En los tres productos de esta semana confluyen Larry David, Everardo González y Woody Allen: mi comediante favorito, mi documentalista de cabecera y uno de mis tres directores predilectos. El primero es un corto documental sin desperdicio (se agradece esa tendencia a contar cosas en pocos minutos: decía Alejandro Zambra que él no escribe en la página en blanco, sino que borra la página negra. La síntesis es un arte en sí misma); el segundo es quizá uno de los mejores documentales mexicanos en los últimos tiempos (y Netflix se lanza a rescatarlo), mientras que el último es una de las mejores películas de todos los tiempos. Cuando todo esto pase, diría Fito Páez, tendré que volver a amar. Volver a ver Annie Hall es un buen comienzo.
- Long Shot (Jacob LaMendola, 2017)
Es imposible hablar de Long Shot sin desvelar su trama, pero juro que vale la pena verla aún sabiendo de qué va y conociendo su inverosímil giro. Juan Catalán fue arrestado, acusado de un homicidio que no cometió: esa misma noche asistió un partido de béisbol entre los Dodgers de Los Ángeles y los Bravos de Atlanta. Tenía los boletos, pero aquello no probaba nada. Su abogado se enfrascó en una obsesiva búsqueda por probar la coartada; en medio de todo esto, Juan recordó que había visto un equipo de televisión grabar en las tribunas, cerca de donde él estaba ubicado. Pronto supieron que se trataba de un episodio de Curb Your Enthusiasm, donde Larry David invitaba a una prostituta a ver con él el partido. El show que protagoniza el creador de Seinfeld desde hace más de diez años es, además de una maravillosa oda a la neurosis, una búsqueda perpetua por hallarle hasta el último giro de tuerca surrealista a la realidad: si esto hubiese sucedido en algún capítulo quizá hablaríamos de la trama menos verosímil en diez temporadas. Pero sucedió. Fue real. El abogado entonces se pone a ver videos como loco, en pos de probar que ahí, al fondo, varias filas detrás de Larry David y el insulso personaje de Marty Funkhouser, está Juan Catalán. Voy a contar esta historia algún día, dice Larry David; quizá cuando trate de impresionar a una chica. Voy a contarle cómo le salvé la vida a un buen sujeto.
- Los Ladrones Viejos (Everardo González, 2007)
Qué bien hace Los Ladrones Viejos en no ser una obra absurdamente maniquea, sino ofreciendo un crisol interesantísimo de personajes y testimonios. En varios textos que conforman su libro Zona de Obras, Leila Guerriero habla sobre esa tendencia casi automatizada por empatizar con clases bajas -en algún texto señala incluso la incapacidad y poco interés que tiene el periodista por retratar el mundo de los ricos: no a través de sus bienes materiales y lo que plasman revistas sociales, sino en el más allá, en lo que los humaniza. Era sencillo que Everardo González, director del documental y quizá el mejor documentalista mexicano actual, empatizara con los ladrones en pos de que el espectador los perdonase o sintiese pena. Recuerdo también esas clases de fotografía que me dio Jorge Dávila, uno de mis mejores profesores en la UAM-Xochimilco, respecto a la declaración de intenciones que sugería en sí misma la imagen fotográfica de una víctima tomada desde arriba, cenital: un automatismo absolutamente revelador de lo que somos como sociedad. Pues bueno, en Los Ladrones Viejos no ocurre nada de eso: no se empatiza, no se victimiza, no se llena de morbo todo, y ahí estriba el valor de un documental que nomás no envejece.
- Annie Hall (Woody Allen, 1977)
Esta la pongo como un absoluto capricho. Quizá porque siempre vuelvo a ella cuando me siento descolocado, soso, habitando días largos. Quizá porque, como dice Woody Allen al final, no enviamos al psiquiatra a ese familiar que se cree una gallina porque, al final, necesitamos los huevos. La película más importante en la filmografía de Woody Allen no envejece: es el retrato más bello -con perdón de Richard Linklater y su trilogía- que he visto de una relación y cómo ésta nace, crece, se desvencija y muere. Eres una isla, Alvy, como Nueva York, le espeta Annie cuando éste está a punto de morir de tedio en Los Ángeles. Woody abona a esa rivalidad entre los rascacielos y Hollywood eligiendo, flagrantemente, el bando. Se queda destruido, abatido, pero se redime cuando traslada todo a su primera obra de teatro y la firma con final feliz. Es una tontería, lo sé, pero dónde aspiramos a ser felices sino en el arte. Estamos encerrados, aislados, con rebrote y observando tragedias en todas partes. De pronto hay que ponernos ese tipo de películas que, aunque sean un desgarre en sí mismas, a nosotros nos espetan un abrazo. Hay películas que son como un abrazo, le leí a nosequién en alguna entrada de Letterboxd. Ésta lo es para mí. Aunque sea de esos abrazos que duelen más al soltar.