Fue un largometraje de suspenso.
El Toluca volvió a las andadas -aquellas que, al pisar, confundían la angustia con el sadismo- para confirmarse como una postura de cepa propia en la repisa del futbol mexicano. No hubo camino más serpenteante -la pitón convertida en sinuosa provocadora del conocimiento del bien y del mal- para aupar el duodécimo título de un club que no cambia -ni cambiará- la ciudad por la aldea. Después de una senil tanda de tiros desde el manchón, el cuadro de Antonio Mohamed dio catequesis de un undécimo mandamiento: la diferencia entre la perseverancia y la pasión es que ésta dura un poco más. Fiel al tinte del overol, el Toluca fue mucho corazón; rojo como la furia.
En la noche decembrina del domingo, a la víspera del canto de las sombras, el once escarlata añadió una certificación a una semblanza casi menospreciada en los estrafalarios círculos del éxito y el bajorrelieve del lugar común: el diablo despacha en el mismo corporativo de los folcróricos y costumbristas América y Guadalajara, las sociedades con más distinciones de Liga, y las únicas que han jugado en todos los torneos del balompié de paga. Diez años separan el debut del profesionalismo mexicano del arribo del equipo rojo a la primera división. Una década que puede ser mucho trecho a la hora del cómputo de la chocante monomanía de los contables y los balances del deber y el haber.
Toluca estrenará el 2026 con el gallardete en el pecho, el mismo que comenzó a labrar por primera vez hace 60 años. Entre aquel premio y el más reciente, el Toluca -tan español, tan mexiquense, tan mestizo, tan criollo- ha sido fiel a sus proezas y a sus tachas; a su ralea y a sus máculas; a sus desproporciones y a sus sequías. No hay enredo en sus estados de ánimo: besa el suelo y toca el cielo con la gallardía de los juglares que al propagar enaltecen la lealtad y la nobleza de la lid. No se esconde en la parafernalia de la moda o de las emociones ficticias que aderezan los currículos de los clubes de heráldica consagrada; más postiza que genuina.
Hijo de la modestia que cerca, aldeano hasta el clavel, el club rojo es un ceñido relato de un paraje, de una misión labriega que corteja el césped hortelano de la discreción y la labranza pastoral de la pelota. La distinción como bandera de la sencillez.
La logia roja no atañe -ni lo intenta- a la percha de los grandes clubes con palmarés similar. No cuadra en el Grupo de los Ocho. No es suyo el listón de las grandes corporaciones, tipo América, Guadalajara; River, Boca; Flamengo, Fluminense; Barcelona o Real Madrid, esos conglomerados que cunden la taquilla, las portadas de los diarios o los teledramas televisivos. No es una gran figura del ruedo.
Pero en su mundo -edificado desde el caserío- ha logrado instituir una rúbrica a su imagen y semejanza: lugareño y artesanal. Rústico, si se quiere, pero con el interior privativo de los linajes desahogados. El rango le va tan bien que casi ni se le nota.
¿Qué hace posible que clubes con blasones numerosos no trasciendan su ambiente y su porción de estrellas? Eso: la gracia del domicilio. La querencia. El club bermellón aspira a edulcorar su lote de firmamento. No rastrea otros celestes ni otros cardinales. Es. Su butaca es el universo mismo. Ni boreal ni austral. Sus astros son su medida y su lugar; tan suyos como su tribuna, esa gacetilla coral, la grácil y estremecedora Bombonera. Tímida grandilocuencia de la aldehuela.
De la orfebrería, el Toluca ha diseñado alhajas de distinción. Sello, etiqueta y hasta refinamiento. Indiscutible marca de la gran reserva. Y sin alharacas. Gesto sin gesticulaciones. Ademán con estilo y denominación de origen. El Toluca -ya va siendo hora de verlo así- es un guiño ilustre que templa el tumulto del tiempo, y sus calendas.

