Al final bailamos: una pieza oportuna y perspicaz

La danza georgiana se basa en la masculinidad. No hay lugar para la debilidad.

Al final bailamos (Suecia-Georgia-Francia, 2019, Levan Akin) nos interna en las frustraciones, meditaciones y dolores profundos de Merab, un joven bailarín de danza georgiana que se enfrenta a los demonios interiores despertados por Irakli, recién llegado a la academia de danza.

Este filme con temática de diversidad tiene una excelente construcción argumental: visible en su sencillez, en su entrada amable al público y en la preocupación genuina por hacer una historia entendible para la mayoría de los terrícolas que acudan a verla. Se acompaña con escenas repletas de vigorosas coreografías, mismas en las que se visibiliza un conjunto de los grandes aciertos del filme. Apuntar la cámara a los pies en plena danza, enfocar las manos en sus paseos por el aire y visualizar las facciones gesticulando en el momento preciso; al final, son estos elementos los que le agregan un toque artístico, elegante y sin duda alguna excitante a la historia.

Dentro de esta ecuación cinematográfica, también podemos encontrar a Mary, la compañera de baile de Merab, que toda su vida ha pensado en él como pretendiente. Evidentemente, estos planes se ven dinamitados con el desarrollo de una relación fugaz entre Irakli y Merab, este último termina por lastimar a Mary en un intento desesperado —pero exitoso— de encontrarse a sí mismo, de hallar su identidad mientras se encuentra rodeado de una sociedad conservadora que no permite la llegada de aquella “globalización despiadada que pervierte” a los jóvenes georgianos.

En una comunión constante con las situaciones de los personajes, podemos observar en Merab a un ser humano acongojado ante las revelaciones espontáneas y brutales que la vida le hace y que no cuestionan solo su orientación sexual, sino también su predilección por la danza y sus propias cualidades artísticas, que él creía profesionales, o al menos suficientes para llamarse bailarín georgiano. 

Dentro de este pequeño planeta de danza regional georgiana, existe una identificación con conductas machistas conservadoras que orillan a los integrantes de esta sociedad a tomar la homosexualidad como un crímen, como una afrenta contra la decencia y motivo suficiente para la exclusión y el aislamiento de un miembro de la comunidad. El baile, este tipo de baile en específico, etiqueta, transforma personas en machos inquebrantables o mujeres delicadas —siempre sonrientes— y profundiza en las raíces podridas de una sociedad caduca.

El sistema represor manifestado en cada uno de los compases interpretados aniquila las diferencias entre los individuos expuestos a él, obliga a las minorías a prostituirse para sobrevivir, a soportar las humillaciones alimentadas por la sociedad y a defender el afamado y sobrevalorado honor masculino. Con las actitudes de Merab, quien es aleccionado a través de la dependencia emocional, el metraje termina por convertirse en un relato de ruptura con la herencia, en una misión que principia con el objetivo de querer entrar en la planilla principal de la compañía, continúa y se transforma al buscar a Irakli y concluye con la aceptación personal necesaria para el descanso del propio Merab.

Con lo anterior, me puedo percatar de que el punto central es la convulsión al observar, solo después de evolucionar y salir de la persecución ridícula de los estándares sociales estereotípicos, cuán terrible, patética y criminal era la vida de antaño que se revelaba como tintura en la rutina dominante. Pero no hay cambio sin detonador; en esta ocasión, el causante de las transformaciones es Irakli, que se asemeja a las avispas, insectos afortunados que pican en las entrañas y dejan adolorida a su presa, pero no pierden el aguijón. Merab se queda con la vida destruída entre las manos, anímicamente desnudo, forzado a moverse para seguir viviendo, pero auténtico, sincero, no con el mundo, que importa un demonio, sino con su interior.

Irakli, erótico rival, sigue viviendo en la oscuridad de las máscaras sociales y las actuaciones públicas, cuando saca por la fuerza a Merab al mundo hostil, a esa sociedad homofóbica que es una copia casi exacta de lo que se vive en América Latina, que aún siendo un sitio lejano, puede comprender las situaciones presentadas gracias a la fidelidad del filme por contar historias desde la experiencia, desde los orígenes y desde las fronteras de la humanidad universal.

Y son estos habitantes alarmados los que se parecen al pie dañado de Merab, el cual se lastima durante un derroche soberbio de talento; estorboso, retador e intransigente, este pie acompaña a su dueño hasta la audición para la compañía, que figura como catarsis y episodio de prueba de madurez, pero, primeramente, como momento liberador. La última secuencia es la deconstrucción y el estallido de un constructo tradicionalista apabullante que funciona como duelo ritual para acercar a la profundidad a un par de almas encadenadas por el ritmo.

En un constante debate entre el deber y el querer ser, el largometraje es más potente que sus semejantes hollywoodenses, que pecan de fantasiosos, inconsistentes, cobardes o innecesariamente esperanzadores, son intentos trágicos colmados de frases inspiracionales que sinceramente, terminan por provocar náuseas. Al final bailamos es poderosa y osada al abordar el tema desde una perspectiva frontal, tomando en cuenta no solo el punto del joven adulto europeo, sino, en igual medida, el de Mary, la eterna prometida que se ve confrontada por sus deseos, su egoísmo y la comunidad intolerante.

Mary captó mi interés, pues necesita salir de una burbuja tradicionalista y desapegarse de los dichos populares para empatizar con Merab. Es un personaje necesario para entender a los que aún no captan que la diversidad se respeta sin importar qué o cómo suceden los hechos. Sin duda, el metraje es consciente de la necesidad de denunciar estas conductas, de evidenciarlas con el objetivo de terminar con su reproducción masiva.

Con su estructura, pude recordar a Llámame por tu nombre (Italia, 2017, Luca Guadagnino), pero la diferencia radica en el tono y el final, pues el filme de Guadagnino es mucho más paternal; es una especie de amor aleccionador; hay apoyo de la familia y entendimiento de las situaciones, además, las cosas no van más allá de la ruptura de un amor imposible que cambia el panorama y la visión del protagonista, cuando a Merab, lo que le sucede es que simple y llanamente no puede seguir habitando en la región que le vio nacer, no puede seguir existiendo en una sociedad que le repudia, no puede continuar haciendo lo que le apasiona y lo que se suponía era su carrera; tiene que dejar todo para comenzar desde cero.

Y así, con estos caminos fílmicos que nos conducen hacia el desvanecimiento de los amores idílicos, no sin antes desviarnos por las discotecas y antros que tratan de erradicar y callar la confusión que se genera en el interior de Merab, la cinta explora la necesidad de encontrar identidad a través de relaciones, despertares y entendimientos orgánicos. No cabe más en las paredes virtuales de este texto que recomendar la visualización consciente de la tercera película de Levan Akin, donde imparte una clase sobre cómo abordar el tópico de la diversidad en el cine sin perder estilo, honor o valor testimonial.

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