole, Diego “El Piñas”, Carlos Santiago De La Fuente, Borja López, Mario Villegas, Juana María De Los Pilares, Martín Bodegas, Pedro, La Organización Local de Beneficiarios, El Pancho, Berta Robles, Federico Paredes, El Caquis, Javier Bermúdez, Colombiano Pachón, Patricia Díaz, Ricky Barceló…
Ricky Barceló…
Ricky Barceló…
—¡Dale, Ricky! —La gente empezaba a corear el nombre del campeón, pero… ¿aparecería? ¿O también habría muerto en aquel terrible accidente?
En la primera fila había un tipo sentado que llevaba una máscara de luchador mexicano al que Gédez no le quitaba ojo.
—Sería una falta de respeto hacia la tradición que se la quitara. Por muy agobiante que pueda ser, tienes que mantenerte fiel a tu promesa, sobre todo cuando…
—Espera. ¿Quieres decir que no se la puede quitar nunca, nunca? —Se me agudizó el tono de voz, por lo menos tres octavas— ¿Ni cuando tenga que conducir? —Pálido había tocado una tecla interesante: la preservación del orgullo por delante de la comodidad del día a día.
—Eso es. Siempre que sales a la calle como luchador tienes que…
—¿Y si tiene que ir al súper o a hacerte una pedicura?
…Aitana, Julia, Santi Contreras, Juan Pizarro, Sara “La Pupas”, Pepe Furia, Manolo Carnero, Tatiana Boronova, Paco Monzón…
La verborrea del presentador se había convertido en una cantinela de fondo. Ruido blanco. Se nos había metido en la cabeza pero cada vez éramos menos conscientes de qué coño iba la cosa.
—Sí… pero es que los luchadores no suelen ser muy de pedicuras… ahora esto… no viene al caso… lo que realmente importa es que siempre que…
—Pues a mí lo que me parece una puta falta de respeto es que no se la quite. Solo de mirarlo ya estoy sudando a chorros —Orlando estaba a punto de reventar. Se le había puesto la cara roja y tenía puntitos de sudor bajo los párpados. El calor era insoportable. Había sacado un libro para usarlo de abanico. Seguramente fuera la primera vez que alguien sacaba un libro en aquel pabellón de mala muerte con el parquet combado por la humedad, pero ella hizo como si nada. Empezó a abanicarse la cara mientras Gédez permanecía absorto ante la gran demostración de profesionalismo de aquel tipo paliducho con tripa cervecera. Aire, qué gozada.
…a Dennis Rodman y a la Reina de Inglaterra, por mantener su relación a puerta cerrada, a Santa Teresa de Calcuta, Joseph Goebbels, Mario Casas, Enriqueta Martí, Víctor Jara, René Higuita, John Cena, Alfred Hitchcock, Amancio Ortega y Carlos Slim, cuya aportación ha supuesto que el hombre pueda viajar a Marte con Elon Musk y Jeff Bezos, a Howard Phillips Lovecraft, al Coyote; a Alaska y Los Pegamoides, al Paracetamol, a la Iglesia de la Cienciología y sus aportaciones sobre la literatura del siglo XX, a Michael Jordan y Tiger Woods, por ser hombres con clase, a los Pitufos; a Rick Flair, Hulk Hogan y su panda de súperhumanos, a Rocky Marciano y su hermano Marvin, al cambio climático, a Madonna, a Homer Simpson, y su cameo en Padre de Familia; a Donald Trump, por no intentar ser un padre de familia, a Isabel Preysler, por mantener ocupado a Vargas Llosa; a los macarrones gratinados y al queso cheddar, al…
—¿Y por qué ese alarde de misterio? ¿Quiero decir, si no es preciso llevarla, por qué llevarla? Es absurdo —seguía sin entender aquella fijación por las máscaras. Alguien que no actúa a cara descubierta nunca es de fiar.
—Ahí es donde quería llegar —Gédez estaba entusiasmado con el debate. Había conseguido encontrar su punto álgido después de su gran noche salvaje, y quería aprovecharlo a toda costa— Históricamente, los luchadores siempre han hecho gala de…
Y de repente, el ruido blanco cesó. Sosiego. La calma que precede a la tormenta. Un silencio tenso que comprimía el ambiente. Ya nunca sabríamos por qué aquel tipo rollizo había tomado la cuestionable decisión de embutirse un baño turco en la cabeza.
—Gracias por su paciencia, les he avisado de que la lista era larga —y eso que yo acabo de recortar el 80%. Mi perjudicada memoria ya no daba más de sí—. ¡Y ahora, sin más dilación, los dos primeros luchadores que van a subir al ring, dos animales iracundos que han venido con ganas de ofrecer un espectáculo de dimensiones romanas, dad la bienvenida a…!
La entrada fue devastadora. Sin música, sin nombre. Nada. Tan solo un humo que salía de una carpa de lo más precaria en la que ponía Mucho más que deporte. Seguramente, los que la alquilaron, no sabían realmente para qué iba a usarse. De haberlo sabido le hubieran pintado unas llamas o unos rayos o algo. La cutrez de todo este asunto resulta cada vez más sorprendente.
—Disculpen, damas y caballeros, pero parece que tenemos algunos problemas con el equipo de sonido… si son tan amables, hagan un poco de ruido para dar la entrada a Morillas… viene desde Canadá… intentaremos solucionarlo lo antes posible, disculpen las molestias.
El colmo de los colmos. Una presentación sin guitarras eléctricas de fondo o una voz rabiosa que gritara cosas en francés. El espectáculo sería de lo más visceral.
De la carpa salió un jugador de hockey canadiense, con barbas de mesías, que venía a repartir leña porque no le habían aceptado en la selección nacional. O algo así. Todo un profeta de la violencia cuerpo a cuerpo. Aunque, si he de decir la verdad, tenía más de Morillas que de canadiense. Un tipo de uno noventa, aceitoso, robusto, con unas pelambreras que le llegaban hasta los hombros y pelos en la espalda del tamaño de un bejuco, embutido en un traje de tirantes de lo más apretado, marcando paquete y sujetando un stick en el que ponía Pain & Glory en letras rojas. A tomar por culo Canadá, aquello era Morillas en estado puro.
Se le veía enfadado. No paraba de gritar que sin música no entraba. La gente comenzó a abuchearlo sin ningún tipo de compasión, hasta que se acercó al público y les encaró.
—¡I make no concessions, and less for you —les señaló uno por uno con el índice y escupió por encima de sus cabezas— fucking bunch of bastards[1]!
Se subió al ring a duras penas, hincando la rodilla y agarrándose de la primera cuerda. Empezaron a insultarle y Morillas se vino arriba. Agitaba el stick con fuerza, y golpeaba el suelo enérgicamente, como en una jaca intimidatoria. Una declaración definitiva de intenciones antes de la gran batalla. Iría con uñas y dientes. Y con lo que hiciera falta. Igual que el mono de 2001.
Mientras Morillas seguía quejándose de que no habían puesto su canción introductoria, de la nada apareció un tipo enano, agitando los brazos y dando saltos de adrenalina. Musculadísimo, el cabrón. Se paseaba por el recinto como un cervatillo pero tenía los ojos inyectados en sangre. Había algo ahí que no encajaba. ¿En qué puto momento te subes al ring para luchar contra un oso pardo cuando más bien tienes el tamaño del conejo de las pilas Duracell? Le sobraban cojones.
Hizo una floritura para subir al ring y se puso las manos detrás de las orejas. El público le animaba. Pero… ¿por qué? ¿Por subirse a la primera cuerda dando media voltereta lateral? Pues lo siento mucho, pero nosotros vamos con el del stick de hockey. Éramos incapaces de captar de qué iba la cosa. De repente había buenos y malos, gente a la que lanzar flores y gente a la que insultar. ¿Cómo lo sabían? ¿Acaso el presentador había hecho una lectura precisa de unas normas de comportamiento en medio de aquella retahíla de nombres banales y genéricos? Aquellos tipos de pelambreras piojosas nos llevaban años de ventaja. Cerveza en las manos y a sus pies, capacidad de discernimiento ante la aparición inaplazable del bien y el mal… Aquel hatajo de gordos macarras estaba en lo más alto de la cadena alimenticia.
—¡Vamos, Morillas! ¡Destroza a al puto enano depilado este! ¡No concessions! —Morillas no se dignó ni a sonreír. Estaba completamente obnubilado por su instinto asesino. A alguien así hay que defenderlo ante las impertinencias de la muchedumbre. Menuda falta de respeto. A los machotes como él hay que apoyarles incondicionalmente, vamos, no me jodas, el muy perro se lo ha ganado a pulso[2]. Tito[3] habría estado de acuerdo.
La gente se giró y comenzó a abuchearme. Nadie quería ir con el malo de la película. A Orlando, como tampoco se había enterado de qué iba la cosa, le pareció que también sería divertido abuchearme. Los ataques vejatorios eran constantes e imprevisibles. Salían de la nada como la metralla y se impregnaban en tu cuerpo como un cartucho de sal gorda. Empezaba a sentirme solo en aquel circo delirante. Todo había dejado de tener sentido. Pálido no movía músculo, tenía la vista clavada en lo que estaba a punto de suceder. El enano agarró por la cintura a Morillas y, tras ponerlo completamente en vertical, se dejó caer hacia atrás. El estruendo fue colosal. Era un milagro que el cuadrilátero no se hubiera venido abajo. El público estaba histérico. El combate no había ni empezado y ya habíamos visto a un prototipo de liliputiense practicar el lanzamiento de martillo con un tío que le sacaba diez palmos y una barriga y media.
Me quedé abatido: «joder, Morillas, esto sí que no me lo esperaba. Y a juzgar por los ojitos que me traes, tú tampoco».
Tras levantarse trastabillado, Morillas empezó la acometida. Aquel enano anabólico estaba fuerte, pero… poco más. No pudo contra el juego sucio del gigante canadiense. Si no lo había tumbado con aquel esfuerzo titánico, estaba claro que ya no lo haría. Morillas le aplastaba el cuello con los pies, hurgaba en sus cuencas oculares, le pellizcaba la espalda, le mordía la cara… todo de lo más ilegal. Usaba tretas y artimañas, sin tener en cuenta lo que pensara la primera fila. El público había elegido mal. ¡Por el amor de Dios! ¡Que el puto canadiense llevaba un palo en el que ponía Pain & Glory! ¡Y en letras rojas! Estaba más que cantado que se acabaría ensañando con el semicadáver de aquel pigmeo de flequillo engominado.
MALOS 1 — BUENOS 0.
Tendría que haber apostado mi gorro de pescador. Ahora mismo los tendría cogidos a todos por los huevos. El enano se había quedado medio desmayado en el ring. Hacía muecas de dolor y se retorcía de manera incompetente. La expresión más visual de una tortuga boca arriba.
Mientras tanto, seguía saliendo humo de aquella carpa raquítica. Se había formado una especie de nube, como la que se formaba en los bares cuando aún se podía fumar dentro. El hielo seco se mezclaba con el calor, una mezcla de lo más inflamable, y el clamor de los espectadores no hacía sino prender la mecha. La combustión era inminente.
—Un gran combate, sí señor, pero esto solo acaba de empezar… ¡Ahora, desde Girona, les presento… a nuestro campeón… un joven que ha venido para quedarse… la joya de RIOT… Demos todos la bienvenida a… RIIIIII….CKYY… BARCELÓÓÓ!
Allí estaba, en carne y hueso. No había muerto ni estaba de parranda. El tío de las tarjetas de fidelidad, vestido con unos calzoncillos negros y un estampado de cuero rojo en el culo donde ponía: BARCELÓ. Elegante. Atrevido. Intimidante. Sacaba la lengua y hacía cuernos con las manos, pero a nadie parecía importarle. Hasta que se puso la mano en la oreja y esperó a que sonara su solo de guitarra. Ahí sí. La gente se desmelenó y empezó a posar con él. A celebrarlo.
Al instante, de detrás de la carpa, apareció un hombre con una cara de calavera y una barba que le llegaba hasta el pecho. También vestido de negro y rojo. Santiago Sangriento, su compañero de fatigas. Los dos formaban parte de LA CORPORACIÓN. Algo como sacado de una película de James Bond. No me enteré demasiado de qué iba la movida pero el nombre tenía gancho. Supongo que sería alguna especie de club malvado de la lucha libre, que vaga sin rumbo por las ciudades robando piruletas a los niños pobres y reventando los buzones de las zonas residenciales con petardos. En resumen, unos chungos de la hostia.
Se enfrentaban contra Alex Ace, un tipo de dos metros que, de haber nacido en los sesenta, hubiera sido la atracción principal del Circo de los Horrores. Su cabeza grande y rapada brillaba como el metal pulido. Era el móai cromado definitivo. Con él iba un chaval joven, con el pelo medio engominado. Buen bronceado, sonrisa pícara y ningún tipo de personalidad distintiva. El típico chulito que se pasea con mojitos en las manos en los chiringuitos de playa. De momento lo llamaremos… a ver… déjame que piense… El Becario. ¿Por qué no?
—¡Mátalo, Ricky! —No podía evitarlo. Los malos molaban mucho más.
—¿Lo dudas? —Se dio la vuelta con una sonrisa burlona y, acto seguido se bajó del ring.
Alex Ace, aquel gigante noble de coronilla brillante, se quedó perplejo. Las normas no permitían la lucha fuera del ring. Para algo hay un ring.
—Todo lo que hagas fuera del ring será penalizado con la indiferencia total del árbitro. Te pueden meter un sillazo en toda la jeta que el tío no dirá ni pío —Pálido nos ponía al corriente. Sus ojos eran los únicos que sabían cómo procesar todo lo que estaba pasando.
Un desafío en toda regla. Ricky Barceló no estaba para tonterías. Quería jugar sucio. Con objetos. Nadie advirtió a Ace de que esto podía pasar. Al parecer, él tampoco había entendido muy bien de qué iba todo aquel rollo de LA CORPORACIÓN.
Aquel giro argumental fue un punto de inflexión. Se lo iban a hacer pasar mal, así que le cedió el lugar a su compañero, el… el… El Becario. Alex Ace, zorro astuto. En el fondo estaba acojonado. Desde que había entrado, El Becario no había hecho otra cosa que recibir palos. Santiago Sangriento le pisaba la rodilla mientras Ricky Barceló distraía al árbitro, después se turnaban para darle en el pecho con la mano abierta. Saltaban encima de él, se lo pasaban como un frisbee… en fin, un abuso. Ace, al contemplar aquella carnicería, se dio cuenta de su error. Tenía que hacer algo. Enmendar aquel acto lamentable de cobardía. Corrió para retorcerle el pescuezo a Santiago Sangriento —que estaba fuera del ring humillándolo moralmente con gravísimas acusaciones vejatorias—, pero al ponerse en plan parkour, calculó mal y se dio de bruces contra uno de los postes del ring. Nocaut técnico.
Con su compañero fuera de combate, El Becario estaba perdido. Aunque le costaba admitirlo, al muy bastardo. Aguantaba y aguantaba y aguantaba. Por mucho que le retorcieran los pezones, a cuatro manos, El Becario aguantaba. Tenía que hacerlo. Aguantar es el primer paso para que te hagan fijo. Agacha la cabeza y di sí, señor a todo. Al final tu ano dilatado habla por sí solo. Pero con tener un gran corazón no siempre basta. El propósito de aquellos dos fanáticos de la mutilación era hacer llorar al Becario. Y lo consiguieron. Por primera vez en su vida, El Becario lloraba a moco tendido mientras La Corporación se subía a la tercera cuerda para celebrar otra victoria en su camino hacia la dominación mundial.
POSTE 1- ALEX ACE 0.
Los siguientes fueron Adriano «La Montaña que Camina» Genovesse, presentándose como nuevo miembro de LA CORPORACIÓN y Joey Sky, un zagal imberbe de unos cuarenta kilos que parecía salido de un anuncio de Jean-Paul Gaultier, dando saltitos y perfumando al personal con un botecito de colonia. El bueno haciendo cosas de bueno, una mariposilla en medio del campo sobrecargando aún más aquel ambiente infestado de olores del mundo.
—¿No te da pena, Adri? —Dijo alguien desde el público, visiblemente preocupado por la salud de aquel pubescente impetuoso.
—No — La Montaña que Camina, fría como un témpano.
Todos se rieron excepto Joey Sky, que yacía en la lona, agarrándose de la primera cuerda, , subyugado, intentando levantarse después de que aquel gorila lo lanzara desde la otra punta del ring. Por algún extraño motivo, ninguno de los buenos pasaba el metro sesenta de estatura[4], mientras que todos los malos eran bestias pardas y peludas, almogávares en el fragor de la batalla[5]. Aquella ristra de Salvadores del Universo no tenía nada que hacer y nosotros éramos los únicos que parecían saberlo. Está muy bien ir con el equipo del barrio, pero cuando está en juego un partido importante y pierden 8-0 contra los actuales campeones de La Liga, tienes que aceptar que la vida no es como tú quieres. Siempre habrá alguien que te pase la mano por la cara. Hay que ser humilde. No puedes dedicarte a insultar a los que tienen más talento. Así es cómo se forman los villanos y aparecen movidas como LA CORPORACIÓN. En el fondo, lo que todo tirano desea es que alguien los quiera. Abrazar a su gente delante de otra gente, sin importarles lo que digan los demás. Ser amados sin tapujos. Mostrar sus debilidades y presentarse en sociedad como seres vulnerables que no tienen miedo a llorar. Los malos suelen ser gente de lo más sensible.
—Cada vez entiendo menos la dinámica de todo esto —Orlando también estaba confusa. El público no parecía entender que sus campeones eran una mierda. Deberíamos haber apostado. Había sido una estupidez no hacerlo. Nos hubiéramos quedado todas sus cervezas y ahora la vida tendría un color mucho más luminiscente, más nítido —. Además, el humo que sale de ahí —señaló la carpa cochambrosa— me está dando ganas de fumar.
Yo también tenía ganas de fumar, pero Pálido estaba absorto con una sombra que se difuminaba tras el humo.
—Aquel tipo de allí es Joe E. Legend.
—¿El de la WWP? ¿No estaba retirado? —El evento acababa de adquirir cierta notoriedad. Pese a estar en un pabellón multifuncional, sentados en unas gradas sin respaldo, respirando el sudor evaporado de todos los presentes, teníamos a una superestrella internacional entre nosotros. Aquello empezaba a oler a glamour.
—¿Quién es Joe E. Legend? —Orlando seguía abanicándose con el libro.
—¿Que quién es Joe E. Legend? —Pálido estaba en shock. ¡Hereje!— Verás, en los años 2000…
—Tío, pero si tendrá como cincuenta tacos —en aquella silueta se podía entrever una tripa cervecera del tamaño de un obús.
—¿Tú crees que ese tipo podrá subirse al ring? —A Orlando le daba igual la carrera de aquel luchador veterano. Lo único que le preocupaba en aquel momento es que a aquel pobre tipo de pelo largo y canoso no le diera un infarto de miocardio en medio de la pelea.
—Quizás solo haya venido de figurante… —¿De figurante? ¿Joe E. Legend? ¿Pero, vamos a ver, vosotros no me escucháis cuando os hablo? —Al fin. Pálido había recuperado la vitalidad. Se estaba preparando para el gran momento. Habíamos llegado al punto álgido de la velada.
IV. La Pasión de Pálido Gédez
Gédez estaba contemplativo. El camarero le había plantado una cerveza en los morros pero él ni se había enterado. Miraba hacia el horizonte como si pudiera ver a través de aquel mamotreto de edificios mal pintados. Como si hubiera comprendido el verdadero significado de la vida. Sus retinas abarcaban la totalidad del cosmos, emitiendo, a través de ellas, una luz catatónica de paz interior. Estaba satisfecho. Al igual que Dante, pasó por los nueve círculos del Infierno y había salido sin un rasguño. Sin vómito en la camiseta, sin caricias de La Parca en la yugular.
Que todo se acabara con dos hombres de cincuenta años en mallas y tirantes, agarrándose del cuello, dándose la mano en señal de respeto y realizando acrobacias de rodeo, había supuesto una auténtica catarsis. La epifanía definitiva. Nadie se atrevía a hablar. Angelnaut, el contrincante de Joe. E Legend, había ganado limpiamente. Después de ver cómo los elegidos del pueblo eran aplastados por el gran yugo de la virilidad, nadie esperaba que la culminación de aquel «primer show» evento fuera una batalla por la ética. El público estaba confundido. Esta vez no había buenos ni malos, tan solo un exceso de profesionalidad que ponía en evidencia su poca amplitud de miras. Nadie tenía la culpa de nada. Nadie provocaba a nadie. Aquellos dos hombres se habían erigido como los auténticos profetas de una generación. Somos amos del destino, esclavos de la violencia.
Aun a riesgo de sufrir un paro cardíaco, los dos salieron a darlo todo. Como Mickey Rourke en El luchador. A demostrar por qué estaban allí. De todos los presentes, aquellos dos hombres eran los únicos que lo tenían realmente claro. Los gritos, el calor, la rivalidad, los fallos de sonido, las amenazas de los camareros, las cervezas… sólo eran ruido de fondo. Circunstancias de la insoportable levedad del ser. Una hoja en blanco en la que trazar un nuevo rumbo hacia orillas del Paraíso Perdido.
Pálido lo sabía. Era el único que había captado el mensaje alto y claro.
Mientras nosotros apurábamos la última cerveza, preocupados por si el guardia de seguridad bloqueaba las salidas del parking y nos quedábamos atrapados en aquel horrible páramo de cemento repleto de vagos y maleantes, él sonreía mientras un brillo raro le iluminaba los ojos. Reflexionaba sobre la futilidad del tiempo desde el último peldaño de las escaleras al cielo. Iba en busca de algo, algo tan insólito que ni yo ni vosotros podremos comprender jamás. Algo… más.
—Gracias —dijo mientras sorbía la espuma de aquella cerveza caliente y volvía la vista hacia las colinas de Collserola.
Gracias…
Qué palabra tan bonita.
[1] «No hago concesiones, y menos a vosotros puta panda de bastardos» para los que no quieran ir de canadienses.
[2] Pulgar arriba, no vaya a ser que salte del ring para arrancarte los ojos a trompadas.
[3] El romano, no el yugoslavo.
[4] A excepción de Alex Ace, pero ese perdió contra el mobiliario, así que más o menos estamos en las mismas.
[5] !Aur… Aur… Desperta Ferro!
“A golpes de testosterona (III)” es la tercera de tres (3) entregas semanales del autor.