A golpes de testosterona (II)

II. Contexto, por favor

Empiezas a tener una edad y necesitas dinero para tus chanchullos, por lo que aceptas un trabajo que no te gusta en unos grandes almacenes para poder subvencionarte las movidas periodísticas (hoy en día nadie regala nada, y mucho menos los periódicos). Crees que podrás hacerlo todo, que tendrás días libres para ir en busca de material novedoso y trepidante, pero enseguida te percatas de que tienes unos horarios incombinables. Funestos. Sin saberlo, has cavado tu propia tumba, y lo has hecho a tal velocidad que ni siquiera te has dado cuenta de lo cansado que puede llegar a ser hacerte un hoyo a medida. Cada día lo mismo, pero los horarios cambian. Tu única rutina pasa a ser la incertidumbre. Miras el móvil cada cinco minutos porque se te ha olvidado la hora a la que tienes que entrar al día siguiente, te cuesta dormir por las noches y las semanas pasan más lentas que las procesiones de Semana Santa.

Hay un día en que llegas a las siete y media de la mañana y te encuentras a un tío, vestido de calle y con los brazos tatuados, que lleva la misma acreditación que tú, la que indica que estáis allí para satisfacer todas las demandas de los clientes. Lo primero que piensas es «¿quién cojones es este tío y por qué él puede venir vestido de calle —en vaqueros y unas camisetas de lo más pintonas— y tú no?».

Lo segundo que piensas es que te importa un carajo, que tienes demasiado curro como para prestarle atención. Pero resulta que el tío va y te saluda. Te de los buenos días y te pregunta cómo estás. Es de los pocos que lo hace con ilusión. Ignoras por completo que él te ve como a un referente, un modelo a seguir. Tú llevas uniforme y él no. Desde que entró, sueña con ponerse la camisa corporativa y los zapatos de seguridad pero al pobre lo tienen como último mono, sin ninguna aspiración real de convertirse en vendedor por mucho que le obliguen a pasarse los días enredando a la gente para que se haga la tarjetita de fidelidad de los cojones. Lo sientes en lo más hondo de tus entrañas, no consciente del tamaño del avispero en el que está a punto de meterse, pero ya es demasiado tarde. Debería haberse largado cuando podía.

Subes a la sala de descanso, harto de que la gente te pida cosas. Tú, como buen profesional, estás trabajando y no dices nunca lo que piensas realmente, tienes que dar la cara por la empresa, aunque ésta te esté pagando una centésima parte de los ingresos que tú y tus compañeros generáis. Pero el capitalismo es así y no quieres meterte en líos, de modo que te sientas en la sala de descanso mientras esperas que la máquina de café orine a gusto en un vaso de cartón que cuesta diez céntimos. Después, miras los carteles que hay en la pared con una mueca de vacío existencial. Aunque diferentes entre sí, el conjunto conforma una idea profética sobre el significado de la vida. Imágenes de un bíblico genérico, con alguna frase en Comic Sans de lo más inspiradora, que lo único que consigue es que quieras pegarte un tiro en la cabeza. Algún jefe de sector debió de verlas en Pinterest durante su descanso, y le pareció que sería una gran idea colgarlas allí para tener al personal motivado. «Hay que recuperar la cifra… los costes de la materia prima han subido… tenemos que frenar el desastre». No puede con la presión. Necesita liberar estrés y lo primero que se le ocurre es llenar la pared de la sala de descanso con frases como la sonrisa es el primer paso hacia la verdadera felicidad o los pequeños detalles son los que marcan la gran diferencia. A ver, hijo de la gran puta, yo no quise que fueras infeliz. Al contrario. Pero en diez minutos tengo que volver con los clientes y este café roñoso me está masacrando el intestino. Lo último que necesito ahora mismo es que me vengan con doctrinas macarrónicas sobre la prosperidad y la buena ventura. Y mucho menos que lo hagáis en una tipografía como la Comic Sans.

Estás mirando cómo el azúcar se ha quedado pegado al culo del vaso de cartón, absorto, cuando entra el tío de las tarjetas de fidelidad con una sonrisa de oreja a oreja y una camisa en las manos.

—Me la han dado, tío —te dice.

Tú, con tus mejores intenciones del mundo, lo felicitas, aunque en el fondo te sabe mal por el pobre chaval.

Los días siguen pasando y cada vez estás más hasta las pelotas de no poder hacer tus movidas periodísticas. El trabajo no es lo que esperabas y solo hay un tío simpático que te saluda por las mañanas. Todos los que te caen bien trabajan en el turno de tarde.

De camino a tu sección, pasas por cajas y ves al tío de las tarjetas de fidelidad, de palique con los clientes. Lo saludas con un golpe de cabeza, sigues con tus obligaciones. Y todo se repite, hasta que, al día siguiente, llegas diez minutos antes y entras en la sala de descanso para tomarte un café. Hay unos papeles de colorines en la mesa. Son lo que llevabas esperando desde que empezaste a trabajar. Folletos repleto de fotografías de supermachos marcando bíceps y reventándose el cráneo con sillas u otros objetos contundentes. Pone: LA LUCHA HA VUELTO. Domingo, 11 de julio a las 16:30 en CEM MUNDET.

ESTO. ESTO ERA.

A ti, que te las das del palo, te la trae al pairo dónde caiga esto de CEM MUNDET. Allí está la noticia y la vas a cubrir por todo lo alto. Por eso estás aquí, y no para satisfacer las necesidades mundanas de los clientes que te esperan allí abajo. Estás aquí para esto. Tienes que informar. Te cuelgas en una nube de halagos auto infligidos y te quedas mirando al techo con aires de grandeza. De repente, entra alguien en la sala y te saluda con un ey. Recapacitas: ¿quién ha dejado esto aquí?

Hora de hacer un poco de trabajo de campo. Tiene que ser alguien de dentro, alguien que pasa las mismas horas que tú en este edificio repleto de objetos vacuos y sinsentido, que solo la gente que goza de tiempo libre se puede permitir comprar. Hay que tenerlos bien puestos. Subir aquí y dejar caer estos papeles. Seguro que le hará ilusión que vayas. Te fijas en los supermachos del cartel y no te lo crees. Ahí está, el muy cabrón, posando con cara de maleante, entrecerrando los ojos, preparado para aceptar cualquier desafío. ¿Quién iba a imaginarse que al tío simpático de las tarjetas de fidelidad le iba esto enfundarse unas mallas y zurrarse la badana con tíos peludos y corpulentos? Metes su nombre en Google. Su nombre real, no tío de las tarjetas de fidelidad. La hostia en vinagre. Parece que encima es bueno y todo. Lo tienen de campeón actual en RIOT Wrestling, unos pioneros en Barcelona por lo que respecta a la lucha libre. Buscadlo si queréis, pero los muy canallas saben de qué va la mandanga. A dos días del evento, te das cuenta de que estás en el sitio indicado, en el momento indicado. Y lo más importante: jamás volverás a llamar a Ricky Barceló tío de las tarjetas de fidelidad.

“A golpes de testosterona (II)” es la segunda de tres (3) entregas semanales del autor.

A golpes de testosterona (I)

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