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Babosa y media sobre cine (XI)

Arranca la previa de los Óscares, la alfombra roja más larga del mundo, con una de las películas que habita varias categorías. Hablo también, por qué no, del futbolista enamorado del galardón individual y, por último, del extraño experimento destructivo que en su secuela se superó a sí mismo.

Una de las películas que protagoniza la próxima entrega de los Óscar, el documental del futbolista enamorado del galardón individual y el extraño experimento destructivo que en su secuela se superó a sí mismo.

Chicago 7 (Aaron Sorkin, 2020)

A ver, hay varias cosas interesantes en esto. Primero, creo que la película es sumamente prudente dados los tiempos que corren, donde seguimos criticando manifestaciones bajo el socorrido argumento de que “esas no son las formas”, el cual, obviamente, nunca va acompañado por una reflexión mínimamente coherente que dicte cuáles, entonces, lo serían. Dicho eso, hay dos reflexiones complementarias en la película: el trato que el sistema le da a una masa de manifestantes pretendiendo vislumbrarla –o exponerla, más bien- como un espectro homogéneo cuyas decisiones responden a la reflexión y premeditación más que a un momento de enardecimiento específico, y el hecho de que los líderes de un movimiento conforman, en realidad, un archipiélago. Quizá el punto más fino en la película de Sorkin es precisamente ése: establecer a sus protagonistas como personajes con objetivos cercanos pero motivaciones eminentemente distintas –la película, inteligentemente, se centra en la distancia insondable que separa a Redmayne y Baron Coen, sin ir más lejos: el remilgado y el hippie-. A partir de aquí entendemos a un sistema de estado cuyo objetivo no es otro sino deslegitimar a la protesta (la primera escena, donde le explican al fiscal Gordon-Levitt que a las leyes no se les cuestiona el por qué existen sino para qué, desnuda el argumento entero de las siguientes dos horas). Veo al cast como un acierto absoluto (resaltando a la pareja de Sacha Baron Coen y Jeremy Strong que, gracias al cielo, hace todo más llevadero, y al siempre cumplidor Mark Rylance), pero no dejo de pensar que en manos de otro director (¿Spielberg?… incluso Oliver Stone) todo habría funcionado mejor. Sorkin me parece que sigue sin encontrar un puntito de finura: sus películas siguen sosteniéndose en el diálogo y uno se siente de pronto como si estuviese leyendo el artículo de Wikipedia sobre el evento en cuestión. El final, eso sí, es una monserga; yo pensé que el desvarío cursi lo había dejado Hollywood en los noventa, pero resultó que no.

Ronaldo (Anthony Wonke, 2015)

Esto, narrativa y cinematográficamente, es basura. Dicho eso, revolquémonos en la basura. Vamos por partes: esto no es más que un documento publicitario auspiciado por Cristiano Ronaldo, que seguramente querrá verse a sí mismo en la sala de su casa, acompañado por su madre y su hijo. Esto sería un material de flojerísima si tratase de cualquier otro futbolista –o, amplío, sería el caso con casi cualquier otra figura de la cultura pop-, pero con Cristiano adquiere una dimensión distinta, sintomática. El documental arranca con la gala del Balón de Oro que Messi ganó, como aliciente para que Cristiano tome por asalto el año futbolístico próximo. Ahí uno entiende que Cristiano aspira, más que nada, al galardón individual: su año futbolístico comienza y acaba en ese evento –al igual que el documental-. Cualquier jugador cambia premios individuales por colectivos, pero Cristiano no. De hecho, tampoco va mal encaminado: él es la encarnación de esa famosa frase que es “su bien es el nuestro”. El triunfo de sus equipos, por más obvio que suene, es una consecuencia colateral del triunfo personal. “Si tuviéramos dos o tres Cristianos, estaría tranquilo, pero no los tenemos”, dice sobre su selección antes del Mundial. Cristiano ni siquiera parece necesitar a una pareja sentimental, porque se adora a sí mismo más de lo que podría adorar a alguien más. Al fútbol, incluso. Cristiano es un antihéroe digno de la mejor ficción hollywoodense: un androide que pelea hasta la extenuación buscando la reivindicación propia. Muestra su colección de autos deportivos para luego decir que vivió la pobreza en Madeira cuando niño y forjó todo con trabajo y disciplina, y por lo tanto lo merece. Cristiano es la cara del sistema que dicta que la pobreza y el éxito son una elección. Cristiano es el esfuerzo constante por superarse a sí mismo, y es más cercano a un villano en la narrativa del fútbol porque enfrente tuvo a Messi, seguramente un hombre menos obsesionado por la victoria y el reflector, pero que no se entiende a sí mismo sino a partir del balón. Y era mejor. Cristiano necesita reivindicarse como el mejor futbolista de la historia, porque no serlo es una derrota y en él no cabe la derrota. Pero no lo fue. No fue el mejor. Su carrera es la más dulce y exitosa derrota de todos los tiempos.

Jackass 2 (Jeff Tremaine, 2006)

Qué difícil describir Jackass. No las vean, encima son cuatro. Una horda de batos haciéndose cada vez más daño. Sin embargo, la secuela cierra con la broma cumbre, la obra máxima de este alegato a la libertad y al valemadrismo estadounidense: la metabroma. Uno de los sujetos del reparto decide hacerse pasar por talibán con tal de poner nervioso a un taxista, sin contar con que los demás se confabularán ante él, el taxista será actor y le terminarán simulando un secuestro. Es una enredadera absurda, pero al verla solamente podía pensar en Borges y su idea de que el cuento exitoso debe tener, a su vez, adentro, otro cuento. La broma exitosa puede tener, a su vez, otra broma dentro. Tan lejos del Aleph, tan cerca de Jackass.

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