Siempre había soñado conocer la convulsa Asia occidental, pero el sureste debe ser, con cierta diferencia, la región más encantadora del continente. El viaje comenzó en Tailandia, dentro de su exotiquísima capital Bangkok. Con ese inconfundible bullicio de las grandes metrópolis de oriente, se trata de un lugar repleto de majestuosos templos budistas, guiños a la realeza, calles con aroma a clandestinidad y gente de sonrisas perpetuas.
Es fácil trasladarse a casi cualquier sitio en los carismáticos tuk-tuks, unas motos de tres ruedas con diseños, colores y conductores claramente improvisados. Por las noches, es difícil no cautivarse con la exuberancia de Khao San Road, una calle con luces neón, insectos convertidos en manjares, turistas emulando las horas más bajas de Bukowski y transgéneros ingobernables.
A diferencia del resto de los países vecinos, Tailandia, por razones místicas y estratégicas, fue el único superviviente a la colonización occidental en la zona. Y se nota. Sobre todo al sur, en lugares como Krabi: la Tailandia más auténtica. Esa clase de sitio en la que los elefantes de colmillos prominentes y monos que roban comida, bolsos y teléfonos como mecanismo de supervivencia, forman parte del paisaje urbano.
Además, la capital provincial se distingue por ser el punto de encuentro con las paradisíacas islas del mar de Andamán, donde lo mismo uno puede sentirse Leonardo DiCaprio o James Bond, como un prometedor prospecto de pirata a bordo de sus preciosos botes de cola larga en lugares como Phi Phi y Phuket.
El viaje continuó en las capitales de la Malasia musulmana y la Singapur multiétnica, dos antiguas colonias británicas, con una historia reciente llena de prosperidad. Mientras Malasia, con las Torres Petronas como símbolo de progreso, se ha distinguido por ser un país con tazas bajísimas de desempleo y un balance casi perfecto entre los brazos públicos y privados, Singapur se ha convertido, entre jardines verticales, energías limpias, ecosistemas futuristas, edificios inteligentes y calles impolutas, en el paradigma de sustentabilidad en todo el mapa.
El colofón de la aventura fue la escala en la Shanghai cosmopolita, la cuna de la industria nacional china. El mismo sitio que conquistara el primer gran Christian Bale en la olvidada Imperio del Sol, de Steven Spielberg, una maravillosa historia sobre la injerencia británica y la posterior ocupación militar de los japoneses en la zona. Apenas estuvimos un día, pero no hace falta mucho más tiempo para darse cuenta de que la ciudad es la armonía social, cultural y económica de la omnipotente China con occidente. Un lugar que transpira bonanza y bienestar en cada postal.
Mención honorífica para Ryszard Kapuściński y su espectacular Viajes con Heródoto, el cenit del híbrido entre periodista, historiador y viajero al que todos aspiramos conquistar. Au revoir.