Especial de cine: musicales

Leos Carax, Brian De Palma, Jim Sharman, Alan Parker, Bob Fosse, Damien Chazelle y Martin Scorsese se confabulan con la redacción purgante para proponer una nueva aproximación al género del musical en el cine.

Anette; Leos Carax

El género musical, como forma dramática, posee sus propias convenciones. Las cuales, si bien han evolucionado, conservan una serie de características entre las que destacan la espectacularidad, la incursión de la danza y el canto, alternando con escenas de diálogo que favorecen el desarrollo veloz de una historia que, a su vez, está decorada por las sonrisas y los movimientos amplios de los actores. En este sentido, el musical es una puesta en escena en la que incluso la miseria puede acompañarse de una colorida coreografía ejecutada por un cuerpo de bailarines dispuestos a celebrar los actos más insulsos del protagonista. Sin embargo, en el caso de Anette (Leos Carax, 2021) nos encontramos con un filme que desafía las convenciones del género, ya que pone en tensión una forma narrativa con una trama que coquetea con el cine de terror. El filme narra la historia de Henry McHenry (Adam Driver), un actor de stand up comedy, y Ann (Marion Cotillard), una cantante de ópera. La notable diferencia entre sus profesiones radica, en particular, en la relación que tienen con su público. Mientras el primero es mordaz y agresivo; la segunda está rodeada por un aura de adoración. How did the show go?, pregunta ella. I killed them, destroyed them, murdered them, responde él. Good boy, replica Ann. And your gig?, continúa él. I saved them, confiesa ella. Well you died so magnificent, sentencia Henry. El diálogo se desarrolla en un encuentro breve fuera de una inmensa sala de conciertos en la que Ann se ha presentado. Manejando una motocicleta y con un soberbio desdén, Henry se sitúa, desde el inicio, como un personaje provocador cuyos rasgos de personalidad no tienen la intensión de agradar al espectador. A medida que se desarrolla la historia observamos no sólo la degradación de su relación sino la incursión de un personaje: Anette, la hija de ambos, representada por una muñeca. Baby Anette, como se refiere a ella en el filme, hereda una voz extraordinaria cuya belleza está acompañada también por un deseo venganza. Anette, como filme y como personaje, pone en tensión la búsqueda de un ideal y lo absurdo de la búsqueda misma. De modo que las escenas musicales del filme se distancian de una composición dancística ordenada o de un despliegue vocal rimbombante para dar lugar a piezas disímiles cuyas letras semejan más a una sátira que a una canción romántica ordinaria. Asimismo, es notable la diversidad de piezas que componen el acervo musical de Anette y, precisamente, este contraste es el que confronta los acuerdos estéticos del género para indagar en el aspecto siniestro de los personajes y de una historia que cuyo tratamiento es inquietante y por ello, propositivo. 

El fantasma del paraíso; Brian De Palma

El anuncio comercial del Canal 22 mencionó que se trataba de una película basada en El retrato de Dorian Gray, novela de Oscar Wilde. Tenía 14 años, edad en la que ya había leído el libro. Intrigado por la adaptación cinematográfica referida, me desvelé para ver El fantasma del paraíso en televisión abierta pasadas las 10 de la noche. Para mi sorpresa, se trató de un musical. Pero no como los que conocía hasta ese entonces; Vaselina, Cantando bajo la lluviaAmor sin barreras resultaron distantes ante la nueva propuesta descubierta. Me dio miedo, mucho miedo. Swan, el magnate de la música interpretado por Paul Williams, me aterrorizó. No era un villano común y corriente ante mis ojos sino la materialización de la existencia de los pactos con el diablo. La escena de él en el baño que remite al Fausto de Goethe (lo cual supe tiempo después) me pareció escalofriante. Esa primera vez con El fantasma del paraíso fue impactante y quizá traumática por el personaje de Swan, quien se robó mi completa atención. Debí aguardar hasta el surgimiento del DVD para reencontrarme con la película. Ya en edad adulta y con otra visión de las cosas, mi interés se centró en el fantasma que personifica William Finley por su paralelismo con El fantasma de la ópera, pero con la notable diferencia de una máscara y una voz que lo hicieron sentir como un superhéroe trágico frente a la venganza que emprende, lo cual influyó para empatizar más con su causa. Más adelante, con otras revisiones, el tema relevante fue su director, Brian De Palma, uno de los grandes artesanos de Hollywood en la segunda mitad del siglo XX. Pese a aproximarse al concepto de una ópera rock, su musical cumplía con requerimientos específicos del género: canciones, coreografías, distintos planos y cámara en movimiento para dotar de dinámica a la narrativa. En su crítica a Cantando bajo la lluvia, Emilio García Riera especifica que el musical es el género del amor. Y eso no lo pude hallar en la obra de De Palma hasta haber devorado y digerido todos los elementos destacables que ofrece en su historia. Justo eso posee El fantasma del paraíso, es decir, la oportunidad de entregarse a diferentes personajes, secuencias y números musicales. Es como ver varios filmes distintos en uno solo. No obstante, se trata de un relato amoroso desde el ángulo de la tragedia. A pesar de su atmósfera estridente y psicodélica, así como un montaje que conduce al espectador en medio del delirio, la película brinda al público la posibilidad de darle un cierre emotivo con un gesto de afecto: el deseo de abrazar a Winslow. Incluso los espectadores tenemos más derecho a hacerlo que Phoenix (Jessica Harper). De hecho, se nos olvida que es “el fantasma”, pues lo dotamos de identidad y dignidad al llamarlo por su nombre, Winslow. La compasión es también una forma de querer.

Rocky Horror Picture Show; Jim Sharman

Joven, guapo y extremadamente formal -al punto de la represión-, el buen chico estadounidense Brad Majors, oriundo de Denton, Ohio (no se puede ser más gringo que eso), lleva a su prometida Janet Vice -er, Weiss- a dar un paseo en coche y acaban, verbi gratia una ponchadura, en la elegante y excéntrica mansión del no menos elegante y excéntrico Dr. Frank N. Furter, asistido por su factótum, Riff-Raff y su doméstica, Magenta. Con ellos vive una grupi sensacional y mordaz llamada Columbia y la llegada de la pareja ideal a este tugurio inmoral, es la anécdota principal de The Rocky Horror Show, obra magna de la sátira teatral y el musical subersivo creada por Richard O’Brien y Jim Sharman en el Royal Theatre de Londres en 1973 y convertida en The Rocky Horror Picture Show cuando la dupla consiguió llevarla a la pantalla (producida por Lou Adler) en 1975, distribuida por la 20th Century Fox, sin saber que se convertiría en la película de culto más famosa de su era. Subida de tono, pletórica de referencias cinematográficas textuales (y subtextuales) y con un delirante diseño de producción, la película no fue un éxito en su estreno, pero… (porque siempre hay un pero) no contaban con la astucia de un devoto grupo de travestíes, adolescentes y maricones de Greenwich Village, New York (no se puede ser más locota que eso) quienes la descubrieron como filme de medianoche y desde ese momento se ha convertido en una bacanal que cada año recibe más y nuevos iniciados que se saben las canciones -desde la primera frase de la entusiasmante y astuta ‘Science Fiction Double Feature’ hasta el lóbrego plañir de ‘Superheroes’-, los pasos coreográficos -de ‘The Time Warp’, reinventada por la magistral Julissa en su audaz traducción al español como ‘El baile del sapo’– y todas las líneas de diálogo. Tim Curry, como Frank, hace una interpretación soberbia: es un barítono cínico y sexy; el dulce travestista de Transexual Transylvania, maquillado a la Joan Crawford y con una subyugante fuerza sexual que lleva a la corrupción de los dulces y sensibles Brad y Janet. Como la parejita, Barry Botswick (que saca partido de su aspecto inofensivo y de su voz entonada) y una escuálida y adorable Susan Sarandon (que no puede cantar ni por favor, pero le echa ganas y tiene actitud, aunque se nota que le da mucho frío andar de acá para allá nada más en fondo, brassiere y pantimedias) son un agasajo y la película tiene todos los elementos necesarios para ir más allá de las convenciones del género que satiriza y subvierte – que de por sí ya para entonces estaba muy bajo de forma- y ofrece un vigoroso salteado de dobles sentidos, prurientas miradas y mensajes claramente sexuales que invitan al relajo y la aceptación con su célebre frase: “Don’t dream it/Be it!”. Elevada a indispensable cinta de culto, abrazada por las minorías que la entendieron y la amaron y trascendente pese a las intenciones de su autor, que solo buscaba echar desmadre y que nunca se imaginó la vida propia que su parodia de las películas de ciencia ficción y de ídolos juveniles de los 50 y 60, iba a tener. Hay una especie de secuela, también dirigida por Sharman, Shock Treatment (1981) que continúa las aventuras de Brad y Janet, pero ahora como prisioneros de un reality show -resultó súper profética-. Que la Sarandon y Curry no quisieran ser parte del elenco, la sumió en la oscuridad hasta fechas relativamente recientes, pero lo cierto es que todo aquél que se entrega al placer absoluto de esta película no la olvida jamás.

Pink Floyd The Wall; Alan Parker

Soberbia ficción consagrada al rock, devastadora regresión a la infancia y catártica experiencia sonora taladra tímpanos, Pink Floyd The Wall (1982) es, además, el detonante en el conflicto personal entre David Gilmour y Roger Waters. Este bizarro musical de culto narra la historia de Pink (Bob Geldof), un inestable rockstar que alucina con el pasado traumático que conlleva la falta de figura paterna, maternidad sobreprotectora, educación estricta, fracasos sentimentales y drogas duras, en medio de atmósferas surrealistas que recuerdan a la Segunda Guerra Mundial, el fascismo y los juicios de Núremberg. Pink crea un muro metafórico que lo separa de la atrocidad del mundo exterior, provocando una solitaria autodestrucción que solo se detendrá cuando el protagonista reviente los tabiques de sus traumas y vuelva a entrar en el cauce de su vida. El director Alan Parker decidió reducir al máximo los diálogos para que sean las canciones de Pink Floyd las que lleven al espectador de la mano a través de la historia; el filme sigue la estructura del álbum conceptual The Wall (1979), brillante disco doble considerado no solo uno de los puntos más altos de la banda, sino, además, aclamado entre los grandes trabajos de la historia del rock. La psicodelia de las secuencias animadas, cortesía del gran caricaturista y animador británico Gerald Scarfe, se vuelven momentos difíciles de olvidar, con su bizarra belleza. Pero es en la simbiosis música/imagen donde este atípico musical alcanza sus notas cumbres: Another Brick in the Wall pt. 2, con la fuerza metafórica sobre un sistema escolar opresivo que destruye imaginación y sueños, hasta la apoteósica destrucción del entorno y el renacer de esos jóvenes, que tiran sus máscaras para volver a existir. Comfortably Numb debe ser una de las secuencias más tristes y perturbadoras jamás filmadas, con una guitarra que llora desconsolada, regresión a la niñez pesadillesca mientras el presente se desquebraja implacable, sin piedad. Pink Floyd parece sondear en la dura realidad que acecha en las sombras, coqueteando con el existencialismo de Jean-Paul Sartre, al tiempo que crea un discurso musical que si bien es sórdido, no pierde la esperanza de un renacer, al salir del muro. Con una estridente proyección en el Festival de Cannes en 1982, que puso a temblar al mismísimo Steven Spielberg, Pink Floyd The Wall es parte de un legado en la cultura pop que se extiende al teatro y a legendarios conciertos en los lugares más insospechados del mundo. La música, capaz de convertir siempre la oscuridad en luz.

All That Jazz; Bob Fosse

Ganadora de la Palma de Oro en 1980, All That Jazz, más allá de ser un retrato íntimo en la turbulenta vida de Bob Fosse, es un testamento desesperado. Brillante en el papel del mismo Fosse, Roy Scheider habla con su mismo personaje sobre la verdadera cara del espectáculo; la que se encuentra tras bastidores, fuera de las luces que deslumbran a un público expectante, tiránico y voraz. Un hombre que con desvergüenza se burla de sí mismo y de su inexorable final. Una muerte que tras ella solo deja cabida a la apertura de la siguiente cortina… para el siguiente show. Ahí, en ese pulso de atmósfera de desazón y desesperación, tapada con la aparente asimilación de su condición humana, Fosse se desnuda ante las cámaras. La introspección artística, siempre pesimista, con la que se desenvuelve alguien prisionero de su trabajo, de su fama, de su arte, aunque, pensándolo bien, también podemos encontrar durante los 123 minutos del film a un falso modesto, un ego categórico que contrasta y se enfrenta con esa sensación fatalista que perdura durante toda la película. Por sobre todas las cosas, All That Jazz es un musical que muestra todas las costuras en sus planos, un ejercicio autobiográfico brutalmente honesto, una operación a corazón abierto (justo como la que tuvo Fosse antes de rodar la película) y que, de cierta manera, lo acercó a esa muerte con la que se dialoga en todo momento; en los monólogos, en la subjetividad, en la obsesión por el trabajo, en las alucinaciones, en la estética de un mundo hipersexual y, evidentemente, en la música.  

La La Land; Damien Chazelle

Nunca he sido realmente fan de los musicales. Hay algo en ellos que me parece irreal, que son fantásticos fuera de la verosimilitud; los monstruos y las naves espaciales me parecen mas creíbles que gente cantando al unísono espontáneamente en la calle. Quizás por ello me gusta La La Land. En muchos sentidos es un antimusical. Es un homenaje en contrario al género. Una historia de amor humana y realista: lejos de las ilusiones románticas, fatuas y bobas; con el dolor de lo cotidiano, de los sueños rotos al ganarse la vida en el mundo del arte. Si bien la música y las actuaciones son las protagonistas en el cuadro, los colores son el agente amalgamante. El azul, el verde, el violeta cargan con la secuencia narrativa visual, como el esqueleto de un cuerpo, obvio e imperceptible, que permite a los músculos moverse en libertad. Lo que los une a ellos desde afuera en sus triunfos, en su amor y sus derrotas. Una actriz y un pianista de Jazz, ambos románticos por derecho propio sobre su oficio: ella una idealista, el un tradicionalista. De todos los números en definitiva el mejor es el final. Cuando están separados. Cuando cada quien lleva una vida propia, entre los vericuetos del nivel de éxito que pudieron alcanzar. El encuentro, muchos años después, en un club de jazz, a través de una tonada íntima que los lleva a la esencia del amor romántico: la nostalgia del futuro inexistente; a los sueños que nunca se lograron y no por ello son menos valiosos. Ese encuentro desde nuestra tonada, en ese lugar que nunca existió, pero siempre será por siempre y para siempre. Con la despedida a través de una mirada que son su silencio dice: tú eres parte de mí alma. Te amo: siempre lo he hecho y siempre lo voy a hacer.

New York, New York; Martin Scorsese

Me van a disculpar, pero a mí sí me sedujo Scorsese con la idea de montar una cinta a la usanza clásica como homenaje a la época gloriosa de los musicales de la MGM y las big bands, alrededor de la volcánica relación entre un saxofonista errático (Robert de Niro) y la típica cantante de bar (Lizza Minnelli). Además, claro está, de demostrar que, como Michael Curtiz o Howard Hawks, podía facturar películas de culto en otro tipo de registros. De Niro no me parecía el personaje ideal para encarnar a esa suerte de Billy Joel melancólico, que ve al amor de su vida torear a los hombres de negocios que se dan cita en el bar. Primero, porque venía de filmar Taxi Driver; y segundo, porque estaba desesperado por hacer suyo al Jake LaMotta de Raging Bull. Así que el saxo man que interpretó terminó siendo, más bien, un hombre bastante repulsivo. Y lo peor de todo: incapaz de ser negro. En eso Scorsese fue leal a sus convicciones. Cine clásico, para rendirle homenaje a sus héroes formativos, con aroma canalla. El caso es que, según sabemos por Peter Biskind, el biógrafo del Nuevo Hollywood, el rodaje fue un desastre por tres motivos: un guión deficiente e inacabado, las adicciones de Scorsese y el turbulento affaire del director con la protagonista. La película tuvo tan mala suerte que tuvo que compartir taquilla con La guerra de las galaxias y «New York, New York», canción compuesta expresamente para el papel de Liza Minnelli en la película, la terminó inmortalizando Frank Sinatra. Para colmo, resultó que la guerra había acabado, pero la gente no estaba lista para enamorarse otra vez. 

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