A golpes de testosterona (I)

Un viaje confuso y sudorífico a las tripas de Mundet.

He sido víctima de una serie de accidentes, como todo el mundo.

Kurt Vonnegut (Las sirenas de Titán, 1959)

I. Malas vibraciones

Necesitábamos comer. El canuto que nos habíamos fumado durante el trayecto en coche había pegado fuerte, y el sol, en pleno auge, no hacía más que empeorar la situación. Teníamos las glándulas sudoríparas trabajando como una boca de incendios en Brasil. Olíamos a alcohol barato destilado, pero por suerte era domingo y las calles estaban desiertas. Nadie podía olernos. En el Día absoluto del Señor, todo el mundo a rezar, sobre todo si fuera estás a 34 grados y todas las calles son de subida. Habíamos conseguido encontrar aparcamiento en la puerta de entrada —siempre teniendo en cuenta que las barreras del parking siguieran abiertas a nuestra vuelta—, el coche a la sombra y a salvo de cualquier maleante que pudiera pasar por allí con la intención de reventarnos los cristales. Todo parecía ir según lo planeado hasta que pasó:   

—No puedo más, en serio —Pálido Gédez estaba hecho un cromo. Lo supimos en cuanto le vimos salir de casa. Arrastraba los pies más de lo normal y su cresta azul sufría de una flacidez nefasta. Llevaba una resaca descomunal, consecuencia de una noche de locura desenfrenada en casa del Quinqui, un cocainómano amateur con un tatuaje de un escorpión en el cuello. Un buen chico, el Quinqui, siempre nos había tratado bien, pero esa es otra historia que ahora no viene al caso—. Como sigamos subiendo, me va a dar una embolia.

El fantasma de aquella borrachera hercúlea le había estado hostigando desde el momento en que decidió que sería una buena idea dormir la mona. A las siete de la mañana. Era un milagro que hubiéramos llegado hasta allí sin que Pálido echara la pota. Desde que había subido al coche, solo había conseguido expresarse mediante el uso de interjecciones y sonidos gástricos, pero tal esfuerzo verbal había supuesto un golpe sobre la mesa. No más pasos, no más kilómetros.   

Cuánto más caminábamos, más lejos nos parecía nuestro destino. Estábamos muy lejos de cualquier bar o restaurante en condiciones, por lo que la posibilidad de conseguir víveres nos era cada vez más escasa. Y más, sabiendo que la mayoría de locales estaban cerrados por misa[1]. Nuestro cuerpo, además, pedía una nueva remesa de alcohol. Necesitábamos equilibrar el pH si queríamos llegar en condiciones al espectáculo.

Tras probar suerte en La Casa de Los Xuklis, un centro de acogida para niños y adolescentes con cáncer y sus familias, nos habíamos quedado sin opciones. Hicimos sonar el timbre de aquella maldita puerta metálica por lo menos unas cincuenta veces. Si allí nadie había respondido a nuestra llamada de socorro, estaba claro que nadie lo haría en ningún sitio. Orlando, completamente decidida a salvar el día, iba de guía. Marcando el ritmo. Olfateando cada rincón de Mundet como un sabueso en busca de un hueso que roer. Todas las calles tenían nombres parecidos: la calle de la armonía, la calle de la mímica, la calle de la lírica, la calle de la pantomima… En algún momento alguien pensó que sería buena idea dotar al extrarradio barcelonés de un aura de cultura (y pretensión), pero lo único que consiguió fue que los borrachos que viven allí tengan problemas para encontrar un bar que no esté cerrado por impagos. Si no fuera por ella, ahora mismo estaríamos en medio de la carretera, aplastados por algún camionero con más prisas que visión periférica.

Orlando se mostraba optimista, tenía la corazonada de que, en breves, todas nuestras penurias serían recompensadas de una manera u otra. Y pasó. Un espejismo de bondad en medio de aquel desierto laberíntico de edificios presuntuosos y estropeados, embutido entre dos pinos de dimensiones celestiales. Lo único que le faltaba al encuadre era que el cartel de BAR LOS PINOS estuviera hecho a base de neones chirriantes y pomposos que indicaran la disponibilidad de mesas al más puro estilo americano con sus moteles de carretera.

La disposición de la terraza era precaria y no se veía comida en ninguna de las mesas ocupadas, pero a estas alturas nos conformábamos con lo que fuera. Con tan solo con unos simples boquerones en salmuera y una cerveza, aunque estuviera caliente, hubiéramos tenido más que suficiente. Un cacho de pan duro y un chupito de orujo de hierbas. Cualquier cosa. El desayuno de los campeones. Pero no. Justo al cruzar la puerta, toda ilusión de subsistencia se hizo añicos. La realidad cayó sobre nosotros como piano de cola lanzado desde un sexto piso. Letal y estridente. El Bar Los Pinos, como era de esperar, era un cuchitril de lo más pobre. Cuatro mesas, dos sillas y LA BARRA, el único obstáculo que impedía que el propietario, un tipo enclenque y medio miope, con peinado de cortinilla, saltara sobre nuestras yugulares. Estaba discutiendo con una mujer que no le prestaba la más mínima atención cuando se dio cuenta de que estábamos allí de pie, como pasmarotes, en absoluto silencio, tramando algún tipo de plan que le jodería el día entero. Lo más probable era que se hubiera levantado muy temprano, solo, en una cama individual con los muelles saltados que habría birlado de la casa de sus padres cuando lo echaron por ser un capullo integral; sudado hasta los tobillos por el calor sofocante de la Ciudad Condal, completamente consciente de que, aun y estar en día festivo, no tendría vacaciones hasta que se jubilara o le diera un infarto de miocardio, como a su difunto abuelo. La única persona que podría llegar a comprender por lo que estaba pasando aquel camarero cincuentón de cara chupada yacía en un nicho polvoriento y roído por la hiedra.

El mundo de la restauración suele ser muy exigente con sus habitantes y a veces pasa que a algunos les da estrés postraumático. Para un camarero de las afueras sin un plan de pensiones sólido, los días festivos son como combatir en la segunda batalla de Ypres. El gas mostaza te invade los pulmones y cuando te das cuenta de que vas a morir, contemplas el horror que se cierne sobre ti. Los músculos agarrotados, la mandíbula desencajada y la piel en estado de ebullición, a punto de descomponerse. Haces equilibrios en la cuerda floja, luchas por tu vida, envuelto por una atmósfera tóxica y asfixiante, siendo completamente consciente de que, si lo logras, si realmente consigues escapar, tendrás que vivir el resto de tu vida sabiendo que te has convertido en un tullido desfigurado. Aunque eso no será lo peor. No. Tus seres más allegados te lo echarán en cara, te culparán de lo mal que está la economía y se reirán cuando les digas que Hacienda te ha sisado tres meses de alquiler para cubrir la cuota de Autónomos. Te repudiarán cuando busques el amor y te ignorarán cuando encuentres la desgracia. Desde que volviste, te has puesto en el punto de mira de rufianes sin escrúpulos cuyo único anhelo es que regreses y termines el trabajo. Así que hazlo. Todo por la patria. Muérete ya de una puta vez.

Resulta imposible que alguien que esté pasando por tal desasosiego pueda atender sus responsabilidades con total impunidad, por lo que tú, que lo estás viendo todo desde arriba, desde una notable posición de superioridad moral, intentas disuadirle de todas las visiones perversas que alteran su muy maltrecha percepción de la existencia. Pero no funciona. Nunca lo hace. Siempre acaba mal.

Según nos acercábamos a la puerta, aquel tipo de temperamento volátil estaba quemando sus últimos cartuchos de paciencia.

—Buenas… —Intenté ser lo más educado posible para relajar el ambiente, pero el gorro de pescador que llevaba puesto con el fin de aparentar seriedad y dinero en la cuenta corriente parecía haberle ofendido.

—¡A tomar por culo ya! ¡Que me tenéis hasta los huevos! ¿Qué queréis, eh? ¿No veis que ya no tengo sitio?

—Bueno, ejem —mi percepción de la realidad se emborronaba cada vez más, me estaba quedando sin saliva y comenzaba a marearme. Cuanto más pensaba en cómo abordar el hecho de que necesitáramos comer, más consciente era de que mis conexiones sinápticas estaban al borde del hundimiento— era para comer alguna cosa, no sé, ejem, un bocadillo o algo…

—¿Bocadillo? ¡¿Bocadillo?! Como no salgáis de aquí saco un cuchillo y os corto en lonchas. Bocadillo, dice… aquí nomás hay de beber— Gédez y Orlando se quedaron petrificados. ¿Dónde coño nos hemos metido? ¿A qué viene todo esto? ¿Por qué el ambiente está tan tenso? ¿Acaso existe algún código de conducta secreto en este extraño lugar que nos ha delatado?

Nuestra capacidad de mimetización se había devaluado de tal forma que iba a ser imposible pasar desapercibidos. Éramos mercenarios en una zona donde las lealtades lo son todo. Sólo si naces en el barro puedes presumir de buen cutis. Dábamos demasiado el cante y los parroquianos se habían dado cuenta. Éramos una presa fácil, no cabía la menor duda. Al menor movimiento, aquel hatajo de brutos se nos echaría encima como una jauría de perros rabiosos, sin darnos la menor oportunidad de justificar nuestra presencia en aquella jungla de asfalto.

Retrocedimos sobre nuestros pasos, lo más tranquilamente posible, con las manos en alto y sin ningún plan de huida. No había vuelta de hoja. La habíamos cagado del todo.

—Esperad un momento, fuera coñas —de repente, el propietario esbozó una sonrisa maquiavélica y nos dio instrucciones sobre cómo llegar a una calle repleta de bares. Posiblemente fuera una trampa pero, a juzgar por su cambio de tono repentino, nuestra única opción era la que nos ofrecía aquel tipo vulgar. Esperar. Esperar a que sus palabras nos condujeran al Santo Grial, al merecido descanso eterno, una cura para todos los males que nos acechaban. Esperar. Todo se reducía a eso. Orlando escuchaba atentamente, con los ojos abiertos y el ceño fruncido. Aquel estado de concentración no tenía precedentes. Si algo sabíamos yo y Pálido era que podíamos confiar en ella. Había sido una buena idea traerla con nosotros. Era la única que gozaba de un estado de lucidez impecable, aun habiendo trabajado doce horas el día anterior. La fortaleza y perseverancia femeninas son dos virtudes de lo más necesarias en casos como este. Ellas siempre saben qué hacer. Sobre todo cuando un camarero zumbado te amenaza con un cuchillo por pedir un mixto. No pierdas la calma, actúa con normalidad, ya verás cómo se te pasa este ciego tremendo que te ha convertido en un simio analfabeto. Impasible ante nuestro fatídico destino, implacable contra él. Estábamos viviendo el sueño.


[1] Llámalo misa, llámalo antiturismo.

“A golpes de testosterona (I)” es la primera de tres (3) entregas semanales del autor.

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