Me sumé a las huestes cruzazulinas un 26 de octubre del 2001. Mi papá jura que ocurrió a raíz del loable papel que el equipo desempeñó en la Copa Libertadores de aquel año: habían caído en La Bombonera, contra Boca Juniors, varios meses antes. Quizá tuvo que ver aquello, tuvo que ver Palencia, tuvo que ver que el equipo donde jugaba los sábados llevaba la camiseta del Cruz Azul y tuvo que ver, sin duda, que el color que siempre ha sido mi favorito estaba hasta en el nombre. Sin embargo, mi recuerdo principal se remonta al 26 de octubre -no conservo una memoria privilegiada: tuve que googlearlo- porque fue cuando Cruz Azul se impuso uno a cero a Pumas, que por mera herencia familiar era la opción de cajón, y me convertí en esto. Al que gane, le voy, pensé. Y de eso sí me acuerdo. Tenía cinco años, casi seis. Recuerdo jugar fútbol con una pelota de plastilina, sobre la mesa de la sala, apenas acabó el partido. Contra mi papá. Quizá porque sabía desde entonces que elegir al Cruz Azul implicaba, en sí mismo, un contra mi papá.
Cruz Azul y Pumas disputarán las semifinales del Guardianes 2020 -sigue pareciéndome un nombre de torneo que no sé si raya lo sublime o lo ridículo-. Para remontarnos a la última ocasión en que ambos conjuntos se toparon en tal instancia hay que volver al 2004. Óscar Pérez, César Delgado, Marcelo Delgado, Luciano Figueroa y demás nombres propios de mi infancia que asocio con superhéroes conformaban al cuadro cementero. Perdimos tres a dos, la vuelta. Tenía yo ocho años. Mi casa era un hervidero puma porque mi familia es un hervidero puma. Éste es contreras, por eso le va al Cruz Azul, decía mi papá. Recuerdo perfectamente encerrarme en el cuarto de servicio para ver, en una televisión diminuta, el segundo tiempo. No quería saber nada de la Rebel que había conquistado mi casa. Mi televisor tenía un delay de cinco segundos, por lo que me gritaban los goles dos veces. Mi tío corría por la casa ante cada gol puma: la vuelta olímpica. Cruz Azul fue eliminado y no quise comer.
En 2005, una comida familiar me aleja del Azul en el encuentro contra Pumas. La comida rápidamente deviene en graderío frente al televisor. El duelo estaba uno a uno cuando Carlos Pavón culminó un contragolpe. Grité, sentado frente al televisor, cuando sentí encima el cuerpo de mi sobrino de cinco años. Dice Emilio que le va al Cruz Azul también, espetó mi hermano. Quizá sea uno de los gestos de complicidad más maravillosos que me ha tocado vivir, aunque tiempo después dejase de gustarle el fútbol -siempre ha sido más sabio que todos, el Emilio-.
Al torneo siguiente, Cruz Azul recibe de nuevo a Pumas en el Azul. Ahora sí vamos. Mi papá, puma irredento, viste con un jersey que lleva el logo del equipo, diminuto, al lado del corazón. Sobrio, cauto. Yo llevo camiseta, pants, bóxers, calcetines y chamarra del Cruz Azul. Y dos pinches conejos pintados en los cachetes. No nos vamos a celebrar los goles, me dice, arrancando el partido. El Chelito desborda, envía un centro que parece disparo o un disparo que parece centro que se cuela al arco pegando en el poste. Al demonio: se lo grité a mi papá. En la cara, a centímetros. El bicampeonato puma, alcanzado un año antes, iba condensado en aquella explosión. ¿Por qué ustedes sí ganan, cuando yo sufro más en cada partido?
Brinco a 2010: tres a tres de alarido en el Azul. Fui con mi cuñado, mi sobrino y mi tío que no es mi tío pero a huevo que es mi tío, el Gallo. Quizá el puma más puma. Cuando volví a casa, mi papá estaba desencajado: que te cuente, me dijo, señalando a mi mamá. Habían visto el partido en la cantina El Puerto de Veracruz. A mitad de un ataque puma, mi mamá soltó un ay, no, váyanse para el otro lado. El paso estaba dado. Mi mamá ya no era puma, era cruzazulina. No hay día que mi papá no le recuerde la alta traición. De ahí en adelante mi mamá se convertiría en fiel escudera en mis excursiones al estadio, sufriendo incluso más que yo. Fuimos a Ciudad Universitaria, dos años después, los tres. Nos separó la policía. Desde la cabecera visitante atisbaba a mi papá organizando goyas mientras mi mamá, a mi lado, se unía a la silbatina.
Nos encontramos otra vez. Diría Sabina: más viejos, más sabios, más primos. Ya no se me va la vida en un partido del Cruz Azul, aunque lo quiero ganar. Me cae de a madres que lo quiero ganar. Ya no estoy solo en la trinchera, pero sí sigo en pie de guerra ante la causa familiar. Hace un año, en la fiesta de cumpleaños de mi hermana y con diez ginebras encima, le decía a otro primo puma que un encontronazo en liguilla dividiría a la familia. No nos podríamos ver después de eso, decía arrastrando las palabras. Se dio, dos años después. Ojalá nos sigamos viendo.