When I was all messed up
Ultraviolet (light my way). Achtung Baby (1991)
and I heard opera in my head
Your love was a light bulb
hanging over my bed.
El sonido de la guitarra de Dave Evans, The Edge, rasgó la oscuridad del Palacio de los Deportes, al tiempo que una luz azulada se mostraba en las decenas de monitores que se encontraban en el lugar. El recinto, otrora olímpico, albergaba por primera vez al grupo de origen irlandés U2, y Paul Bono Hewson saltaba al ruedo caracterizado ya por el personaje en el que se convertiría. Habíamos llegado a la Estación Zoológico.
Era yo un estudiante de tercer semestre cuyo presupuesto mensual podía fluctuar entre cero pesos y el cambio que sobraba del material (de papelería) que pagaba para poder hacer las entregas que iban pidiendo. Es decir: nada. Había tenido un empleo el año anterior como Director Técnico de un equipo de fútbol de primero de secundaria (quedamos en cuarto lugar en liga y eliminados en semis durante la copa), pero no me renovaron, y ese verano olímpico me había gastado lo ahorrado. No veía claro cómo podía acceder al evento. Sin embargo, jugaba con ventaja (del partido de ida). La vida me premió con un hermano, de esos jodones, cuatro años mayor y que contaba ya con un empleo en un despacho de arquitectos. Ganaba lo suficiente para divertirse, invitar a su novia e incluso para pensar en mí. Él fue el primero que llevó un par de LP’s de U2 a casa, War y Under a Red Blood Sky, ambos editados en 1983. Desde entonces él le seguía la pista a la banda. Yo empecé a escucharlos de manera continua en 1985, tras el lanzamiento de un EP en vivo, Wide awake in America, que incluía una versión magnífica de Bad, editada originalmente en el Unforgettable fire (1984), aquel gran álbum coproducido por Brian Eno y Daniel Lanois. Hay que saber agradecer. Que estas líneas sirvan para hacerlo.
Era 1992, y en aquel entonces la compra solo podía hacerse vía telefónica o directamente en la taquilla. No habría secciones definidas, todos los boletos tendrían el mismo costo (que no lo veo mal), pero la sección a la cual podrías tener acceso era aleatoria. Dependía del momento y en aquella ocasión estaban disponibles todos los lugares, incluso detrás del escenario. Mi hermana menor había sido designada encargada de ir en misión kamikaze por la compra de las entradas al concierto; el cargo por este servicio era un boleto para ella, algo así como el fee que ahora cobra UberEats por cada entrega de comida a domicilio. La fila para su adquisición la hizo desde las tres de la mañana (mientras yo dormía plácidamente), afuera de un centro comercial dónde se abriría a partir de las once uno de los puntos de venta. Sin embargo, eso no era garantía de éxito. El resultado fue un caos, la reventa se hizo presente y los boletos volaron en un par de horas. A pesar de esto recibí una llamada esa mañana de octubre: Tenemos boletos para la primera fecha. Ya estamos. El grado de exaltación conforme se acercaba la fecha crecía exponencialmente.
Un año antes, en noviembre de 1991, el cuarteto había sacado a la venta lo que fue su álbum más revolucionario, Achtung Baby, grabado en un clima de cambio en los estudios Hansa, en el corazón de una Berlín sin muro. U2 superaba a U2. El concepto musical y de identidad de la propia banda había sido transformado. Las doce pistas que conformaban la pieza eran de una magnífica calidad y visualmente era una aportación llena de sentido ante los vientos que soplaban a principios de aquella década. La gira que llevaron a cabo alrededor del mundo Zoo Tv Tour, y que por primera vez tocaba suelo mexicano, inició en febrero de 1992 y concluyó – tras 5 etapas y 157 actuaciones- en diciembre de 1993. Una gira que incluyó llamadas a la Casa Blanca, apariciones en video de Lou Reed e incluso subió a Salman Rushdie al escenario, a pesar de tener sobre su cuello una sentencia de muerte.
El escenario era un lenguaje en sí. Era una crítica a la masificación de los medios de comunicación, la cobertura interminable de la Guerra del Golfo y lo recargado que se convirtió el lenguaje visual en este rubro. Esta puesta en escena contaba con treinta y seis monitores de video que transmitían una cantidad indescifrable de mensajes, cuyo discurso giraba en torno a la sociedad de entonces. MTV, antes de convertirse en el contenido-basura que es actualmente, fue un vehículo importantísimo para la exposición no sólo de grupos musicales, también de ideas y propuestas estéticas. U2 supo engancharse y el resultado de su ascensión a la máquina de show-business en la que se convirtió años después, tuvo en un punto de apoyo importante en el canal de videos.
Era sábado de puente, por lo que aquel fin de semana nos regaló veinticuatro horas más. Desde el lunes estuve en modo U2, leyendo las letras de las canciones del nuevo álbum. Había que cantar al unísono y esperar que tocaran las canciones que más me gustaban en aquel tiempo. Hoy día es difícil entender la magnitud que era poder ir a un concierto, la veda que Rod Stewart abrió tan sólo tres años antes (abril 1989) hizo que en nuestro país cada banda o cantante que se presentara fuera un acontecimiento. Hoy día (y menos a través de este medio) no soy capaz de aceptar que invertí dinero y tiempo para ver algún grupo que me avergüenza. Ni el juicio final, lo aceptaré públicamente. San Pedro puede ir borrando del interrogatorio esa pregunta.
En el domo de cobre el ambiente era festivo. No había un solo asiento vacío. No he visto en los cuarenta y nueve mayos que he pasado en este planeta, ningún concierto que alcanzara la pasión que viví aquel día. No puedo decir que es el mejor que haya asistido, pero sí puedo afirmar que no he visto ninguna respuesta de los asistentes como esa. Después de ese concierto, U2 visitó nuestra tierra en cuatro ocasiones más, incluido la célebre anécdota con el equipo de seguridad de los hijos del Presidente Zedillo. Viendo el retrovisor y atendiendo mi memoria emocional, no hubo otro concierto como el primero. A pesar que cada visita la espectacularidad se incrementaba, en cada paso se agregaba algo artificial y el vocalista se transformaba más en un personaje, abandonando lo que algún día buscó.
Al final de la noche, cuando el sonido ambiente del Palacio de los Deportes simulaba ser la cabina de Zoo Radio y se escuchaba Can’t help falling in love, cantada por Elvis, abandoné el lugar reflexionando en lo vivido, en el poder curativo que el sonido tiene, en lo fuerte que impacta en la memoria (y en el alma). La música es un arte no sólo por la destreza (don) de quien la crea, sino por ser un vehículo de unión, más allá de ser un instrumento lúdico. Un poder, creo, solo comparable al efecto que produce el fútbol en la sociedad. Y si van juntos, qué mejor.