Costa Rica es el segundo país
extranjero del que conozco más
estadios de fútbol y ánimo.
En Costa Rica nadie murió en mi
ausencia obligada a suplir
la falta de alguien en el campo.
Costa Rica es un país compuesto,
nombres propios escritos en singular
y a parte(s),
rodeado por dos ojos
líquidos que se buscan a tientas
a través del cinturón más estrecho
ceñido a las caderas del continente.
Costa Rica es un país encerrado
entre dos cuerpos distantes
necesitados para evitar
una fractura involuntaria.
Costa Rica es una bandera dibujada
con lápices de colores,
portada de una caja de juguetes
adaptada como alcancía
donde deposité
la divisa del recuerdo.
Costa Rica es las páginas
inconclusas de un álbum donde figuran
rostros ausentes a la convocatoria.
Costa Rica tiene espacio suficiente
para dejar muchas cosas de lado
y volver con una valija menos
pesada a la del vuelo de ida.
Costa Rica es una cancha miniatura,
metegol donde el aplauso nace
(y se hace)
dentro del eco que rebota
en un asiento desocupado.
Costa Rica es un país donde quedé
varado sin boleto de regreso
a la espera de una última noche
para jugar a la distancia.
Costa Rica tiene siete provincias,
una por pecado
capital y día de la semana
donde caben todos los afectos.
Costa Rica es una canción adolescente
en voz de Daniela Spalla,
estrofas que se (es)fuerzan por (en)callar
el sexo y los pensamientos.
Es una habitación vacía,
set de un videoclip noventero
al que llega la mar riada
de idas y venidas pendientes.
Costa Rica está lleno de volcanes,
gargantas incandescentes a punto
de escupir bolas de fuego
ante la mínima provocación.
Costa Rica es un drama bañado
en aroma a café y frutos rojos,
una película de escenas contadas
donde se firmó que no habrá secuela.