Ich bin ein Berliner!!
John F. Kennedy; 26 de junio de 1963.
Iniciaba 1989 y en el horizonte podía ver el futuro. Terminaba la preparatoria, cumpliría la mayoría de edad (dieciocho años), tendría mi cartilla del servicio militar nacional y finalmente estudiaría en la universidad. Todo al alcance de la mano, lo podía sentir. Mi generación fue la última en gastar colores rojos rellenado a la Unión Soviética en los mapas con división-política-y-sin-nombres que se vendían en las papelerías. Había sólo una capital: Moscú. Más “difícil” era entonces distinguir los puntos cardinales, el este del oeste: la Republica Democrática Alemana de la República Federal Alemana.
En la niñez jugué la sencilla: el equipo azul eran los del este y los de blanco eran los del oeste, los campeones. Me intrigaba ese partido que en que se enfrentaron durante del Mundial del 74. Yo no tenía edad para verlo. No, no era clasificación “C”, pero mi corta edad no lo hizo posible. Y sí, también me perdí la copa del mundo en la que brilló Cruyff.
No entendía muy bien el asunto de las dos Alemanias. Presumo que ellos tampoco. Crecí en un mundo amenazado por el fantasma de un holocausto nuclear. Cada año alguna noticia o evento hacía pensar en ello. No era la crisis de 1962, con los misiles de Cuba post-Bahía de Cochinos, pero siempre había algo en el tablero. Fue en 1979, luego de que Pink Floyd editara su álbum doble “The Wall”, que tuve cierta conciencia del muro. Lo escuché en la radio sin mucha idea. Tenía ocho años, no se me podía pedir una disertación a esa edad, pero sí alguna pregunta a mi papá.
Los aliados y el telón de acero. Los “buenos” contra los “malos”. El Pacto de Varsovia y la OTAN. Si bien los alemanes nunca fueron desterrados por los guionistas de Hollywood en los ochenta, la cosa era fácil: los rusos siempre eran los villanos. Una visión occidental del problema, una solución muy simplista. Mr. Gorbachev, tear down this wall!, exigió Reagan en 1987, en un discurso frente al muro. Incluso Rocky Balboa tuvo que ir a dirimir diferencias al corazón de la Unión Soviética. Todo un embajador de la paz, que tras emotivo monólogo, el personaje de Gorbachov se puso de pie para aplaudir.
El mundo parecía condenado a no entenderse (lo sigue haciendo de otra forma), pero era claro que unos y otros jamás lo intentarían de forma sincera. Berlín era solamente un escenario de una obra gigantesca, donde los guionistas no tenían que vivir el día a día de los actores, durante los veintiocho años -a partir del 13 de agosto de 1961- en los que el muro dividió no sólo familias y amigos. También lo hizo con la historia, la ideología. Ciento cincuenta y cinco kilómetros de separación. Una pared de hormigón de entre 3,5 y 4 metros de altura, con un interior formado por cables de acero para aumentar su resistencia. En la parte superior colocaron una superficie semiesférica para que nadie pudiera agarrarse a ella.
Llegó una nueva década: los años ochenta, un caldo de cultivo que se coció a fuego lento. Durante esos años fueron muchos los puntos de desencuentro y sucesos que fueron calentando la historia. La URSS encontró su Vietnam particular en Afganistán, la guerra entre Irak e Irán, la caótica situación del nunca acabar en Medio Oriente (nada nuevo), un actor que se convirtió en presidente de los Estados Unidos, la guerra fría (boicots olímpicos incluidos) usando de campo de batalla el deporte, el fin de las dictaduras en Latinoamérica, la bonanza económica en occidente, las invasiones estadounidenses a Granada y Panamá, la guerra en Malvinas. Y conteniendo, el muro resistía con muchas dificultades el embate de unas cinco mil personas que lo intentaron cruzar, tres mil de ellas detenidas. Aproximadamente unas cien murieron en el intento. La última en febrero de 1989, el mes que reiniciaba clases de mi último año de bachiller, tras un mes de suspensión por contingencia ambiental. En mayo de ese mismo año, Hungría abrió sus fronteras con Austria. La pared se empezaba a resquebrajar visiblemente.
Cumplí los dieciocho, aún no tenía barba, completé el trámite de ingreso a la Universidad. Aprobé el examen, pagué (es un decir, lo hizo mi padre) la matrícula y estaba listo para ingresar al pináculo del sistema educativo. Pero algo sucedió, inesperado, Algo semejante a aquel mes de noviembre de 1989. Tras la renuncia de Hoenecker, el hombre fuerte de la RDA, en el mes de octubre, las grietas se hicieron más grandes. Krenz su sucesor elaboró un borrador de una nueva reglamentación migratoria, la burocracía y la Stasi, se encargarían de elaborar un texto pero concluyeron que dicho proyecto no era factible, y en vez de ello, elaboraron una nueva propuesta relacionada con la emigración, el viaje y las estancias temporales. Ello habilitaba a que los ciudadanos de la Alemania Oriental podían solicitar permisos para viajar al exterior, sin tener que cumplir con los requisitos anteriormente necesarios para realizar dichos viajes. El primer golpe del mazo lo dio el Politburó, el 9 de noviembre permitiendo salir del país a través de los puntos de cruce entre Alemania Oriental y Occidental, incluyendo Berlín del Este y el Oeste. Más tarde, ese mismo día, la administración del ministerio, modificó el texto incluyendo los viajes de ida y vuelta de ciudadanos. Las regulaciones se aplicaban a partir del día siguiente, el 10 de noviembre. El muro fue derribado. Era el fin de una era. El inicio del fin de la Unión Soviética y sus países satélites. La historia, en nuestras narices, cambiaba de carril y daba vuelta en la rotonda.
Pero la historia no tuvo en cuenta mi opinión. Yo residía de momento en un suburbio de un pueblo, al sur del estado lechero de Wisconsin, en Estados Unidos. La caída del muro llegó a mis ojos dos días y cinco horas después. La burbuja social dentro de la cuál habitaba no se vía afectada. La universidad, la cartilla y el futuro habían quedado aparcados en algún sitio. La barba tardaría en aparecer; el futuro llegó tarde a mi vida.
El mundo sería otro a partir de entonces. Los guionistas tardaron once años, nueve meses y diez días en encontrar a un nuevo villano.