A barriga llena, corazón contento

La primera vez que leí Como agua para chocolate tenía dieciséis años. El libro lo ‘hurté’ del mueble donde mi mamá guardaba sus recetarios (herencia de mi bisabuela). La gran novela de Laura Esquivel estaba debajo de un viejo y desgastado herbolario. Tomé el libro sólo por curiosidad y en cuanto comencé a leer, un sentimiento de profunda familiaridad y cotidianidad culinaria me invadió al leer: «No era fácil para una persona que conoció la vida a través de la cocina entender el mundo exterior. Ese gigantesco mundo que empezaba de la puerta de la cocina hacia el interior de la casa». Se me vinieron de golpe un montón de aromas y sabores en forma de recuerdos.

Crecí dentro de la cocina de mi abuelita Zita, ayudándole —a ella y a mis tías— a picar, preparar y degustar sus exquisitos platillos; la mayoría típicos de la gastronomía prehispánica y poblana. Crecí entre el exquisito aroma de la cebolla acitronada y el fresco olor a ajo recién molido en el molcajete. Al despertar, el primer aroma que inundaba la casa era el espesor del café recién hecho. Después, el de los frijoles negros con epazote y de la olla hirviendo a fuego lento. Si pienso en esa cocina mi recuerdo palpita con los jitomates, tomates y chiles tatemados en el comal a punto de convertirse en una salsa. Durante el desayuno y la merienda la casa siempre olía a leche de establo recién hervida. La leche bronca que todos los días se les derramaba en la estufa, razón por la cual, y sin excepción, siempre discutían. La casa olía a panadería; cada tres o cuatro días horneaban su famoso panqué de natas o de naranja. Enaltecían con su repostería el famoso refrán de que «las penas con pan son menos». Pero mi aroma predilecto, al que inevitablemente siempre vuelvo —sólo porque sí y para ser feliz— sucedía solamente los sábados por la mañana, cuando mi abuelita sazonaba su delicioso mole poblano para venderlo durante el día en un negocio familiar que se llamaba ¡Aquí es, Conchita!, en honor a mi bisabuela materna. Ese aroma, si fuera un lugar, sería mi lugar favorito. Ahí, entre la molienda de chiles y especias, el chocolate y el piloncillo, y entre mis cuatro y mis diez años, se comenzó a sazonar un vínculo muy especial entre mi historia y la cocina que reconocí mientras leía la novela. Apenas había leído el primer capítulo y ya había encontrado, entre las letras de la escritora mexicana, a mi abuelita y a sus hermanas, ‘Las Palacios’. El personaje principal, Tita, era una mezcla exquisita entre mi abuelita y mi tía Virginia; mamá Elena, la madre de Tita, tenía el perfil dominante y autoritario de mi bisabuela Conchita, la matriarca de mi familia y mis otras tías —sin mencionar nombres para no herir susceptibilidades— tenían un poco de Rosaura y Gertrudis, hermanas de Tita, y de Nacha, la cocinera de la familia.

Devoré el libro. Laura Esquivel me cautivó con su realismo mágico y la fusión de la gastronomía mexicana como un auténtico poema culinario; entre las codornices en pétalos de rosa, el mole de guajolote con almendra y ajonjolí, el champandongo, el chocolate y la rosca de reyes, las torrejas de natas y los chiles en nogada, y los secretos familiares. Leyendo la novela me di cuenta del poder de las emociones en la cocina; cómo la alegría, la tristeza, los miedos, el deseo y la rabia de Tita lograban transmutar en sus platillos, y todo aquello que callaba terminaba siendo expresado en un gran suceso sobrenatural del que sólo los comensales podían ser testigos. 

De aquel ejemplar —cuya editorial no puedo recordar— no supe más. Supongo que mi mamá alguna vez lo encontró entre mis cosas y se lo llevó. Supongo, también, que lo llevó al estudio donde guardábamos todos los demás libros para que no lo hurtara de nuevo y seguramente se perdió durante una inundación que arrasó con cientos de libros que terminaron ahogándose en una alberca de aguas negras. Pasé varios años intentando recuperar aquella edición, sin éxito. Me convencía cada mes que debía comprar de nuevo el libro, pero por alguna razón nunca lo hacía. Hasta que a mis veintitantos, Como agua para chocolate volvió a mi vida como un libro prestado —que lamentablemente sí devolví—, para hacerme ver más allá de las recetas y los secretos familiares. Volvió para hacerme reflexionar sobre la trascendencia de los personajes femeninos de la novela. Una historia que a pesar de haber sido ambientada en la Revolución mexicana y escrita hace 32 años, representa muy bien la vida de muchas mujeres.

La tradición y el rol de la mujer juegan un papel crucial en el desarrollo de la historia y me atrevería a decir que es una circunstancia actual, sobre todo en los pueblos y comunidades indígenas de México y de América Latina, en donde las mujeres siguen siendo víctimas del sistema patriarcal y de las tradiciones impuestas por un yugo moral, misógino y retrograda que mantiene el tan manoseado estereotipo del rol femenino que se reduce únicamente al ámbito doméstico. El personaje de Tita lucha en contra de las creencias familiares, lo cual es fascinante porque vivía una revolución dentro de una revolución; una evolución personal que la hacía cuestionarse y rebelarse ante ciertas costumbres, ya que estaba condenada a continuar con la tradición familiar de no poder hacer su vida independiente ni de contraer matrimonio por ser la hija menor de la familia Garza y tener la obligación de cuidar a su madre, mamá Elena, hasta su muerte.

Tita, por muchos momentos, es el retrato de mi abuelita Zita. Ella también tuvo un ‘amor prohibido’ como Pedro, sólo que, a diferencia de la protagonista, mi abuelita sí tuvo la posibilidad de huir y vivir con él, y al menos durante unos meses probó el dulce y amargo sabor de la aventura. Su romance duró poco porque mi abuelo comenzó a violentarla física y psicológicamente. Un día, con la ayuda de su suegra, mi bisabuela paterna, huyó junto con mi mamá recién nacida y regresó a su casa; a una casa de la que había sido desterrada meses antes por haber escapado como una ‘inmoral’. Mi abuelita volvió como madre soltera a un sistema matriarcal del que fue víctima durante muchos años, igual que Tita, pero del que más tarde también logró reivindicarse.

Otro personaje muy interesante en el libro es el de Gertrudis, hermana de Tita. Ella representa a una mujer que no encaja en el rol establecido de aquella época. Ella iba en contra de toda tradición familiar al punto de vivir su sexualidad libremente, de unirse al ejército y de ser fiel a sus ideales. Cada una de las mujeres dentro de la novela son el resultado de la educación impartida generación tras generación. Lo más valioso que ahora rescato de la historia es cómo los personajes evolucionan. El gran sabor de boca que dejan cuando se liberan.

Hace unas semanas y por azares del destino me encontré con este fragmento de la novela, sobre la preparación de los chiles en nogada: «Las nueces se deben comenzar a pelar con unos días de anticipación, pues el hacerlo representa un trabajo muy laborioso, que implica muchas horas de dedicación. Después de desprenderles la cáscara hay que despojarlas de la piel que cubre la nuez. Se tiene que poner especial esmero en que a ninguna le quede adherido ni un solo pedazo, pues al molerlas y mezclarlas con la crema amargarían la nogada, convirtiéndose en estéril todo el esfuerzo anterior». Recordé todos los años que ayudé a mi mamá y a mi abuelita en el proceso de la receta; cómo se manchaban mis dedos y el dolor que me quedaba al ras de las uñas después de limpiar decenas de nueces; la ansiosa espera para cocinarlos sólo una vez al año y las largas horas de preparación; la cocina llena de chiles y el año que nos atrevimos a hacer más de cien. Me dio una profunda nostalgia y tristeza darme cuenta que ya no habría un año más para ayudarle a mi mamá en la preparación. Así que decidí hacer mis primeros chiles en nogada con las nueces y granadas de nuestros árboles, en homenaje a ella, a mi abuelita y al legado culinario que me heredaron. Lo asumí como el más valioso de mi matriarcado. Documenté cada paso durante el proceso, reescribí la receta de mis antecesoras y fotografié los alimentos antes y después de ser cocinados con la finalidad de recordar texturas y tonalidades para futuras preparaciones. Después de cinco horas cocinando y según mi memoria del paladar, el sabor era el mismo al que hacían mi abuelita y mi mamá: sabían a tradición, a hogar, pero sobre todo a sabían a amor. Crecí en una familia donde el amor se demuestra con comida y «a barriga llena, corazón contento». Tengo la sospecha de que yo también heredé el don gastronómico de mi abuelita y, aunque todavía no lo exploto como me gustaría, simplemente no imagino mi vida sin mi vínculo con la cocina como mi expresión más genuina.

Como agua para chocolate es una de mis novelas preferidas. Es una historia que retrata y enmarca mi historia familiar, una historia llena de mujeres que han trascendido no sólo por su legado culinario sino por su valentía, resiliencia y fortaleza. Me siento orgullosa de ser quien soy y de venir de donde vengo. Agradezco poder ser embajadora y enaltecer mis tradiciones gastronómicas, y también agradezco a las generaciones que me anteceden el poder erradicar las tradiciones que atentan contra mis derechos, valor y libertad.

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