1943: Hedwig Höss, ama de casa (Sandra Hüller en interpretación distante, banal, y absolutamente sublime) de clase media, madre de cinco hijos cuyas edades fluyen entre los 13 años y los cuatro meses de edad, esposa ejemplar y señora generosa con su servicio doméstico, se prueba un muy bonito abrigo de mink frente a un espejo de cuerpo entero en la intimidad de su dormitorio conyugal. En un bolsillo, la mujer encuentra un lápiz labial. Lo deja en su tocador para usarlo después, y sigue probándose la prenda, que, claramente, pertenecía a una mujer de mayor talla. Una mujer que, casi con certeza, en ese momento ya esté convertida, con clínica eficiencia, en cenizas. Satisfecha con su aspecto, Fräu Höss decide quedarse con el abrigo y reanuda sus labores de modélica consorte del Standortältester (Comandante en jefe) del campo de concentración nazi de Auschwitz-Birkenau.
La escena que describo es simple, sencilla en su formato y encuadre. Pero, tratándose de una escena dirigida por Jonathan Glazer (Londres, 1965), es también un instante perturbador que se queda por horas, días – y a veces, para toda la vida- en la memoria del espectador que la ve plasmada en pantalla, como el tracking shot de la piedra rodante que podría aplastar a Ray Winstone en Sexy Beast (2000); el elegante close-up de dos minutos del rostro de Nicole Kidman en Birth (2004), o el long shot en que Scarlett Johansson abandona a un bebé que no deja de llorar, en una rocosa playa escocesa en Under the Skin (2013). Pasajes muy disímbolos aunque brutales. Inolvidables, como cada uno de los cuatro largometrajes del director.
Ostensiblemente basada en una novela homónima del genial británico Martin Amis -aunque en realidad, más allá de la situación, poco o nada tiene qué ver con la fuente literaria-, La Zona de Interés abre con un puñado de escenas casi idílicas de la armoniosa vida familiar de Rudolph Höss (un brillante y sorprendentemente empático Christian Friedel), quien es uno de los funcionarios de élite del Führer, que mientras cría de manera responsable y amorosa a su prole, también elabora planes para llevar a cabo de la manera más eficaz y prolija posible, los preceptos de la solución final.
Hasta aquí mi comentario sobre detalles de la trama, con el respetuoso fin de no arruinar la experiencia, si bien hay un punto muy importante a señalar: esta no es La Lista de Schindler o algún otro docudrama-melodrama acerca del Holocausto. De hecho, no es spoiler decir que el exterminio, aunque siempre presente en la cinta (esbelta y económica: sólo 105 minutos, que de todos modos pueden causar una profunda ansiedad e incomodidad) , no es mostrado de manera explícita a la vista, pero es impresionante y, como dije, angustioso, el diseño de sonido supervisado por Glazer y a cargo de los nominados al Oscar Tarn Willers y Johnnie Burn (este último también diseñador del espléndido sonido de la primorosa y súperbestia Poor Things de Yorgos Lanthimos, reseñada anteriormente por servidor en esta página): oímos la llegada de los trenes. Los hornos. Los alaridos lejanos arrastrados por el viento. Las órdenes. Los silencios ominosos. No es necesario ver expuestas las cabezas rapadas a la fuerza, ni los cuerpos consumidos. Basta con apreciar detalles muy sutiles: el prisionero que esparce cenizas en el precioso jardín de Fräu Höss a manera de abono para die blumen; la pila de ropa interior y lencería que la señora da a sus domésticas para que elijan una pieza para cada una; una breve mirada a cómo Claus, el rubilindo primogénito de los Höss, examina con morbo post-púber unas cuantas piezas dentales. Eso basta para recordarnos la persistencia del horror innombrable que está disimulado en el exquisito diseño de producción que recrea la muy bonita, muy propia, muy cristiana residencia familiar hasta el mínimo detalle: juguetes, cortinas, mantelería, camas separadas para los padres y hasta uno que otro crucifijo en la pared, porque los Höss son, o al menos están convencidos de que son, buenas personas, creyentes, amables, ejemplares.
Desde la muerte de Stanley Kubrick hace veinticinco años, han desfilado numerosos directores (en su mayor parte británicos y todos ellos hombres) que se han ungido, ya sea ellos mismos o por los medios, como “el nuevo Kubrick”. Habitualmente el sobrevaloradísimo y totalmente carente de humor Christopher Nolan suele ser el más frecuente atildado así, uno supone que por imitar las intenciones épicas del extinto y enigmático cineasta, amén de, como él, no tener ni la más remota idea de qué carajos hacer con un personaje femenino, mucho menos con una actriz en un rol central. Kubrick tenía aversión a las mujeres en sus películas y Nolan en un 98% de su trabajo es igual. Contrapuesto a ellos, Glazer es tan kubrickiano como el que más (la deshumanización es una de sus obsesiones temáticas también), pero tiene algo que lo distingue y lo lleva más allá de esta etiqueta odiosa de “el nuevo”, que muchas veces se le ha buscado aplicar.
En sus cuatro filmes, muy espaciados entre sí, Glazer busca hacer no solo una exhibición de la deshumanización: también se interesa por los motivos detrás de esto -uno supone que si hubiera dirigido The Shining, Jack Torrance no se habría deschavetado tan rápido y habría sido mucho más sensible y sensato con el personaje de Wendy, en vez de reducirla a una caricatura estridente- y en dar dimensiones a sus personajes (algo que Nolan no puede sacar del estereotipo si no cuenta con ayuda de un guionista profesional): así fue que nos hizo involucrarnos con los gángsters ingleses de su debut, o con la joven viuda aristocrática, el niño convencido de ser la reencarnación de su marido muerto y su cruel, sociopática cuñada (nunca respetamos a Anne Heche lo suficiente); con la hermosa alienígena que no puede evitar ver a los humanos como pedazos de carne, y que al volverse humana, acaba convertida justo en eso. Y ahora, con el oficial y su esposa, un matrimonio convencional y ordinario, que encarna la banalidad del mal como lo describió Hannah Arendt: son monstruos que viven en una casa de muñecas donde todo tiene una pavorosa simetría, y que una vez visitada, resulta inolvidable y sumamente reveladora.
Debo ser un enfermo, pero definitivamente creo que debe verse más de una vez.