Weimar.- Desde que la Unión Europea decidió convertir a esta ciudad como capital de la cultura, se invirtieron en ella más diez mil millones de marcos -los euros llegaron después- para rehabilitarla de las secuelas de la guerra y de los 40 años de socialismo de estado. La reconstrucción de la maravillosa ciudad comenzó poco después de la caída del Muro de Berlín y terminó poco después del inicio del siglo XXI. Fue un proceso largo y delicado que pudo llevarse a cabo gracias a la paciencia y tenacidad de una comunidad especializada en la solución de grandes problemas. El resultado es este: los edificios que le dieron fama en el resto del continente han sido restablecidos en sus diseños originales, sus calles peatonales del centro medieval conservan su misma esplendorosa belleza, y sus bosques, en los que Goethe enriqueció su espíritu, recobraron la armonía natural que provocó el surgimiento del Romanticismo alemán.
Para llegar a la casa de Goethe hay que caminar tres kilómetros entre bosques que hablan en griego. Entonces, el viajero llega a esa dimensión que tanto obsesionó a Gustav Mahler: la no existencia. Sólo rebasando el límite del sentimiento se llega a la insensibilidad.
Aquí habitan los dioses que hablan al oído y producen esa especie de transmutación superlativa del alma, que tanto preocupó a los platónicos. Parece mentira, en el sitio donde ha sucedido todo, en realidad nada ha pasado. Este cielo turquesa, este jardín, esta hierba conversó con el poeta mayor de los alemanes y ahora convidan el banquete con todo aquel que ha logrado zafarse del brazo del ego.
Schiller, el pobre del grupo que hizo posible la unidad espiritual de lo que hoy llamamos Alemania y el amoroso de la libertad, caminó por este lugar en busca del hombre que determinaría su obra. Goethe, favorito del duque Carlos Augusto, llegó a convertirse en el segundo hombre más rico de este pueblo que se ha convertido en uno de los favoritos de los turistas que visitan cada año Alemania.
Goethe nació en Franckfurt, pero hizo la vida aquí con un francés muy torpe y con genio bien erguido, casi sin salir de casa. Una larga visita a Italia y un par de escapadas cercanas fueron sus únicas salidas de la actual capital cultural de Europa. “Me preocupan más mis actos buenos que mis pecados”, escribió en una carta temprana. Lo cierto es que sus actos buenos le llevaron a ganarse un lugar en la nobleza weimariana. Sólo así se pudo dar el lujo de patrocinar a los jóvenes que comenzaban una carrera artística, en la dramaturgia, la literatura y la poesía. Su Werter, una especie de best seller de la época, confirmó ante el duque sus dotes para clásico de las letras universales.
De la vieja biblioteca de Weimar, dueña de un acervo maravilloso, sobrevive aún una parte de su acervo y la forma arquitectónica que sobrevivieron al incendio de hace un par de años que provocó una forma de luto entre sus habitantes. Aquí, en el Hotel Elefante, construido en el siglo XVII, acostumbraba dormir Adolfo Hitler en cada una de las cuarenta visitas que hizo a Weimar durante los años del Reich, en los que se aprovechó de las obras de Schiller para persuadir a una nación con el autoestima por los suelos a juntarse sobre un mismo objetivo histórico: la supremacía alemana por encima de todas las razas de Europa y del mundo.
No fueron pocos los que en esta ciudad- en la que renació el extraordinario Franz Liszt, quien además de aportar piezas de exquisita composición, fue el primero que presentó las primeras obras de Wagner -se adhirieron incondicionalmente al nacionalsocialismo desde antes del 33, que fincó aquí uno de sus grandes bastiones electorales.
El Tercer Reich capituló el 8 de mayo del 45. Luego vino la ocupación de Alemania por las cuatro potencias aliadas, Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos y la Unión Soviética. Weimar quedó del otro lado de la Cortina de Hierro (título que se debe al lado del muro que vieron los alemanes del Este porque el que daba la cara a los del Oeste estaba conformado por bases de concreto de decenas de toneladas), por lo tanto quedó ajena al mundo. Por aquellos años de la Guerra Fría los habitantes de la RDA se atrevían a decir que vivían en la RDA más grande del mundo. Este era su universo: sólo el Este alemán, adentro todo afuera nada.
Ese arrollador paso de la Locomotora de la Historia ha provocado que los grandes brotes de neonazismo se produzcan en las viejas ciudades del Este con más frecuencia que las del Oeste.
Weimar, en la que Goethe murió a las 11 de la mañana con 26 de minutos del 22 de marzo de 1832 (en su casa, que ha sido rehabilitada con genuina paciencia, se conserva la cama en la que dio el último suspiro y la biblioteca del poeta que llegó a albergar siete mil libros de los cuales dejó pendientes de lectura un poco más de dos mil), sigue siendo hostil al extranjero. En el café de Internet hay dos máquinas vacías y tres ocupadas. Los jóvenes que las utilizan llevan ropa y botas negras, el cabello cortado a cero y un par de símbolos nazis en el hombro derecho. No dicen nada, es verdad, pero no necesitan decirlo porque los viajeros lo advierten todo: en este territorio no caben los pronombres en plural, el nosotros queda fuera del establecimiento.
Una de las formas que tiene la inseguridad para darse a entender es la intimidación. En eso: estos jóvenes se sienten invadidos en un espacio que creen suyo. Su torpe mecanismo de defensa contra lo externo les obliga a marcar sus fronteras como lobos. En ocasiones, sobre todo en las que el visitante no logra darse cuenta de la advertencia, el reto de las miradas se ha convertido en agresiones verbales o físicas y lamentablemente, en raros ejemplos, en homicidios.
A unos kilómetros de aquí se encontraba, eso es lo paradójico de la historia, uno de los campos de concentración más atroces del régimen nazi en el que murieron varios cientos de miles de judíos, homosexuales, gitanos y latinos. La estructura necesita de enemigos identificados para obtener el objetivo que el destino (casi siempre recurre a elementos superestructurales) les ha marcado. Entre lo más bello y los más abominable, en muchas ocasiones, hay unos cuantos pasos de distancia. Pero en ningún lugar del mundo el ejemplo es más patético. Entre Weimar y Buchenwald, no hay siquiera media hora de recorrido en autobús.
Ahora que Alemania es la casa del mundo, le vienen las preguntas pendientes de responder. ¿Cuál debe ser el camino correcto para que la integración alcance a las viejas ciudades del este, en donde el desempleo sigue siendo más alto que en el Oeste? Weimar no es sede olímpica, pero seguramente muchos de los asistentes al Mundial harán el viaje hasta este lugar para bañarse con el agua de la poesía mayor de Goethe. Algo queda claro cuando se siente la xenofobia desde la grana: la reforma cultural alemana tiene, al mismo tiempo que se hace de la voz cantante de Europa, la difícil tarea, por lo demás interminable, de la formación interna de ciudadanos del mundo ajenos al lenguaje primitivo del fundamentalismo.