Pasaron muchos años hasta que pude conocer el mar. Pero durante todos esos años tuve algo mucho mejor: tuve a mi padre que me lo contaba.
Leila Guerriero; Teoría de la gravedad
IXTAPA-ZIHUATANEJO, MÉXICO
TRAYECTO: HOTEL EMPORIO IXTAPA – AEROPUERTO INTERNACIONAL DE IXTAPA-ZIHUATANEJO
10.05 HRS
—Perdí siete amigos.
Félix, a tan sólo un mes de cumplir sesenta años, lo dice de forma seca, con tristeza en la mirada, resignación y con la sensación de que no habrá forma de olvidar todo esto que recién pasó en el mundo. Fue una manera muy clara de saber cuáles son sus prioridades en la vida.
La industria del turismo sufrió (aún lo hace) en un país sufriente. La pandemia se llevó lo poco que teníamos y sacó a relucir lo peor (si cabe el término) de un gobierno incompetente.
—Estuvimos casi cuatro meses sin trabajar —agregó después de guardar silencio por medio minuto. —No podíamos. No tuve ingreso por ese tiempo, gracias a Dios, mi hija daba clases en telesecundaria. Con su sueldo pudimos sostenernos algo, aunque sea para alimentarnos.
Un Tiida de Nissan blanco con base en el “Sitio Ixtapa”, logotipo con un delfín azul en ambas puertas delanteras, también en color azul y escrito en las puertas traseras con una tipografía cuyo origen es desconocido (incluso para su creador), el número del vehículo. Mi destino es el aeropuerto, debo regresar a la Ciudad de México y me pesa. Es domingo y la única certeza que llevo conmigo es que el día siguiente será lunes.
—Soy de aquí, nací en Zihuatanejo y siempre he trabajado aquí. Llevo veintiocho años con el taxi. Antes trabajé en el aeropuerto, empleado por ASA (Aeropuertos y Servicios Auxiliares) hasta que vinieron los cambios a final del sexenio de Salinas y empezó otro grupo a manejar los servicios aeroportuarios en varios lugares. Ya no me contrataron. Mi papá tenía dos taxis, así que en lo que encontraba otro empleo me puse a manejar uno de ellos. Y mire, joven (gracias por lo de joven, Félix), aquí sigo.
Al llegar a un semáforo volteo a verme, y sonriendo dijo de forma orgullosa:
—De hecho, tengo un segundo trabajo. Una familia me contrata como chofer durante unos quince días en verano y otra semana en diciembre. Tienen una casa por la marina, y estoy durante unas horas a su servicio, a partir de las 8 de la mañana y termino a las 3 de la tarde, me pagan jornadas completas. La verdad lo disfruto mucho, son muy buenas personas. No trabaja el que no quiere —sentenció.
Este año y meses han sido mucho más que días y horas juntas. La incertidumbre, la desinformación, la sobreinformación, el abatimiento, el pesimismo, la solidaridad, lo virtual, lo presencial, la desdicha, la heroicidad, el egoísmo, la entrega, las pérdidas, el agradecimiento. Todo junto, sin mediar fronteras entre ello. Cada uno podrá dar cuenta de “su” pandemia. Todo será válido.
—Pero, ¿sabe joven? (de nuevo gracias por lo de joven, Félix), a pesar de todo esto, he tenido algunas alegrías. Dar gracias por estar vivo, mi trabajo, mi familia. Amo este lugar. ¡Ah! Y cómo olvidar a mi Cruz Azul. Tanto tiempo esperando ese campeonato. Me duró tres días el festejo. Yo soy de “la Máquina” desde los tiempos de (Miguel) Marín, (Rodolfo) Montoya, (Alberto) Quintano, (Fernando) Bustos, Eladio Vera, (Horacio) López Salgado; era de aquí ¿sabía?, bueno de Taxco, que es lo mismo. ¡Uy! Buenos tiempos aquellos, tantos campeonatos.
Sonreía. El fútbol tiene eso. Es una aspirina para la vida, tiene la capacidad de transformar una alegría efímera en un recuerdo permanente. La vida, como una temporada. Buenos momentos, malos partidos, alegrías y tristezas condensadas en instantes. Al final, hacemos el balance y lo vemos en perspectiva. Siempre habrá otra temporada, o eso creemos. Un día nos retiramos. O nos retiran.
—Oiga, ¿a qué hora sale su vuelo?, preguntó.
—Mmmm… 11:20 – respondí
—¿Le puedo quitar tres minutos?
No entendí en un principio. Pero lo escuché entusiasmado y eso me alegró, esto a pesar de lo que cualquier manual de seguridad elemental pueda decir, acepté ceder tres minutos de nuestro trayecto. Así que dio vuelta en “u” e insistió que sólo serían tres minutos. Y en esos ciento ochenta segundos, habló de la semana lluviosa debido a la tormenta tropical que acababa de afectarlos, de los siete días en los que esa lluvia había transformado la vegetación, habló del turismo y su importancia, de lo agradecido que estaba con gente que visitara el lugar para dejar derrama económica y de lo mucho que le agradecía a Dios cada día.
Y entonces llegamos. Desde el mirador, la bahía se posaba en mi vista, los cerros que la rodean lucían sus vestidos verdes de gala. Y mis ojos no eran suficientes para contemplar ese regalo. Félix sonreía. La vida es muy cabrona, pero no siempre llueve. Hay días como ese domingo en los que brilla el sol, aunque sepamos que siempre será antesala de otro lunes. Aprender a disfrutar esos momentos, saber que nuestras temporadas acabarán, que mañana puede que el clima cambie o quizá no. Pero eso no está en nuestro control. Nada lo está. Así que respiré profundo, di gracias a la vida, a Félix por ese regalo y me dispuse a recibir al lunes con una sonrisa y, aunque a veces no lo merezca, sé por experiencia que en algún punto llegará a ser viernes otra vez.