Alaura

Era aquello que había jurado jamás ser: un incompetente, un fracasado, un mediocre.

Durante aquellos días me sentía estancado; preso en la rutina de mi empleo, de mi familia, preso en mí mismo. 

Me levantaba temprano en la mañana e, igual que los últimos veinte años, me daba un baño, mi esposa preparaba el desayuno, compartía tiempo con mis hijos y me encaminaba rumbo a un trabajo que comencé a odiar poco antes de cumplir un año laborando. Pero mi empleo me daba el suficiente capital para pagar cuentas, darme un par de lujos a mí y a mi familia, y mantener un poco en ahorros. 

Mi trabajo consiste en salir a la calle, encontrar algo interesante y escribir sobre ello; ya fuera una persona demasiado longeva, un perro que mató a un niño pequeño –¿a qué clase de padre se le ocurre dejar a su hijo, siendo apenas un bebé, al lado de un perro agresivo?- o contar historias que la gente pueda leer en un periódico, a veces incluso erótico. 

Comencé la redacción de una historia que no me terminaba de convencer y que a mi editor parecía encantarle el tema: cáncer. Jamás he leído una sola nota sobre la enfermedad que recomiende algo para curar la enfermedad, solo se sabe que en realidad no se sabe cuántos tipos diferentes de cáncer existe, que si se lleva una alimentación balanceada y se practica ejercicio dicha enfermedad no debería de ser una preocupación. ¡Sí, claro! 

Hace mucho tiempo tuve un amigo que se dedicaba a la reparación de calzado, veinte años trabajando en el mismo antiguo oficio, un mal día se percató que le costaba trabajo respirar, el doctor le dijo que padecía de un terrible cáncer de pulmón, y le recomendó dejar el cigarro. 

-Doctor, pero sí yo no soy fumador. 

El detonante de la enfermedad fueron las suelas que había lijado durante años, hule que se escondía en el aire y que mi amigo respiró durante su vida laboral. Poco después la hora le llegó y su familia quedó devastada. Incluso salir a la calle puede provocarnos cáncer. 

Escribí el encabezado de la noticia, parecía que llamaría la atención. Comencé a escribir con naturalidad, viendo aparecer las palabras en la computadora. Corregí un par de palabras que me desagradaban, erróneamente pulsé la tecla que no debía y borré mi progreso, un minuto después recuperé el contenido del archivo y dejé escapar un suspiro de alivio. 

El reloj sobre la impecable pared blanca de la oficina marcó por fin la hora de salida. Todos recogieron sus cosas de sus oficinas, me despedí de mis amigos, y salí al fresco de la calle. El sol comenzaba su descenso, dando rienda suelta a la luna y la noche. Los edificios me rodeaban, el ruido de los autos invadía mis oídos y, después de tantos años, no me resultaba molesto. 

Caminé un par de cuadras hasta la estación del bus, esperé el que me llevaría cerca de mi casa y subí en él. La noche reinaba, el camión iba casi vacío y yo miraba por la ventana. Viró a la izquierda, por la ruta de siempre, y entonces sucedió: el verdadero principio de mi historia. El camión subió en el puente, miré las casas, algunas viejas, otras nuevas y unas más, viejas y remodeladas, intentando ocultar su longevidad.

Era una casa de tres plantas, en una de las ventanas de la planta más alta estaba una mujer de mirada triste, cepillándose su negro cabello. Miraba fijamente a la calle, perdida en sus propios pensamientos. Cepillándose con delicadeza.

Debo admitir que no quité la mirada de ella hasta que me fue imposible continuar observándola, y en esos diez segundos sentí que mi corazón y mi vida adquirían nuevos matices. ¿Quién es aquella mujer? ¿A qué se dedicará? ¿Cuál será su nombre? 

Aquel tema del amor a primera vista siempre me pareció una ridiculez, una simple excusa que explicaba la obsesión de una persona por otra. Pero esta vez el flechazo me tocó a mí. Maldita sea, pensé inmediatamente. Yo, un hombre de cuarenta años, casado, con dos hijos, y sintiendo por vez primera vez el amor a primera vista. 

Tampoco creía en aquella tontería del alma gemela, entonces ¿por qué te enamoras de ciertas personas y de otras no?

Había visto infinidad de veces de jovencitas enamoradas de patanes que solo las hacían sufrir y lamentarse. ¿Por qué no se enamoraban del muchacho bueno, cariñoso, de aquel que quiera algo bonito y duradero? Creo que nadie conoce la respuesta. O será que ya no existen esos jóvenes y por eso a las muchachitas no les queda otra opción que enamorarse del patán. Este mundo es más complicado de lo que recordaba. 

Me sorprendí pensando en la mujer de la ventana cuando bajé del camión y caminé en la oscuridad de las calles hasta mi hogar. Metí la llave en la cerradura y entre en casa. El olor de los guisados de Laura me dio la bienvenida. Dejé mi portafolio en el suelo, me quité el suéter y me dirigí a la cocina. Más tarde, ya acostado, al lado de mi mujer, no paré de pensar en la mujer de la ventana, y en la fuerte influencia que tenía sobre mí. 

Cerré los ojos y comencé a imaginar realidades donde ella era mía y de nadie más. Donde ella me pertenece en cuerpo y alma, su amor es mío y yo soy suyo, en tantos aspectos. Siento sus brazos rodeándome cuando llego del trabajo, ella estaba desesperada por estar todo el día sin mí, y ahora no cabe tanta felicidad en ella. Escucho sus palabras, o mejor dicho le invento una voz que me dice: 

-Es tan bonito estar de nuevo con la persona que amas. 

Sin darme cuenta estoy soñando. 

Y la sueño a ella. 

Al amanecer me siento extraño. Despierto al lado de Laura, ella sigue dormida, pero sé que pase la noche con otra persona. Me levanto y sigo la misma maldita rutina que he seguido las últimas dos décadas, solo que está vez hay algo diferente. Intento darme cuenta, abrir los ojos y percibir qué es lo que está diferente. Al salir de bañarme me percato de que soy yo, me siento diferente, más contento; como si alguien me hubiera cambiado el aceite y ahora pudiera dar un mejor rendimiento. 

Desayuno, mis hijos se van a la escuela, y mi esposa se queda en casa. Yo voy camino al trabajo. Hoy el autobús no toma la misma ruta, así que no pasa por el puente y no puedo espiar a la mujer de ayer. 

Siento que me da un bajón de ánimo. Llego al trabajo sin ganas; me siento frente a la computadora, comienzo a leer lo que escribí el día anterior y comienzo de nuevo la escritura de mi reportaje. Reviso notas, mi escrito, y me levanto en busca de un café. Regreso a mi cubículo y bebo el café a sorbos. Me siento de nuevo atrapado en el mismo torbellino de rutinas y cosas mundanas. 

Cuando era joven me imaginaba ganando un Pulitzer, con fama y millones de pesos, al grado que no tuviera que estar escribiendo reportajes burdos y efímeros que la gente olvida. Era aquello que había jurado jamás ser: un incompetente, un fracasado, un mediocre. 

Termino mi escrito, lo imprimo y me molesto al notar que la impresora no tiene hojas suficientes. Maldigo al maldito infeliz que la uso antes de que yo tuviera que hacerlo. Abro una resma de hojas y coloco un puñado en la bandeja, la cierro y comienza a imprimir mi reportaje. 

Lo engrapo y se lo llevo al editor. Toco suavemente con los nudillos y no escuchó su respuesta, repito la operación y el único que contesta es el silencio. Abro la puerta y no lo encuentro; dejo mi reportaje sobre su escritorio y regreso al mío. 

No tengo nada que hacer, más que esperar a que me dé su aprobación y, de un segundo a otro, mis pensamientos regresan a la mujer en la ventana. Quiero salir de ahí, correr por la calle en dirección a aquella casa, esperar a que salga, preguntarle su nombre, y encontrar cualquier pretexto para hablar con ella. 

Luego me cuestiono: ¿En verdad me siento atraído por ella? ¿Qué siento realmente? No la conozco, no sé su nombre, no conozco su voz ni su historia, así que qué puedo sentir por ella. ¿Qué es esta obsesión que se empeña en crecer en mi pecho? ¿Por qué no cesa? A pesar de que mis pensamientos se ocupan de todo lo que tengo que hacer durante el día, al final siempre he vuelto a pensar en aquella mirada perdida, en su rostro melancólico. ¿Puedo decir que la amo? No lo sé, y lo único que puedo hacer es cuestionarme a mí mismo, y a mi corazón. 

Comienzo a sentir miedo, de este sentimiento, de esta obsesión. ¿En dónde nace el amor? ¿Cómo puedo, con solo una mirada, sentirme enamorado por una mujer a la que ni siquiera conozco? 

Me tortura pensar en todo eso, y sé que mi deber es encontrar esas respuestas. Voy camino al trabajo y paso frente a la casa donde ella vive, pero no está ahí en la ventana. Y al saber que quizá no la veré hoy mi corazón se estremece, se encoge y comienza a latir más despacio, ahogándose en un mar de desesperación. 

Llego al trabajo y me encuentro con una nota de mi jefe que me indica que debo ir a cubrir una noticia sobre un choque y un robo frustrado. Salgo de las oficinas y voy a la dirección indicada. Mientras mis pensamientos se disuelven en banalidades, escuchó la música de la calle; los autos y sus cláxones, los gritos de las personas, los motores rugiendo. 

Después de un largo viaje en transporte público llego al lugar del accidente automovilístico, y lo primero que me pregunto es: ¿por qué diablos los seguros quieren encontrar los autos sin ninguna alteración después del accidente? El maldito tráfico comienza a hacerse eterno, ya son varios kilómetros de autos que pitan sus cláxones y solo me causan más estrés. 

Al parecer un auto quiso adelantar a un autobús lleno de pasajeros, el problema fue que al mismo tiempo el autobús quiso cambiar de carril, y al percibir un poco tarde al auto que quería rebasar, el chofer dio un volantazo. La cola del autobús se meneó, las llantas derraparon y dio varias vueltas, cuatro carros se estrellaron en el autobús que había quedado de costado en el suelo. 

Muchas personas estaban en el lugar, cruzo la franja amarilla y noto cuerpos en el suelo cubiertos por mantas, hay personas dentro de los vehículos que colisionaron, me acerco y las veo cubiertas de sangre. Están muertos. 

Aún continúan sacando a los pasajeros del autobús que están con vida. Una mujer sale por la ventana con ayuda de un hombre uniformado de paramédico y comienza a preguntarle cómo se siente. Ella llora y se escapa de los brazos del paramédico. 

-¡MI HIJA! ¡MI HIJA! –grita. 

Me acerco para preguntarle qué sucedió, desde su perspectiva. Con su declaración y unas cuantas palabras del paramédico puedo escribir mi reportaje e irme a casa. Pero la mujer quiere entrar de nuevo en el bus, no se lo permiten, le dicen que los cadáveres deben de pertenecer en su lugar. 

Veo atentamente a la mujer, no debe tener más de veinticinco años, comienza a engordar, -como todos después del matrimonio-, pienso. Llora con desesperación, quiere volver a entrar en el autobús y le niegan la entrada de nuevo. 

-Mi hija. –repite en un susurro y se desploma en el suelo. Se cubre el rostro y las lágrimas escapan de sus manos y caen al suelo donde desaparecen. 

Sacan por la ventana una pañalera y se la acercan a la mujer, que al verla llora con más tristeza y la abraza. 

Comprendo que su hija es una recién nacida y acaba de fallecer en un absurdo accidente de tránsito.

¿Dónde estaba Dios? Observando.  

¿Dónde estaba el gobierno? En sus asuntos.

¿Dónde está la justicia? Quizá no existe. Y entiendo que hay cosas que suceden sin ningún motivo, solo tienen que suceder. 

Ver a la mujer que, irónicamente, está ilesa y llora abrazándose a la pañalera de su difunta hija, hace que se me haga un nudo en la garganta. Quiero abrazarla, consolarla. Creo que quiero llorar con ella su dolor. Este mundo es demasiado cruel para algunas personas. 

Decido hacer las preguntas adecuadas a las personas indicadas y no molesto a la mujer; quiero irme a casa, y regresar a mi realidad. Sé que ella no volverá a ser la misma, la vida le ha dado un duro golpe del que es imposible curarse, solo se puede vivir con el dolor y la pena. Termino mis anotaciones y regreso sobre mis pasos. 

De vuelta en la oficina he reprimido todos mis sentimientos, solo necesito escribir el reportaje y ya. Comienzo a escribir, pongo el punto final y no me siento satisfecho con el resultado; borro lo que no me gusta y lo corrijo, pero sigue siendo demasiado absurdo, demasiado tonto. Según mi periódico le debo restar dramatismo, tengo que ser grosero, irrespetuoso. No debo darle dignidad a la tragedia. 

Le muestro el reportaje sin título a mi jefe y él lo bautiza. 

-Aparecerá en la portada, con letras rojas: POR QUERER PASARLO RAPIDO TERMINA PASANDOSE DE PEN… Y PROVOCA ACCIDENTE. 

Y así, títulos y títulos absurdos que la gente lee, se ríe, checan el reportaje y lo olvidan horas después. Entonces acepto algo de lo que ya me había dado cuenta: odio a mi jefe, odio mi empleo. Odio mi vida. 

El sol comienza a caer del cielo azul, las nubes blancas se tintan color anaranjado en un lienzo violeta. Voy en el micro, y sube por el puente. Veo de nuevo a la mujer cepillándose el cabello, y mi corazón da un vuelco, y mi día cambia radicalmente. 

El puente termina y le digo al chofer que me deje en la parada. Vuelvo caminando; no sé qué es lo haré, no lo pensé, solo quiero verla de cerca. Paso frente a una tienda de azulejos cerrada y veo mi reflejo en el vidrio, continuo peinado, aunque ya necesito un corte y mi barba es larga. 

Continúo caminando, estoy a pocos pasos del edificio, miro hacia arriba y alguien sale. Mi corazón late deprisa y de pronto parece detenerse, casi deseo encontrarme con aquella mirada triste, pero es un muchacho que sale con una mochila al hombro, como si saliera para el trabajo a esa hora de la noche. 

-Buenas noches. –dice cuando me ve. Sonríe, creo que lee mi pensamiento cuando dice: -¿Viene por lo del piso de arriba? 

Yo no sé qué decir de momento, bajo la vista a mi pecho y veo mi gafete que revela que soy periodista. 

-Sí, vengo por eso. –le contesto, quizá para que me deje entrar porque en realidad no sé qué espero hacer. 

-Estuvo grueso. Fue hace varios años, y desde entonces cada año, cuando se viene el aniversario, vienen reporteros; pero el resto del año nadie se aparece. 

-¿A sí? Dime: ¿Qué pasó aquí…? Con tus palabras.

Busco en mi portafolio y saco una pequeña libreta de anotaciones, lo que quiero es aparentar interés. No sé qué pasó aquí y la verdad no me interesa en lo más mínimo. 

-Bien. –se lo piensa. –Tengo entendido que el señor encontró a su esposa en la cama con otro, el amante escapó y el señor mató, en un arranque de celos y furia, a su esposa. Me encantaría contarle con más detalle, pero debo irme. Lo siento. 

-No te preocupes. Volveré después. 

Guardo la libreta y me despido del joven. Volteó la vista a la ventana de arriba y ya no está la mujer, esperaba verla y me decepciono. Vuelvo a la parada y tomo el micro de nuevo. 

El camino de regreso me llena de dudas. ¿Y sí me hubiera encontrado con ella? ¿Qué habría hecho? ¿Qué le habría dicho? ¿Por qué la quiero ver? Me odio, no quiero aceptar que, tal vez, solo tal vez, la amo. 

Tengo a mi familia, y una esposa que me ama. No puedo solo dejar de amarla así sin más. Un pensamiento me estremece. ¿Y si la deje de amar desde hace tiempo? ¿Qué sucedería si lo nuestro ya solo es costumbre y no amor? Intento apartar esos pensamientos de mi mente. 

Llego a casa, ellos ya cenaron, pero están esperándome en la mesa. Me siento, mi mujer va a la cocina y me trae un gran plato de comida, mi estómago se lo agradece, y comienzo a comer. 

-Entonces le dije que me dejara en paz, todos tienen el derecho de escuchar la música que quieran. –dice mi hijo el menor. 

-Pero tu música está bien culera. La neta tiene razón. 

-Claro que no, mi música es música de dioses. 

-Música de dioses la de antes. Puro piano y violín, esa sí es música. Lo tuyo todo es sintético, por computadora. Y las letras solo hablan de mujeres urgidas y sexo. 

-No, tú estás mal. 

-Te digo que sí tiene razón. Tu música está culera. 

-¿Cómo te fue? –me pregunta mi esposa. 

Hace años que no me pregunta por qué llego tarde, sabe que puedo llegar a cualquier hora o salir de igual manera. Me pregunta cómo estuvo mi día, y siento la necesidad de contarle lo del accidente, pero no quiero doblegarme, así que omito ese dato.

-Normal. Solo cubrí un reportaje. Un accidente de tránsito, nada serio. 

Miento con tanta naturalidad, me odio. Odio tener que mentirle, quiero que vea a alguien fuerte, que no llora por la hija de una desconocida. Me siento mal. Quiero gritar, quiero huir. 

-¿Y  ti cómo te fue, amor? –temo que le ofenda está última palabra. Me ofende a mí mismo el llamarla así. 

-Bien. –dice. 

Los chicos continúan con su plática superflua, termino de cenar y me voy a la cama. A mi lado la tengo a ella. La abrazó, no porque quiera demostrarle amor, sino para demostrarme a mí que aún la amo. Y me duele descubrir que no es así.

Al día siguiente salgo más temprano de casa, bajo en el puente y me dirijo al edificio donde vive la mujer. En mis entrañas solo quema el deseo ferviente de conocerla. Me imagino un encuentro casual con ella, le invento una voz y un nombre, me dice que está sola, no vive con nadie, y noto que está igual de desesperada que yo de escapar de su mundo. Es oportuna la propuesta de irnos de esta realidad, ella acepta, y de un momento a otro estamos en un lugar lejano, solo nosotros dos, haciéndonos el amor como dos jóvenes adolescentes descubriendo el amor pasional.

Estoy fuera del edificio, y veo a una mujer regordeta barriendo las escaleras. 

-Mi hijo me habló de usted. Es el periodista. –me dice. 

-Buenos días. Sí, soy yo. 

-Pase, pase. –me invita. Me sorprende la amabilidad de la gente de este país, igual y yo puedo ser un peligro, pero ella no lo ve así y me deja pasar a su casa. 

Me sienta en su mesa, me sirve café, y comienza a contarme una historia de un asesinato que no me interesa, sin embargo, hago anotaciones y finjo interés. Llegada la hora le doy las gracias y salgo de la casa a las escaleras de salida. 

Escucho pasos bajando, y mi corazón se encoge, quiero verla, lo estoy deseando. Le ruego a cualquier dios que quiera escucharme que sea ella la que baja las escaleras. 

Su cabello es oscuro, su tez blanca, sus ojos grandes y cafés. Es alta, delgada, lleva los hombros descubiertos y me sonríe con familiaridad cuando me descubre en la puerta de su vecina. 

-Buenos días. –me sorprendo al decirlo. 

-Buenos días. –contesta. -¿Busca a la señora…?

-No, no. –no la dejo terminar. –De echo acabo de verla. 

Asiente. Se hace un silencio, no puedo dejar de ver sus ojos, su sonrisa que poco a poco desaparece. 

-¿Puedo hacerle unas preguntas? Es para un reportaje. –me excuso. 

-Sí, claro.

Vuelve sobre sus pasos. Subimos las escaleras juntos, y sintió la tensión en el aire. Quiero interrumpir su paso, tomarla por los brazos y rozar sus labios con los míos. Es disparatado, pero lo deseo. 

Entramos en su casa y lo primero que veo son pilas de viejos periódicos. Hay una mesa de madera circular y dos sillas, me ofrece asiento y desaparece. 

El departamento huele extraño, pero ella huele bien. A champú, a productos para el cabello y perfume. Regresa con dos tazas de café. Y se sienta a mi lado, su rodilla rosa con la mía, parece no molestarle y a mí me encanta.

-Solo que sea rápido, mi esposo no tardará en llegar y quedé de ir a buscarlo.  

Procuro que su último comentario no me haga daño, ya que la idealicé soltera. 

-¿Su esposo? –me lamento por decirlo en ese tono. 

-Sí, llevamos varios años de casados. He tenido, bueno, hemos tenido tropiezos, pero todo va bien. 

Se vuelve a levantar, va por un cigarro, me ofrece uno, no lo acepto y vuelve a mi lado. 

-Ok. ¿Usted está contenta con su matrimonio?

-Creo que no me dijo de qué su reportaje. –dijo algo dubitativa y arrugando el entrecejo. 

-Sobre poligamia. –me rio en mis adentros. 

-Oh, claro. La verdad sí, le he sido infiel a mi marido. No vaya a poner mi nombre, por favor. 

-No tengo el gusto de conocer su nombre. 

Siento la sangre en mi rostro, ella me ve, y me siento excitado. Sonríe con coquetería. 

-Me llamo Alaura. –deja el cigarro en el cenicero. Se acerca a mí, siento su calor, su aroma, sus labios. 

Su mano se posa en mi rostro, mientras nos fundimos en un beso apasionado. Y entonces me siento joven, lleno de energía. Su mano desciende y me incita a otro tipo de cosas, quita las tazas y el cenicero de la mesa. Es tanta la desesperación que comienzo a jadear, y no importa que ella lo quiera en ese lugar y no en una habitación. Recuerdo que me dice que su esposo está por llegar, pero no me detengo porque es excitante el momento. No tengo que hacer más que levantar su falta, acariciar sus piernas blancas y besarlas. Le beso el cuello, la boca, y siento su respiración acelerada en mi oído. Me pregunto si la mesa aguantara el peso de ambos. Cuando la puerta se abre y un hombre gordo y canoso entra en la casa. 

Nos ve sobre la mesa. 

-Así te quería encontrar, puta. –dice lleno de furia. 

Me quito de encima de ella, me visto lo mejor posible mientras él me persigue. Ella le grita, le pide que se detenga. No sé cómo, pero salgo del departamento y escuchó que me persigue, bajo las escaleras a toda velocidad, sin temor a tropezarme. Llegó al final de la escalera, el sol me ciega unos instantes; volteó la vista, él viene por mí, pero en el borde de la puerta, antes de salir del edificio, veo como su cuerpo desaparece en una nube de polvo que cae lentamente en el suelo. 

Lo primero que pienso es que mi vista me engaña. Vuelvo a subir las escaleras, no sé lo que pasó, estoy confundido, asustado, y quiero ver a Alaura nuevamente.  Una fuerte ráfaga de viento sale del apartamento, no me había dado cuenta de que uno de los cristales de la ventana está roto. Percibo un agradable aroma a rosas, busco la fuente de dicho aroma y veo un altar; hay un altar con rosas, veladoras y la foto de Alaura.   

Sin mirar atrás, salgo corriendo, con la esperanza de estar lo suficientemente lejos de ese lugar; un frío espectral me sigue por las escaleras, recorre mi piel y me recuerda cada segundo que viví en el departamento. 

Por fin, estoy afuera, giró, involuntariamente, la vista, y me encuentro nuevamente con aquellos ojos melancólicos y tristes. 

Los mismos ojos que me incitaron a entrar en el edificio; veo mi reflejo en vidrio de la tienda de azulejos, estoy pálido, y muero de horror. 

El miedo me sigue como la culpa. Cuando llego a casa y siento el calor de mi familia, no puedo dejar de sentirme culpable; Alaura se me aparece en sueños, y me besa, y lo único que quiero es nunca parar de soñar. Pero la noche cesa y da paso al día y vuelvo a mi realidad. 

Cuando me siento más desesperado, lo único que mi mente perturbada y culpable me incita a hacer es una locura. 

Desde el puente donde la vi por primera vez, siento el aire de la noche a mi alrededor, la veo cepillarse el cabello, y estoy desesperado por volver a estar en sus brazos, en sus labios, en su aroma. 

Suelto todo lo que me aferra a este mundo y a esta realidad; el suelo se acerca a mí a velocidad de vértigo. Alaura, digo su nombre como una plegaria. 

Alaura. 

Un fuerte dolor, y la oscuridad me recibe con los brazos abiertos, como una madre que espera con ansias el regreso de un hijo. 

Y en esa oscuridad me encuentro con Alaura. 

Y está vez es para siempre. 

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