El oficio de historiar te permite viajar: Jorge F. Hernández

Es bien sabido y explotado que recordar implica pasar por el corazón, pero el vehículo para que lo vivido vuelva a él necesariamente toma como motor la memoria. Jorge F. Hernández viaja en ese vehículo en su último libro, Un bosque flotante. El escritor, nacido en la Ciudad de México cuando aún era Distrito Federal, en 1962, relata la historia de su infancia, testimonio de la recuperación de la memoria de su madre, y rinde homenaje a la amistad como luz en la oscuridad de un bosque y una ciudad blanca. Mientras Hernández aprendía en inglés lo que era el mundo desde el bosque de Mantua, Washington, su madre May reaprendía y recuperaba parte de lo que una trombosis cerebral se llevó de ella. En ese mismo bosque, Hernández perfilaba una vida llena del aprendizaje de la escritura, labor que deja huella con sus libros y columnas que lo sostienen ahora en una vida entre México y Madrid. Allí, en un café que no pertenece a la época donde las pantallas son sinónimo de conocimiento y memoria, Jorge F. Hernández lleva el color morado en su tinta y en detalles de su vestimenta, como sus calcetines o corbatas, hablando sobre su obra más reciente, también la más íntima.

Si bosque es memoria, ¿qué es olvido?

La metáfora es dual porque yo creo que la amnesia de mi mamá es que también estuvo perdida en un bosque. Y el olvido, la metáfora más inmediata de niño, era la nieve. Cuando todo se ponía blanco es que se borraba todo. Mi mamá fue la que dijo que, si acaso, te das cuenta por las huellas quién pasó por donde pasó hasta que vuelva a nevar y entonces ya se borra eso. Algo de eso está en la anécdota que menciono de los Reyes Magos. Hasta la fecha sostengo que sí estaban las pisadas del elefante, del dromedario y del caballo. Solamente un tío me lo creyó y salió a verificarlo conmigo. Pero el olvido está en la página en blanco.

Usted escribe que la nieve también puede ser negra.

Sí, pero porque yo decidí escribir sobre eso para un trabajo que encargó Mrs. Grabsky y creo que desde niño tenía la enfermedad de la literatura por culpa de ella. Yo quería contrastar todo el fervor de White Christmas, porque cuando se quemó el árbol de mi casa, mi papá se quemó y fue a dar al hospital, lo que más me impresionó fue ver la nieve negra. No sabía que se podía poner negra. Se ponía marrón, y también menciono que se ponía amarilla porque esa es la broma eterna. Pero la nieve negra es la antítesis de la utopía.

¿Recuerda el momento preciso en el que quiso escribir este libro?

Sí, recuerdo cuando Mrs. Grabsky se volvió más que vecina antes de ser maestra y con mucha confianza yo sentí la obligación de contarle lo que pasaba en mi casa. Para mí era muy angustiante que mi mamá preguntaba cosas y esperaba la respuesta en español y yo no tenía las palabras para decírselo. Mi padre, que es entrañable y es un personaje adorable, siempre llegaba a las dos de la mañana y era porque andaba de bohemio. De vez en cuando llegaba temprano.

Cuando pasó lo que pasó con Bill de milagro llegó temprano, si no quién sabe cómo hubiera terminado la novela. Sobre todo yo sentí que quería ser escritor cuando empecé a leer. Yo creo que muchos no lo aceptan, pero es por envidia o por ganas de ser Mark Twain.

¿Quién le daba envidia?

Me daba mucha envidia [Carlos] Fuentes cuando lo conocí porque hablaba perfectamente sin acento francés, inglés, español. Estaba guapísimo. Tenía un suéter de cuello de tortuga. Me parecía que era un gigante al lado de mi papá y creí sinceramente que era el dueño de la biblioteca más grande del mundo. «Eso es lo que yo quiero. Ese es el verdadero bosque». El verdadero bosque son las librerías y las bibliotecas.

¿El bosque de Mantua ha cambiado?

Ahora tiene muchas más casas. La generación que fuimos niños ya no vivimos allí. Todos regresamos, todos vamos de visita. Brenda, Bill, John Fish, Bruce Harding, todos. Pero ya perdimos el ancla. Hay una estación de metro muy cercana, entonces la conexión con la ciudad blanca ya es instantánea cuando para nosotros no lo era. Había que tomar la carretera, la ruta 50, que también por eso llegaba tarde mi papá. Mi papá seguía trabajando en el corazón de Washington y se iba al bosque, no había de otra más que ir en coche. En la escuela es muy desconcertante que ahora hay letreros en español. Hay muchos niños latinos, mucho oriental. Y en el condado hay mucho restaurante mexicano cuando lo mexicano solamente estaba en mi casa. Si acaso había algo de México en casa del Doctor Morales, que de vez en cuando atendía a mi mamá. Pero el Doctor Morales vivía en Estados Unidos desde los años cincuenta, entonces era norteamericano puro y duro.

Cuando era niño, ¿era el único que vivía en otra lengua en casa?

No. John y Jeff Fish hablaban coreano en su casa. En casa de mi mejor amigo Lowell Milter se hablaba yiddish. Éramos una comunidad variopinta y muy globalizada, avant la lettre, pero al mismo tiempo no éramos capaces de integrar a los negros, aunque sí había niños de las comunidades diplomáticas. Había una niña preciosa llamada Nahili Ramji, hablaba no sé si farsí. Cuando había reuniones escolares, muy a menudo, había un afán por explotar eso. Nosotros éramos la generación con la que se inauguró Disneylandia y la cancioncita de It’s a small world, entonces esa tonadita a cada rato la tocaban en el cole porque hacían festivales e íbamos disfrazados. Yo de charro, siempre, con un traje que picaba, por cierto.

¿Cómo definió la tele a su generación?

Muchísimo. Mantua Elementary School fue piloto de pruebas entre otras muchas primarias para un programa que estaba por salir que se llamaba Sesame Street [Plaza Sésamo]. En mi caso, como no había ningún adulto que me lo impidiera, yo veía mucho The Twilight Zone, las noticias, Sixty Minutes, programas que eran para adultos. A través de la tele también llegaban noticias de Vietnam, que era el horror. Era otro bosque.

¿Cómo entendía Vietnam con la perspectiva de un niño y cómo lo entiende ahora?

Estrictamente como niños jugábamos a que éramos el Vietcong o los marines. Yo siempre preferí ser del Vietcong, de los malos. El papá de Bill, [el señor Connors], que era periodista del Washington Post, nos regaló otro tipo de libreta. Quizá por eso Bill es hoy periodista y yo quizá publico en periódicos desde hace treinta años mis pendejadas, porque él nos quitó la parte infantil de eso y nos metió la obligación de informar. Casi todos los días informábamos sobre el bombardeo en Danang, los que cayeron presos en el Hanoi Hilton. Por lo menos dos veces por semana hacíamos nuestros informes periodísticos, leíamos mapas. En realidad seguimos siendo niños pero la labor de talacha reporteril nos dejaba en medio: ya no éramos niños y al mismo tiempo no éramos adultos.

Si el señor Connors te pidiera las cinco doble ú de la recuperación de May, ¿cómo las habrías escrito para él?

Where: fue en la casa. When: cuando ve la fotografía y recuerda exactamente quién la tomó. Who: ella está por delante, pero también tiene un papel protagónico mi tía Lola, que jugaba a la memoria con ella. También Mrs. Grabsky, que es la que me ayudó a entender lo que en realidad era un milagro. What: que en realidad lo que recordaba mi mamá estaba en México y no tenía nada que ver con el bosque, ni con Estados Unidos, ni con el inglés. La memoria de mi mamá estaba en otra época, en otro país y en otro idioma. Why: eso sí no sabemos. ¿Por qué? Yo creo que hubo muchas instancias para que fuera recordando poco a poco, pero el hecho de que ese fue el detonante de su recuperación casi total es inexplicable. Tan inexplicable como el cómo le dio.

La trombosis se llevó la memoria de May, ¿qué no se llevó de ella?

Siguió siendo muy bella, pero ya era más seria. Según ves las fotos y las películas, era más jacarandosa. No se llevó la simiente musical, aunque dejó de leer solfeo y dejó de tocar el piano. La esencia musical que tenía ella en el alma la mantiene hasta el día de hoy. Eso se ve cuando escucha a Zuaraz, a mis hijos. Dejó de pintar. Pintaba muy bien al óleo, pintaba muy bien —fíjate, qué curioso— naturalezas muertas, las llaman. Ya no volvió a pintar jamás. Pero la simiente, la pulpa que la hacía pintar ahí estaba porque en los dibujos que empecé a hacer yo o mi hermana, que es la verdadera artista, es diseñadora gráfica, la sensibilidad visual la seguía teniendo intacta. No se llevó la voz, porque era exactamente la misma aunque ya no sabía exactamente qué decir.

¿Ya leyó May el libro? ¿Qué pensó de él?

Hace cinco años mi hermana le leyó la versión mecanoescrita y ahí como que pasó de noche. Ya hasta que lo vio impreso, con la fotografía de la portada que refleja tal cual una escena de la novela en que por azar estoy yo en primer plano mirando a mis amigos. El narrador está de espaldas siempre al lector y el lector repta por encima de los hombros, y eso le pasó a mi mamá. De pronto se parapetó encima de los párrafos y ella misma empezó a recordar otras cosas. Hasta la fecha sigue perforando recuerdos, al mismo tiempo en que por la edad —tiene 92 años— ha empezado a olvidar cosas. Recientemente se la volvió a leer por segunda ocasión una enfermera y ella está fascinada con el bosque.

Respecto a los países y sus idiomas, esto usted acabó de escribirlo en Madrid. ¿Se lee igual en México que en España o le han dicho cosas distintas?

Por ejemplo, la editorial para la cuarta de forros de la edición española me pidió que simplificara el texto como si los lectores españoles no entendieran lo que redacté para la edición mexicana. Son diferentes. El triángulo se cierra perfectamente porque de niño el español me llegaba por supuesto de México, pero también de muchos españoles que eran amigos de mi papá en Washington de la comunidad diplomática. Haberlo cerrado aquí también tiene que ver con que yo la terminé de escribir trabajando en El País, entonces había una conexión con Bill, que estaba en un periódico, yo que también estaba en un periódico y me sentía muy orgulloso de estar en el mismo lugar que mi amigo. Siempre he tratado de seguir la huella de mis amigos mayores. Me pasa con Bill, me pasa con Antonio Muñoz Molina y con Lichi, Eliseo Alberto. Si te das cuenta, siempre estoy siguiendo la huella de algún gigante.

¿Aprendemos colectivamente?

Por supuesto. La memoria por lo visto no es un asunto exclusivo de que mi madre quiso recuperar. Fue un trabajo de todos los que la ayudaron y por lo visto la historia también. Yo que estudié Historia, ahora estoy cada vez más convencido de que para poder viajar bien al pretérito tenemos que ir bien acompañados y llevar maletas, llevar valijas.

¿Por qué importa saber Historia y viajar al pretérito en un mundo en el que podemos sencillamente clicar unas palabritas y encontrar tantas respuestas?

En primer lugar, por placer. Es mucho más placentero montarte en el tren de la imaginación y esa especie de máquina del tiempo que son los documentos y los libros. El clic te resuelve el antojo, pero no es muy placentero. No se saborea. En segundo lugar, porque tiene razón Cervantes, «es un espejo del presente y un aviso del porvenir». Hay historiadores que yo respeto mucho que viajan al pasado para no repetir cosas. Bueno, ese es uno de los sentidos que tiene el oficio. El oficio de historiar también te permite simplemente viajar al pretérito para atesorar antigüedades y eso también mola. Ir acumulando muebles antiguos no está nada mal. En otra instancia sí se ven en los números del pasado muchas de las claves secretas de las cosas que no entendemos hoy en día. Son cosas que también sirven para edulcorar las sobremesas. Siempre es bueno viajar al pretérito para explicarle a alguien que cuando se le pusieron estribos a la silla de montar cambió el mundo. Mientras no había estribos, no podías cargar espadas pesadas, no podías arar la tierra como se debe, cobijando la semilla. También por eso el oficio de historiar me ayuda como novelista o cuentista.

Esta novela la escribió originalmente en inglés. ¿Se siente cómodo en ambas lenguas al escribir?

Por supuesto, pero hay cosas que yo recuerdo en inglés y en particular esta historia es totalmente gringa. Es una novela gringa aunque el personaje sea mexicano y hay chistes que solamente funcionan en español y hay cosas que solamente funcionan en inglés. Estoy muy feliz por que pueda ahora salir en inglés tal cual y ver cómo va a ser leída en inglés. Eso también va a ser interesante porque evidentemente el mundo anglosajón tiene muchos más individuos que comparten exactamente el mismo pasado. Es muy amable que en España y en México se ha vendido mucho, pero es una amabilidad un poco impostada porque el lector tiene que transportar esto a su propia historia, a su propio pasado, a su propia infancia. En cambio, los que lo lean en inglés van a leer su infancia tal cual, porque hubo miles que crecieron en bosques que están clonados en todos los Estados Unidos.

Siempre usa el ejemplo del vaho para evidenciar que hay realidades que no existen en inglés, ¿qué otra realidad no se vive en ese idioma?

O al revés: por ejemplo, en inglés decimos tip of the wind, o flowing with the breeze. Decirlo en español no vendría a cuento. Y al revés, muchas cosas que decimos en México como «me cae de madre», es muy complicada la literalidad de eso en inglés. Palabras sueltas, por supuesto, cambia totalmente el sentido cuando tú en el menú ves avocado y aguacate. Es diferente, hasta el sabor parece distinto.

¿Cómo se leería Un bosque flotante en italiano, en farsi, en alguna traducción que se llegue a hacer del libro?

He coqueteado yo mismo leyendo en voz alta cómo se oiría en italiano, en francés y creo que cada idioma, eso lo supo el emperador Carlos, tiene su advocación. En francés todo esto suena como a poesía. En italiano suena como un diálogo de una buena película de Sorrentino, surrealista: de pronto aparece una jirafa. Me gustaría mucho que estuviera en todos los idiomas, incluyendo el cine. Con Rodrigo García Barcha, que es como un hermano mayor, he hablado sobre cómo debería verse el bosque.

¿Se vería en blanco y negro o a color?

Yo creo que tiene partes en blanco y negro con la crudeza que significó vivir en una ciudad blanca poblada por negros. Pero sí tiene explosiones psicodélicas alucinantes. Los que eran apenas unos años más mayores que nosotros ya se andaban metiendo ácidos. Es muy distinto cómo hablaban ellos de Hendrix a cómo lo oíamos nosotros. Y luego la explosión de color de la televisión, que había sido siempre en blanco y negro; se pasó de pronto de Howdy Doody, que era un títere en blanco y negro —sobre el cual está más o menos basado Woody de Toy Story— pues contrástalo con los colores de los Muppets. Es increíble, ¿no? El monstruo de las galletas es azul, un azul muy intenso. Y el pájaro es amarillo. En blanco y negro no hubiera funcionado quizá. Quien se anime a hacer la película tiene que jugar con los dos formatos.

Y si fuera una pintura, ¿quién la habría hecho?

Tiene una parte de hiperrealismo que le vendría muy bien al pincel de Antonio López García. Es decir, pintar exactamente cómo eran las aulas y cómo estábamos dibujando las crayolas con crayolas. Pero al mismo tiempo es un manchadero de Rothko, un tiradero de pintura por todos lados. Sobre todo ya que le metes la música. La música distorsionó todos los sentidos.

¿Puede desarrollar un poco la idea, tan central, de esta frase: «no se hablaba de que en pleno bosque de la memoria se nos pedía jugar a la amnesia»?

En una manera muy primaria, literalmente, me di cuenta de que tampoco se trata de recordarlo todo. Hay cosas que es mejor que se queden en el olvido y de eso no se habla. En mi caso, el evento que viví con Bill fue muy costoso y no se habló de mi lado de la verdad. Para él fue muy benéfico que sí se habló abiertamente de lo que nos pudo haber pasado. De niños pasaba también que nosotros nos enterábamos de cosas que los noticieros no decían tal cual. Los disturbios en Washington D. C. eran interpretados por los medios, pero nosotros veíamos en la calle la verdad.

Por ejemplo, una escena donde la policía le cae a palos a un grupo de negros era interpretado como que ellos eran los rateros que estaban quemando y robando una tienda y eso no era más que el telón de fondo de otros que habían robado la tienda, pero nosotros lo que vimos fue más bien que los golpeaban. Luego, los que llegaban de Vietnam lisiados, porque eso es todavía más impresionante a que lleguen muertos. Muertos llegan mudos, pero los que llegan lisiados llegan hablando y dicen «no, nosotros no somos ningunos héroes. Nosotros ametrallamos comunidades enteras de niños». Claro, nunca falta el que justifica y diga que eran terroristas en potencia. «Tenían detonadores para explotar búnkeres». Lo que tú quieras, pero ¿dónde está la verdad? Y si la memoria la confundes como un vehículo para la verdad, caes en esas trampas. La memoria no es un vehículo para verificar la falsedad o veracidad de algo.

¿Usted aprende de corazón o de memoria?

La verdad, yo creo que he aprendido más de corazón. De memoria me tocó todavía esa escolaridad de la mnemotecnia como sinónimo de conocimiento y eso en realidad es como la foto: mi mamá se podría memorizar quiénes están en la foto y hasta yo mismo si me lo memorizo. Pero yo nunca estuve en el escenario. La que sabe quién tomó la foto es la que estuvo allí, entonces eso tiene que ver con el corazón más que con la memoria.

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