Cándida aborigen: Poor Things de Yorgos Lanthimos

De un tiempo a esta parte, el visionario (no es hipérbole, es definición) cineasta griego Yorgos Lanthimos ha logrado una exitosa transición de ser iconoclasta sorpresivo (con su debut Kinodontas, que lo puso en el mapa) a ser figura de culto (con el éxito indie que le trajo The Lobster, la historia de amor más extravagante y brutal de la década, con unos espléndidos Colin Farrell y Rachel Weisz, incluyendo un cameo de Olivia Colman cantando pop en monótono), a entrar de lleno al mainstream, juntando a los espectadores casuales, que a los cinéfilos y a los fans, con The Favourite, que fue sin duda una de las mejores cintas de 2018, con un aquelarre de interpretaciones a cargo de Emma Stone, Weisz y la Colman, monumental como la Reina Ana (una figura auténtica de la historia de Inglaterra). 

Ahora regresa con Poor Things, la primera vez que trabaja la adaptación (a cargo de Tony McNamara, co-guionista de The Favourite) de una ficción ajena: la -virtualmente infilmable y decididamente compleja- novela del escocés Alasdair Gray, que desde su publicación en 1992 fascinó al cineasta, por lo que, se nota, es un proyecto sumamente personal y de pasión.

Aunque la novela tiene una estructura muy diferente -consta de una serie de manuscritos encontrados que se  vinculan y se refutan-, la trama en sí puede parecer engañosamente sencilla (para evitar spoilers, sólo haré alusión a lo más elemental para ponerlos en situación): Bella Baxter (una formidable Emma Stone en una interpretación tan delicada como aguda) es una mujer joven que vive en un Londres perteneciente a un universo paralelo en el que las convenciones steampunk son cosa de todos los días; su peculiar manera de ser -debe ser vista para entender de lo que hablo- es observada por el genial cirujano de avanzada Godwin “God” Baxter (Willem Dafoe, que debió ser nominado a un Oscar en vez del sacón de Ryan Gosling) y su fiel factótum Mrs. Prim (Vicki Pepperdine), quienes la mantienen virtual (y hasta cierto punto, felizmente) cautiva en una mansión que funge como laboratorio, morgue, guardería, residencia, escuela, clínica, biblioteca y mundo entero, para la joven. Ahí entran en su vida dos hombres: el dulce y sensible estudiante de medicina Max MacCandles (Ramy Youssef) y el libertino y lascivo abogángster Duncan Wedderburn (Mark Ruffalo, como nunca lo habían visto) que de manera paralela contribuyen, mediante sus fallas de carácter, a que Bella evolucione para alcanzar un destino revolucionario. Y hasta ahí mi sinopsis; al entrar a ver esta película, entre menos se sepa de ella, mejor.

Sazonada con humor ácido, un diseño de arte y vestuario sencillamente espectacular (aunque sería un error quedarse únicamente con la belleza superficial de la película sin considerar sus más que fascinantes y estremecedoras entretelas filosóficas y psicológicas) y algunos cameos interesantes, como el que hace la legendaria Hanna Schygulla (no es coincidencia entonces que haya algunas alusiones visuales a Querelle, la última película de R. W. Fassbinder, un nombre que tristemente no se menciona mucho estos días), así como un trabajo de cámara fascinante y subversivo a cargo de Robbie Ryan (que ha hecho obra impecable con Sally Potter, Ken Loach y Mike Mills, entre otros) que tiene ecos, en su uso de grandes angulares y filtros desconcertantes, entre otras películas, de Seconds (obra maestra de John Frankenheimer) y Vertigo (de Hitchcock, obvio). Siguiendo la particular idiosincracia de Lanthimos, la película es por partes iguales un cuento de hadas (al estilo Wes Anderson) y una pesadilla gótica (con ribetes de David Lynch), sin embargo, es un trabajo muy suyo: tiene una personalidad única, y lo que el espectador acaba por percibir conforme los episodios y escenarios que la componen – Lisboa, el barco, Paris, Londres- que es testigo y partícipe de la educación y empoderamiento de una mujer extraordinaria; una cándida aborigen completamente inocente la primera vez que la vemos, mientras sigue un sendero para convertirse en una criatura extraordinaria.

Lanthimos se ha establecido como un autor genuino (algo cada vez más difícil en esta época, y one-more-time, Noah Baumbach y la Gerwig NO son autores) y cada vez que presenta una historia, tiene su rúbrica muy personal; Emma Stone debería ganar un Oscar por este trabajo (pero uno supone que este es el año de Annette Bening, con quien la Academia tiene una deuda humillante, o de Lily Gladstone); es su paso definitivo a la madurez, a ser la actriz que ocupará en un futuro ya no muy lejano, el aura que poseen Kidman o Blanchett (en el mundo anglosajón). Por otra parte, es magnífico que la imaginación y la fantasía estén vivas y sanas en un periodo en que todo parece ser un pretexto para hacer anuncios de juguetes de dos horas, o remedos de cine para personas sin noción de la cultura o con déficit de atención; Lanthimos sabe cómo jugar sus cartas y qué tipo de historias quiere contar, y mientras haya cineastas como él y películas como ésta, hay esperanza de que no todo lo que llega al circuito comercial sea desechable.

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