Si llega a salir algo mal decime, gordi, susurra Luna mientras me abraza. Mis brazos cuelgan anestesiados. Los chicos de sexto salen gritando y nos dan codazos, la portera putea por lo bajo y los ángeles de la fuente de la plaza de enfrente siguen escupiendo agua. Todo sigue igual para ella, no tiene nada que no pueda controlar. Le digo gracias y encaro para la plaza. La farmacia está a cinco cuadras. Camino nerviosa, entre bocinazos de taxistas y padres que van a buscar a mis compañeros, albañiles que me chiflan y gritan lo irreproducible mientras el viento hace bailar mi pollera cuadrillé. Paro en una esquina para sacar un chicle de frutilla de mi mochila y lo meto en mi boca, casi lo trago entero, como si fuese una pastilla. Mastico con rabia para que todo el sabor ilumine mi lengua. Miro arriba, las palomas paradas en los edificios escapan de un lado a otro, sin saber muy bien a dónde ir.
Cruzo calles en modo avión, a veces levanto la vista un poco y veo a personas que, como Luna, caminan con rostros que no esperan más que lo predecible. Mi sudor salado baja por mi cara pero no hay tiempo para sacarme el buzo. Llevo las mangas azules a mi frente para secar ese río turbio. Solo falta una cuadra. Cruzo la peatonal y veo la farmacia de lejos, piso solo las barras blancas ennegrecidas, como si fuese un juego que me da suerte. Tarareo una canción que inventan mis nervios y entro a la farmacia de la esquina dejando las cinco cuadras y todo lo demás atrás.
No hay nadie más. Un señor más grande que mi papá me atiende y solo digo que me de un test de embarazo. Sus cejas se elevan y cruzan el marco de sus anteojos. Pregunta cuál quiero y le digo que me de el más barato. Empiezo a contar billetes y monedas perdidas de mi mochila que estuve recolectando desde hace semanas, cada vez que mamá me daba para el recreo o papá me daba el vuelto de un peaje. Le pago al señor con mi banco ambulante que apenas llega al precio. Me guardo la caja rosa en la mochila y salgo.
Miro la hora para llegar rápido a la puerta de la escuela, la excusa es que una compañera que vive a cinco cuadras tenía que darme un trabajo práctico. Desando más nerviosa y más rápido las calles como un robot automático. Saco un cigarrillo mentolado que me prestó Luna y dijo que lo pruebe si estoy nerviosa. Lo prendo con un encendedor perdido que le robé a papá. Pienso si los grandes que caminan me notan y piensan que solo soy una pendeja rebelde que fuma. Mi primer cigarrillo me marea y mi estómago pide la comida de mamá. Llego a la puerta de la escuela y me camuflo entre los pibes que se quedaron ranchando ahí. El auto negro de papá llega justo y me subo atrás rápido con un portazo que hace que me grite más despacio con mi auto. Le pido disculpas y me seco una lágrima que nadie ve. Mi hermana está al lado jugando al Candy Crush, mamá se pone rimel con la ayuda del retrovisor, papá solo acelera.
Como empanadas que quedaron del fin de semana y me voy a acostar, preparo mi siesta porque hoy no tengo gimnasia. Me llega un mensaje de Luna que pregunta qué salió con emoticones de bebés y mamaderas. Para ella es un juego, una historia dramática que nutre sus días desde hace semanas. No la culpo, pero no termina de entenderlo. Me envuelvo entre las frazadas como si la cama fuera un nido y no quiero pensar en el resultado ni en cuándo ir al baño y hacerlo. No quiero pensar en nada. Escucho los sonidos del Candy Crush de mi hermana que ascienden desde la cama de abajo y hoy no tengo ganas de bajarme y discutir para que deje de jugar y haya silencio. Me duermo sabiendo que mañana temprano voy a tirar un peso y pedir un deseo en la fuente de la plaza antes de caminar al colegio para ver a las monjas con sus ropas que tapan todo el cuerpo.