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Macario, la cumbre de Gavaldón y López Tarso

La muerte, ese eterno evento que provoca temor y fascinación por igual, donde numerosos pensamientos filosóficos han girado alrededor de esa dualidad que aterra y atrae. La catarsis, como base del arte, se presenta sobre todo en el cine de terror porque cohabita con una sensación muy primitiva: el miedo a morir. El arte (y en este caso, el cine), puede permitir que el ser humano se “prepare” para el gran acontecimiento; una de las bases del género de terror, es la imposibilidad de entender por qué uno debe morir. La inevitabilidad de la muerte arroja como idea principal que todo lo que está antes de ella es irrelevante, entonces, ¿qué objeto tiene vivir? Para Macario (1960) vivir significa comerse él solo un guajolote entero y dejar de sufrir hambre. Así de simple.

Macario es la gran película de Roberto Gavaldón, leyenda de la época de oro y director también de joyas como La barraca (1945), La diosa arrodillada (1947) y La escondida (1956); se trata también de la consolidación actoral de Ignacio López Tarso y de la primera nominación para México como mejor película extranjera en los premios Oscar (que terminaría perdiendo ante Suecia, por El manantial de la doncella (1960) de Ingmar Bergman). Participó también en el Festival Internacional de Cine de Cannes, ganando el premio por mejor fotografía, el mismo año en que Federico Fellini se llevaba la Palma de Oro por La Dolce Vita (1960). Macario es una de esas películas de las que es fácil sentirse orgulloso. Obra maestra indiscutible del cine mexicano.

Con un guion del propio Gavaldón y Emilio Carballido, basado en la novela de Bruno Traven, Macario es una reflexiva aproximación onírica a la miseria, las diferencias sociales y sobre todo, a la ineludible muerte que a todos y cada uno trata por igual. El realismo mágico inunda cada fotograma con elementos que rodean tradiciones y costumbres como el día de muertos, donde el misticismo de realidad y fantasía se difumina. La proeza fotográfica del gran Gabriel Figueroa, tiene aquí una variante maravillosa: mientras al inicio del filme se regodea con una fotografía paisajista en espacios abiertos y sus nubes inconfundibles, en la apoteosis de Macario iluminará con tres mil velas una gruta, escenario donde el protagonista enfrenta su destino final y que funciona como un reflejo de su propia psique, confundida y desesperada.

Ambientada en una polvorienta comunidad mexicana, durante el Virreinato de la Nueva España, Macario describe las desventuras de un humilde leñador que está harto de sufrir hambre y encuentra el objeto de su deseo en un guajolote asado que observa en el horno mientras hace entregas de leña. El protagonista literalmente persigue el banquete que va camino a una casa acaudalada, ante la mirada atónita de su esposa (la dulce Pina Pellicer), quien está acompañada de una decena de hijos. Macario explota y le confiesa su obsesión a la mujer: comerse él solo un guajolote sin tener que darle a nadie. Quedar satisfecho sin ganas de un bocado más. 

En un acto de amor sincero, la mujer de Macario roba un guajolote para prepararlo y entregárselo a su atribulado hombre, no sin antes tener que cuidarlo de buitres, perros callejeros y la jauría humana de niños, también hambrientos. Lleno de felicidad, el protagonista corre al bosque a comer el pavo completo cuando es abordado por 3 entes misteriosos: el diablo, en forma de terrateniente; Dios, como un apacible anciano, y la muerte, quien es representado como un campesino humilde, igual a Macario. Los tres intentarán persuadirlo para entregar un bocado del guajolote, pero Macario sólo le ofrecerá la mitad de su comida a la parca, tratando de retrasar lo inevitable.

La muerte, divertida por la sinceridad de Macario, le dará un agua sagrada que servirá para curar cualquier enfermedad, sólo con una advertencia: si la muerte está parada a los pies del enfermo, es posible salvarlo, de lo contario, será un ser que ya pertenece al más allá, y nada podrá hacerse. Gracias al misterioso líquido, Macario y su familia viven una época de plenitud, comiendo grandes banquetes hasta quedar satisfechos, usando ropa nueva y viviendo en una casa grande y cómoda. Los milagros de Macario llegan a oídos de la Santa Inquisición, por lo que es detenido por brujería y juzgado para morir en la hoguera. Una prueba final fallida para tratar de recuperar su libertad, provocará que Macario escape desesperado al bosque, donde se irá encontrando una vez más con las recriminaciones del demonio, Dios y la muerte, con quien hablará en el interior de una caverna plagada de velas, que representan vidas mortales. 

El mensaje de la muerte es claro, nadie puede escapar de ella y el trato para ricos y pobres es el mismo: todos deben morir en algún momento. Y es el tiempo de Macario, a quien la muerte le enseña una vela, próxima a apagarse. Lleno de ansiedad, el protagonista sale corriendo de la cueva tratando de proteger la fragilidad de la luz, pero es demasiado tarde. Una ultima secuencia muestra a la mujer de Macario y varios aldeanos buscándolo en el bosque. Lo encuentran muerto junto a la mitad del guajolote, en el mismo lugar donde se sentó a comer con la muerte.

La ambigüedad del desenlace de la película de Roberto Gavaldón es uno de sus mayores encantos. Si Macario sueña todo antes de morir, fallece víctima de una tremenda indigestión, o bien la muerte se divierte un rato con él antes de llevárselo para siempre, son situaciones que resultan tan impactantes como ocurrentes. Para entonces, el espectador está maravillado con una retrospectiva onírica de la muerte en un blanco y negro tan bello, que poco importa perderse el “color” del día de muertos. Ofrendas, veladoras, panes, calaveritas de azúcar y papel picado, son captados por la cámara de un Gabriel Figueroa mucho más interesado en las relaciones humanas y la diferencia de clases sociales. Desde el arranque mismo del filme, los primeros planos se acercan a los personajes de una forma muy emotiva, remarcando los deseos y frustraciones de Macario y su esposa; sus hijos, por otro lado, son mostrados como pequeñas bestias ávidas de alimento, en tensos encuadres amenazantes.

Filmada durante cinco semanas en locaciones de Zempoala (Hidalgo), Taxco (Guerrero) y las Grutas de Cacahuamilpa (para la secuencia más radiante e inolvidable), Macario recibió elogios de público y crítica desde su estreno; número 59 en la lista de las 100 mejores películas del cine mexicano y considerada un clásico absoluto, su realismo mágico sigue seduciendo por la forma de desarrollar temas como la vida y la muerte, el deseo frustrado y el fracaso de la religión. Una historia que comienza como una entristecida crónica de la miseria y el hambre, va mutando en sus 91 minutos hasta convertirse en una divertido e inquietante poema con folclor que desnuda la desigualdad social y despliega un discurso universal sobre la siempre atemorizante (pero fascinante, al fin) hora de morir.

Por Armando Navarro Rodríguez

Periodista. Cinéfilo y lector empedernido. Escribe sobre cine, arte y literatura.

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