Pandemia en familia

Una manzana, una pera, un plátano, un mamey y una papaya. Obvio: papaya maradol. La publicidad radiofónica unió los destinos de estas cinco frutas que existen en el pequeño frutero artesanal que mi mamá compró en la Ciudadela hace unos años. Todas distintas entre sí, todas más o menos nutritivas, más o menos firmes, más o menos vistosas, seas Cézanne o una persona cualquiera en el mundo que quiere morder algo dulce a mediodía.

Cinco frutas que permanecen juntas, en un espacio delimitado, cuyo borde circular las sujeta a cierta distribución que, a decir verdad, no resalta lo mejor de cada una. No sé si fue con alevosía, pero mi papá, en su afán por hacer que el mamey “aguante”, lo colocó hasta arriba de la enclenque pirámide que hasta el momento se mantiene estoica. La papaya yace hasta abajo, sosteniendo el peso de las demás. Es grande, tarda en “pasarse” y cuando la compré en el Soriana hace cuatro días no se veía muy madura que digamos. Aunque tiende a resistir, encima de la papaya —que ya le comienzan a brotar algunas manchas negras pero aún irrelevantes en términos de vida y muerte— están la manzana y la pera. A su vez, encima de esta última reposa el plátano, y entre la manzana, la papaya y un cacho de la cola del plátano, sonríe el mamey, ese ente sobrevalorado que ama mi padre, o al menos eso quiso evidentemente mostrar cuando pasó las frutas de la bolsa verde del súper al famoso frutero.

Y es que sería otra realidad si el frutero fuera más grande, si el mamey hubiera ido abajo de la pera y si el plátano por naturaleza no se echara a perder tan rápido y mosqueara las demás frutas. Pero qué se le va a hacer, así fueron acomodadas. Nadie les preguntó y probablemente hubieran quedado igual ante la sorpresa de verse a sí mismas en una encrucijada para la que jamás estuvieron o hubiesen estado listas.

Se sabe: la papaya y la manzana son especies curtidas como pocas, pero toda resistencia termina por quebrar o de menos por menguar. El estar apretadas, tener la mirada fija una en la otra, su olor impregnado en el cuerpo ajeno, sus mismidades empujándose entre sí… y, lo peor, depender de que alguien de la casa decida hacerse un licuado para retirar de este mundo al cochino plátano, ha convertido al entonces cálido frutero en un campo de batalla que carece de movimiento pero no le sobra una sola gota de aburrida intensidad.

Claro, ha ocurrido lo esperado. Como en todo frutero lleno durante casi una semana, cuya única alegría fue un ligero aire que entró un par de días por la ventana de la cocina, entre las frutas reina la hipocresía. La tensión se respira hasta la sala. Ángeles que no pueden abandonar su habitación, solo les queda contemplar los últimos momentos de su vida debatiéndose entre sí es más bello morir en el exterminio de mi boca en una explosión de sabor o si conviene enfrentar con dignidad la vejez, perder el color, y que el tiempo haga lo suyo. Hace un momento me llevé una triste sorpresa: abrí el mamey y estaba podrido. No dejo de pensar cómo se vería ahora la papaya si la situación fuera distinta. Cómo brillaría si otro espacio y tiempo permitieran que la bañaran los rayos del sol.

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