Querida Alicia:
Llevo algún tiempo pensando en ti, casi a diario, recordando aquellos días que a la puerta de tu casa me pedías que te escribiera una carta. Y yo te decía que sí, que luego. Es curioso, ¿sabes? Desde que tengo memoria, olvidar las cosas ha sido lo más normal para mí. Aunque acabe de escucharlas o de tenerlas frente a mí, la cabeza suele ponerse en blanco casi al instante.
Escríbeme una carta, decías, y yo no sabía qué hacer.
¿Recuerdas aquellos días, los últimos, que después de quitarme el reloj y las pulseras (ese ritual que tanta curiosidad te provocaba), como si de un acto de magia se tratara, de la chamarra o de los bolsillos del pantalón hacía aparecer un papel casi en trizas donde había anotado todas esas cosas que quería decirte mientras nos aferrábamos al frío de aquel sillón? Ese mismo sillón donde tantas veces nos quedamos dormidos, nos besamos, discutimos y nos reconciliamos, bebimos algunas cervezas o jugamos tu juego de mesa preferido (ese de las caniquitas que nunca entendí); lo sé, te parecía un acto sumamente aterrador (el de la hoja, no el de tu juego), pero nunca más de lo que fue para mí.
De niño, fueron muchísimas las ocasiones que iba al mercado por tres jitomates y regresaba con un kilo de naranjas; que los viernes llegaba de la escuela sin los libros para las tareas del lunes o que debía recoger algo con el zapatero y terminaba jugando maquinitas con el carnicero. Creo que alguna vez te lo conté, no recuerdo muy bien.
Fue entonces cuando Cristina, mi abuela (te conté muchísimas veces de ella, ¿recuerdas?), compadeciéndose de mi torpeza y de mis temores se hizo cargo del asunto: “Si tienes miedo de olvidar las cosas, de equivocarte, escríbelas”, me dijo. Y yo, como siempre, la obedecí. Lo sigo haciendo.
Desde aquel día, si debía ir de compras al mercado, le hacía una carta a Tere, la marchanta de confianza; si necesitaba llevar algo a la tintorería, le hacía una carta a don José, el sastre; si olvidaba el cumpleaños de un amigo, aprovechaba los recreos para escribirle una carta y así, como si mis palabras fueran un regalo, según yo, compensaba el olvido. Fue así también, a través de cartas, que conquisté a mi primer amor (Verónica); fue así también, con una carta, que me despedí del último (tú). Les he jurado amor eterno. Y a las cartas también. Y es que para una persona como yo, quien vive con el miedo de olvidar, de volverse a equivocar, las cartas son algo muy parecido a la salvación. El cómplice perfecto.
Escríbeme una carta, decías, y yo no sabía qué hacer.
Sin embargo, hace no mucho ni poco tiempo, sólo el necesario, cuando las cosas parecían ir por buen camino, todo se torció. Y dejé de escribir; dejé de escribir lo que yo quería escribir; dejé de escribir lo que yo creía que quería escribir; dejé de escribir lo que yo creía que podría olvidar; dejé de escribir lo que yo creía que quería olvidar. Dejé de escribir sobre ti.
Hasta que un día, no recuerdo cuál, como suele suceder con los días que lo cambian todo, me encontré con una frase de Juan José Millás (¿lo recuerdas?): “Escribo por las mismas razones por las que leo, porque no me encuentro bien”. Cuando todo iba torcido, el camino se compuso. Y volví a escribir; sobre todo, como ahora, no lo que quería sino lo que merecía.
Cuando uno escribe las cosas no es porque no quiera olvidarlas, sino porque ya las ha aceptado; porque ya no tiene miedo de recordar. Y yo te recuerdo a diario. Es la mejor manera que tengo para no volverme a equivocar.
Escríbeme una carta, decías, y yo no sabía qué hacer. Ahora ya lo sé.