Andreas Brehme, el instante del fuego

Mientras escribía las siguientes líneas, Cees Nooteboom escuchaba las campanas de las iglesias de Berlín. 

El repicar se parecía tanto al que se escuchó una semana antes en la Gedächtniskirche que al escritor holandés le perturbó esa forma peculiar de la sonoridad. Por unos momentos interrumpió su larga crónica fechada el 18 de noviembre de 1989. La capital alemana era el lugar de la Historia. Desde la rendición nazi de mayo de 1945 -acaso aquel agosto de 1961, cuando se construyó el Muro entre Oeste y Este-, Berlín no había vivido días tan frenéticos que repercutieran en el destino de la humanidad. 

Durante aquella tormenta e ímpetu del tiempo, Nooteboom añadía: “¿Cómo ve un pez el río por el que nada? No puede salir del agua para poner la cosa en perspectiva. Algo por el estilo está pasando aquí en Berlín. Todo fluye. A cada instante nuevos acontecimientos, nuevas noticias. Cuando salgo a la calle, en cuestión de pocos minutos me convierto en parte de una multitud en ebullición, se me acosa con titulares: ‘Adiós a la Isla’, ‘Alemania se abraza’, ‘El pueblo ha vencido’ ‘Ochocientas mil personas conquistaron Berlín’. Viejos con la mirada perdida que se encuentran por primera vez en treinta años a este lado de la ciudad, en busca de sus recuerdos…”

Agregaba que los jóvenes que nacieron después de la edificación del Muro y que quizá vivían a menos de un kilómetro se paseaban por un mundo que nunca conocieron, “caminaban con cuidado, como si el asfalto fuera a resquebrajarse a sus pies”. 

El Muro cayó nueve días antes de que Nooteboom escribiera aquellas líneas, a las que siguieron muchas, muchas más. Sabía de qué hablaba, había visitado en varias ocasiones el llamado Berlín dividido. Había pasado por el emblemático Checkpoint Charlie y había escrito sobre “la vida” en ambos lados de las nomenklaturas. 

En ese 9 de noviembre de 1989, Andreas Brehme, el gran astro de la zaga alemana, cumplía 29 años. Había nacido en Hamburgo en 1960, cuando todavía algunos alemanes del Este podían cruzar la línea de media cancha para celebrar las navidades o las pascuas con sus familiares y amigos de Occidente. A partir del 13 de agosto del año siguiente, aquello fue imposible. La “pared” -levantada con prisa macabra- impidió el tránsito en la Berlín ocupada por soviéticos, estadunidenses, franceses y británicos. Una gran parte de la ciudad, en la que se encontraban la Puerta de Brandeburgo, Alexanderplatz y la Isla de los Museos, quedó del lado rojo. Brehme, como los muchachos de su generación, creció con una seña de identidad: el puente aéreo que unía a Berlín occidental con el resto de la República Federal Alemana. 

Por extraña razón, la biografía de futuro defensa del Kaiserslautern estaría estrechamente ligada con la de la Alemania de la posguerra. 

Andreas aún no cumplía doce años cuando el comando Septiembre Negro irrumpió en la Villa Olímpica para tomar por rehenes a once miembros de la delegación israelí que competían en los Juegos Olímpicos de Múnich 72. Los hechos fueron transmitidos en directo por las cadenas de televisión de todo el mundo. El brazo armado de la Organización para la Liberación de Palestina rompió por primera vez la tregua en una sede olímpica. 

Los Juegos se interrumpieron para rendir homenaje luctuoso a los atletas y miembros del cuerpo técnico que, pese a los intentos de negociación de la policía alemana, murieron acribillados por sus raptores. Aquellas imágenes marcarían la existencia de los alemanes occidentales, que ya soportaban el intransferible peso anímico de las atrocidades nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Múnich era la primera ciudad alemana en albergar el olimpismo de verano desde Berlín 36, cuando el Reich llevó a cabo una propaganda política como no había sucedido desde el restablecimiento de las Magnas Justas en Atenas en 1896. 

Dos años después -el 22 de junio de 1974-, Brehme fue testigo de un partido único en la historia de la geopolítica. En aquel atardecer -y en plena Guerra Fría- se enfrentaron las selecciones de las dos Alemanias, la del Oeste y la del Este. La sede fue el estadio Volkpark de Hamburgo. Por la Federal alinearon, entre otros, los ídolos del adolescente Andreas: Sepp Maier, Franz Beckenbauer, Paul Breitner, Berti Vogts, Gerd Müller y Wolfgang Overath. De la escuadra Democrática poco se sabía en Occidente, pero un hombre sería determinante en aquel duelo del hielo: Jürgen Sparwasser, nacido en Halberstadt (Sajonia-Anhalt) en 1948, y por entonces figura indiscutible del FC Magdeburg, de la pseudoprofesional liga de la RDA.

Después de un tenso primer tiempo -con las ideologías en la espalda de ambas camisetas-, Sparwasser anotó el primero y único gol del partido en el minuto 77. 

El cuadro de Erich Honecker, secretario del Partido Comunista Alemán y líder de la República Democrática venció, contra toda predicción, al de Billy Brandt, canciller de la RFA. Beckenbauer tardaría mucho tiempo en recuperarse de aquella derrota. Pero el azar le premiaría con un “nuevo alimento del corazón”, como diría Goethe.  

Aún así, La Maquinaria alemana venció en la final del Mundial del 74 a Holanda en el Olímpico de Múnich -el mismo que se clausuraron los Juegos del 72- con goles de Beckenbauer y Breitner. Andreas Brehme, como el resto de los jóvenes alemanes, había pasado por un largo rato de angustia después de que Neeskens adelantó a la Naranja Mecánica -dirigida por Rinus Michels en el banquillo y por Johan Cruyff en la cancha- con gol de penalti en el primer minuto del encuentro. 

En aquel 7 de julio, Alemania (partida) ganó su segunda Copa del Mundo. Brehme no había nacido -aunque creció con el épico relato- cuando se produjo el “Milagro de Berna”, en el que La Maquinaria de Sepp Herberger se impuso a Hungría en el Mundial del 54. Günter Grass dedicaría un capítulo a aquella victoria en su libro Mi Siglo.   

Andreas Brehme sería -como metáfora goethiana de la tormenta y el ímpetu (Sturm und Drang)- actor principal de una de las épocas más contundentes de la Mannschaft: la de los años 80. 

Cuando llegó al Kaiserslautern -procedente del FC Saarbrüken- en 1981, la selección mayor de la República Federal ya había comenzado una década enciclopédica. En junio del 80 derrotó (2-0, en el Olímpico de Roma) a Bélgica en la final de la Copa Europea de Naciones. En la final del Mundial de España 82 perdió 3-1 ante Italia, en el estadio Santiago Bernabéu de Madrid. Cuatro meses después de aquella derrota, Helmut Kohl asumió el cargo de canciller de la República Federal Alemana; sería el último. En el césped de la política, a Kohl le tocaría cobrar la deuda del desastre futbolístico occidental de 1974. Y lo haría con insospechados intereses. 

Brehme vistió por primera vez la camiseta blanca en 1984, cuando la selección alemana transitaba por un cambio generacional. La campeona de Europa no pudo clasificarse a las semifinales del torneo continental que se realizó en aquel año en Francia. En aquellos días, el delantero inglés Gary Lineker hizo famosa una frase: “los alemanes no se cansan hasta que están arriba del camión”. La sentencia del astro del Everton (que después brillaría con el Barcelona) llevaba algo de razón. Alemania calificó -con un once lleno de juventud y pundonor- fácilmente al Mundial de México 86. Además de Brehme, se alistaron dos motores en el sistema mundialista: Lothar Mattäus, del Bayern Munich, y Rudi Völler, del Werder Bremen. Brehme, Mattäus y Völler pertenecían a la última generación nacida antes de la construcción del Muro de Berlín, antes de que el jinete negro de la noche comenzara a cabalgar. 

Antes de hacer el viaje a México, la selección alemana grabó una canción de apoyo a las víctimas del Terremoto que sacudió al Distrito Federal en septiembre -otra vez septiembre- de 1985. El México, mi amor se ganó el afecto y el agradecimiento de la afición mexicana, conmocionada por la peor desgracia natural en la historia del país. La consideración se interrumpió cuando los locales se enfrentaron a los alemanes en el juego de cuartos de final en Monterrey, el cual se dirimió en penales y terminó con victoria para los visitantes. Al margen del certamen, varios integrantes de aquel cuadro alemán destinaron fondos para ayudar a instituciones de asistencia social en Querétaro, ciudad en la que Alemania jugó sus partidos de primera ronda. 

Brehme ya era defensa del Bayern de Múnich cuando La Maquinaria se enfrentó en la final del Mundial mexicano a la Argentina de Diego Armando Maradona, quien nació en Lanús una semana antes (30 de octubre de 1960) que Andreas. El 29 de junio, después de una intensa batalla en el medio campo, la albiceleste venció 3-2 a la Mannschaft, con goles de Valdano, Burruchaga y Brown (por Alemania anotaron Rummenigge y Völler). 

Otra vez: los alemanes sólo se cansan hasta que…

Desde que Karol Wojtyla fue elegido sucesor de Pedro como Juan Pablo II, los planes de Occidente para echar abajo el Telón de Acero tomaron otro rumbo; más certero y más obstinado. Wojtyla era el primer papa no italiano desde 1523. Luego, en 1980, cuando Brehme debutaba como profesional, la irrupción del movimiento Solidaridad encabezado por Lech Walesa aceleró la urgencia de los tiempos. El Este era, en efecto, una cortina rasgada. Majail Gorbachov se convirtió en secretario general del Partido Comunista Soviético en marzo de 1985. Pronto se entregó a la tarea de promover grandes reformas al interior del Polituburó, la Glasnost y la Perestroika, señales que fueron bien recibidas por los líderes de Occidente; sobre todo por Margaret Thatcher, primera ministra británica, y Ronald Reagan, presidente de Estados Unidos. 

Entre el Mundial de México 86 y el de Italia 90 el mundo cambiaría para siempre. Y de nueva cuenta, como en el comienzo de las Guerras Mundiales, Alemania formaría parte del marco de los acontecimientos. 

Desde mediados de 1989 grupos de manifestantes por el libre tránsito se reunieron a fuera de la Iglesia de San Nicolás de la deprimida ciudad de Leipzig. El grito ¡Somos el pueblo! Se propagó rápidamente en otras regiones del país y no tardó en repercutir en países de la órbita soviética, como Hungría y Checoslovaquia, cuya frontera se abrió el 1 de noviembre. El 4, en la emblemática Alexanderplatz, una concentración multitudinaria se convirtió en el último aviso del derrumbe. Todavía en septiembre, en el festejo de la creación de la RDA, Honeker hablaba de un socialismo para muchos años más. La crisis económica le contradecía brutalmente. En el anochecer del 9 de noviembre, a pesar de los esfuerzos de la Stasi por detener el tránsito de refugiados, se abrieron varios puntos de cruce del Muro de Berlín. Después de duras negociaciones, en octubre de 1990 se declaró oficialmente la reunificación alemana; Helmut Kohl sería su primer canciller. La Unión Soviética desaparecería -ceniza de Revolución- dos meses más tarde…

Todos los caminos llevan al Olímpico de Roma.

Entre junio de 1980 -cuando venció a Bélgica en la Eurocopa- y julio de 1990 -cuando llegó a la final ante Argentina en el Mundial de Italia-, Alemania dio forma a una se las más grandes expresiones del balompié. Se convirtió en la primera -y única, hasta ahora- selección que disputó tres finales consecutivas de la Copa del Mundo. Jugó 124 partidos internacionales, de los cuales solamente perdió 25. Si todo comenzó en el Olímpico de la capital del Imperio. Allí debía terminar. Antes de cumplir treinta años, Andreas Brehme, convertido en baluarte del Inter de Milán, se proclamó como campeón del mundo. 

Pero el drama, máquina de grandes sentimientos según Schiller, estaba por estrenarse. 

Franz Beckenbauer recibió el “nuevo alimento del corazón” al ser nombrado técnico de la selección alemana antes del Mundial del 86. En su certamen de “prueba”, el Káiser tuvo la osadía de llegar al partido último. ¿Qué podía mejorar aquel segundo puesto? Claro, solamente la tercera Copa del Mundo. 

Beckenbauer, el príncipe de la paciencia, tuvo la serenidad suficiente para “armar” un sistema de juego imbatible. Como jugador, Franz tuvo esperar tres mundiales para coronarse en 1974. Había alineado en Inglaterra 66 y en México 70, torneo en el que perdió las semifinales ante Italia (4-3), en el llamado “Partido del Siglo”. Para diseñar el sedán todoterreno, el Káiser convocó, entre otros, a Brehme, Völler, Matthäus, Thomas Berthold, Klaus Augenthaler, Pierre Littbarski, Jürgen Klinsmann y Thomas Hässler. En el sendero a Roma, Alemania venció (otra vez) a Holanda, a la última Checoslovaquia y a Inglaterra, en la que aún militaba Lineker. 

Goethe dijo que Italia es un país rico de formas. Lo que sucedió en aquel 8 de julio fue la forma de una daga. Edgardo Codesal, árbitro mexicano de origen uruguayo, marcó una falta sobre Klinsmann en el área enemiga cuando quedaba menos de un cuarto de hora de tiempo regular en un partido duro como el acero. A pesar de los reclamos argentinos, Codesal mantuvo su dictamen: penalti a favor de Alemania.   

Aquel fue el instante del fuego.

Andreas Brehme recibió la orden del técnico Beckenbauer. La flecha fría del desquite descansaba sobre el césped. Brehme, el pundonoroso Brehme, tenía la pelota a sus pies. Disparó. 

El espíritu se rompió en la red. 
La portería tomó la forma del gol. 
Como en la crónica de Nooteboom: Alemania, reunida, se abrazó. 
Luego, el balón saltó entre el cielo y el infierno. 

Epílogo

Digno personaje de Los bandidos de Schiller, a Brehme -causante del tercer título de Alemania- el éxito le llevó a la catástrofe. La Naturaleza ambivalente del héroe: la que ama todo y, luego, el abismo. Endeudado, golpeado por las rocas de la desgracia, el astro del furor terminó sus días de penuria en esa metáfora de la muerte a la que llaman desdicha. El que saltó por encima de los hombres, el que escribió una memorable página de la historia del futbol, descubrió que la vida es como el juego: los remates siempre llegan desde los extremos. Solamente las victorias y los fracasos merecen la atención de la tinta. Diría Goethe: el abismo del sepulcro está eternamente abierto. Con las astillas de la autodestrucción, Brehme diseñó sus aletas de pez. La noche es la superficie del río. 

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