Hay directores que hacen películas. Y hay directores que construyen sistemas nerviosos: formas de mirar, de oír, de sentir la incomodidad. Yorgos Lanthimos pertenece, desde hace tiempo, a la segunda categoría. Su más reciente, Bugonia, no es una excepción: es más bien una confirmación, una obra que afina y expande todo lo que el cineasta griego ha venido explorando desde Kinodontas, pasando por The Lobster, la injustamente menospreciada The Killing of a Sacred Deer y su ya legendaria alianza con Emma Stone en The Favourite, la espectacular Poor Things y Kinds of Kindness.
Pero Bugonia no se siente como una repetición de patrones, aún si está inspirada en una película de 2003. Se siente como un paso lateral inteligente, un movimiento raro y preciso, como los que suelen hacer los jugadores expertos cuando todos esperan un golpe frontal.
Desde el inicio queda claro que Lanthimos está jugando —otra vez— con la idea de la percepción alterada: ¿qué es real?, ¿qué es delirio?, ¿qué es una lógica alternativa que simplemente no compartimos? El mundo de Bugonia vibra en ese espacio incómodo donde la paranoia no es solo un rasgo individual, sino un síntoma colectivo, una enfermedad compartida por una época que ya no distingue bien entre información, fe, intuición y Showbiz.

Y aquí conviene decirlo con claridad: Bugonia es rara y chistosa, pero no en el sentido de carcajada fácil. Lo es como lo son los chistes que uno no debería reírse, como las situaciones que producen risa y vergüenza al mismo tiempo. Lanthimos domina ese tono como pocos: el humor nace del desfase, de la literalidad llevada al extremo, de personajes que creen con absoluta convicción cosas que el mundo insiste en no confirmar (o en confirmar de formas muy torcidas).
En ese universo entra la sublime Emma Stone, una vez más, como pieza clave del engranaje lanthimiano. Su colaboración con el director ya no es solo una alianza creativa: es una especie de lenguaje privado. Stone entiende perfectamente qué hacer con el cuerpo, la voz, la mirada cuando el guion exige algo que no es psicología clásica ni realismo emocional, sino una forma más abstracta de presencia. En Bugonia, su actuación como la enigmática Michelle Fuller, una elegante ejecutiva con bolas de hierro, es precisa, contenida, extraña, magnética. No busca simpatía inmediata ni grandilocuencia; busca control. Y lo encuentra.
Lo fascinante de ver a la Stone trabajar con Lanthimos —película tras película— es notar cómo la dulce y buena estrella de La La Land, desde chavita radiante de carisma, se ha convertido en una actriz radical, dispuesta a desaparecer dentro de ideas incómodas, a asumir riesgos formales y a renunciar al carisma tradicional – y hasta a su melena- cuando la película lo exige. En Bugonia, ese riesgo se traduce en una actuación tan brutalmente honesta que sostiene buena parte de la tensión conceptual del filme sin necesidad de subrayados ni explicaciones.
Pero Bugonia no es solo una película de actuaciones o de estilo. Es, ante todo, y pese a ser un remake (aunque solo en concepto), una película profundamente contemporánea. Lanthimos toma una premisa que podría parecer extravagante y la usa como espejo deformante de nuestra relación con el poder, la ciencia, la fe en los sistemas y la sospecha constante de que “algo no cuadra”. El resultado no es un alegato moral ni una sátira obvia, sino algo más incómodo: una sensación persistente de que quizá el problema no es quién tiene razón, sino la necesidad desesperada de tenerla.
Visualmente, Bugonia es sobria pero inquietante. Lanthimos y su equipo optan por una puesta en escena que no busca el exceso, sino el desajuste: encuadres ligeramente fuera de centro, ritmos que se estiran donde uno esperaría prisa, silencios que pesan más que los diálogos. Todo parece calculado para generar una sensación de rareza constante, como si el mundo estuviera apenas mal alineado. Esta es, quizá, una de las grandes virtudes de Bugonia: no explica de más. Confía en el espectador. No subraya sus ideas ni las convierte en discurso explícito. Prefiere insinuar, incomodar, dejar que la risa se quede a medio camino y que el pensamiento llegue después, cuando uno ya salió del cine.

En un año cargado de estrenos ruidosos, fórmulas repetidas y productos diseñados para desaparecer a las dos semanas, Bugonia destaca por algo cada vez más raro: una identidad clara, una voz autoral sin concesiones y una inteligencia que no se disfraza de solemnidad. Es una película que se arriesga a ser malinterpretada, discutida, incluso rechazada. Y precisamente por eso importa.
Lanthimos no quiere gustar a todos. Quiere —como siempre— abrir la válvula, dejar salir el aire viciado y observar qué queda flotando. En Bugonia, lo que queda es una comedia inquietante, una sátira afilada y una de las propuestas cinematográficas más estimulantes de 2025. Puede que como espectador salgas de la sala sacado de pedo. Pero si una película no te mueve el piso —aunque sea un chirris—, ¿para qué ir al cine, entonces? Mejor quédate en casa a ver Necflis.

