El boom de Invasión

Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges tejieron el argumento de una de las películas de culto más importantes de la historia del cine argentino.

(…) Quizás una de nuestras riquezas es la nostalgia.
Jorge Luis Borges

En plena ebullición del boom latinoamericano, y apenas dos años después de la publicación de la obra máxima de ese movimiento sui géneris que nació en una Latinoamérica convulsa y rebelde –Cien años de soledad, en 1967-, dos precursores de esta nueva narrativa continental suscrita a lo «real maravilloso» extrapolaron al lenguaje cinematográfico ese manifiesto de lo experimental, salido del molde para fundar un fenómeno cultural, literario, editorial y profundamente social. 

Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges, ambos argentinos, ambos brillantes, ambos maestros de lo fantástico, tejieron el argumento de Invasión, una de las películas de culto más importantes de la historia del país austral, un eslabón inusual pero necesario entre el cine clásico conocido hasta la década de los cincuenta y la nouvelle vague de influencia francesa que despertó el estallido del gran nuevo cine latinoamericano de los sesenta. No es gratuito que Ángel Faretta, uno de los teóricos de cine más importantes de Argentina, la catalogue como “la obra cinematográfica más importante del cine de culto vanguardista argentino”.

Pero, ¿no es acaso natural que con esas firmas soportando todo lo que hay detrás de los ciento veinticinco minutos dirigidos por Hugo Santiago -con quien Borges escribió el guion a cuatro manos- sea considerada un clásico del séptimo arte argentino? No tendría por qué, menos en el continente que exaltó a García Márquez como uno de los grandes autores del boom al firmar Cien años de soledad, pero casi sepultando su obra cinematográfica, carente del mismo brillo para los críticos.

Borges y Bioy Casares, en cambio, salen bien librados en estos círculos de autoridad intelectual al plantar una obra excepcional, casi sin parangón, que erige una Troya a escala bonaerense, sesentera -a la que llaman Aquilea-, a punto de colapsar por una invasión inevitable, en la que nunca se sabe quién invade, ni para qué. 

“Se trata de un film fantástico y de un tipo de fantasía que puede calificarse de nueva. No se trata de una ficción científica a la manera de Wells o Bradbury. Tampoco hay elementos sobrenaturales. Los invasores no llegan de otro mundo, y tampoco es psicológicamente fantástico: los personajes no actúan –como suele ocurrir en las obras de Henry James o Kafka– de un modo contrario a la conducta general de los hombres. Se trata de una situación fantástica: la situación de una ciudad que esta sitiada por enemigos poderosos y defendida –no se sabe por qué– por un grupo de civiles”, aseguró Borges sobre la película.

Así que el gran elemento de la alquimia del boom latinoamericano es el mismo ingrediente de la fórmula de Bioy Casares y Borges: la fantasía “nueva” y creíble, que carece del poder de transformar a hombres en insectos en su propia cama, o crear sociedades que destruyen libros inflamables, pero apenas con la dosis adecuada para forrar fachadas de casas con los billetes que sobran en el patrimonio familiar, y hasta viejos feroces que deciden morirse echados bajo un árbol de castaño. Dos escenas, estas últimas, singulares, pero perfectamente probables. Llenas de un elemento capaz de exagerar la realidad sin llevarla hasta la hipérbole de la deformación, de hacerla rimbombante pero no mentirosa. Una metáfora que permanece, y todo lo que a ella rodea. 

Aquí, el drama natural de la ficción se sacude con el acento grandilocuente de esta utopía en pequeña escala, sin olvidar un dato no menor del filme: su guion está firmado por un poeta.

En Invasión, los “parlamentos (son) demasiado concluidos, correctos y sentenciosos”. Es el mismo Bioy Casares quien enumera una redondez que no termina de funcionar para el lenguaje cinematográfico de la época, que buscaba alejarse de los diálogos estereotipados absorbidos desde Hollywood y sus estudios. Si bien los libretos no resultan melodramáticos en ese sentido, los diálogos se tornan demasiado edulcorados, acompañados algunas veces con movimientos de cámara igualmente acentuados en lo rosa.

Esa inyección de fantasía administrada hace que, probablemente, la película resultara mejor si fuese un cuento, incluso una novela. Los errores que pueden señalarse como pecados del melodrama serían más llevaderos si, por ejemplo, en lugar de enfocar con exagerado aire novelesco a Irene cuando Julián le habla al oído viniera a reemplazarla una frase borgiana, un colofón inolvidable. “La amistad es una pasión tanto más lúcida que el amor. ¡Aquí me tienen!”: solo hay que leer este otro fragmento del diálogo de los amigos que se reúnen en torno al tango y el vino para darse cuenta de que escrita, letra a letra, palabra a palabra, esta frase debió quedarse en los terrenos editoriales y no llegar a la gran pantalla. Al menos no de esa manera. 

Pero si el principal defecto de la película es su poesía incontenible, esa es también su mejor virtud. Hugo Santiago Muchnick compone una pieza única atravesada por el alma argentina. Le pone fútbol y una milonga que acaba siendo una especie de elegía premonitoria. “Morir es una costumbre que sabe tener la gente”, canta en clave de este género popular rioplatense Roberto Villanueva, intérprete de la música compuesta por Aníbal Troilo y los versos de -como no podía ser de otra manera- Jorge Luis Borges.

Todo eso, trenzado con sigilo, y el gran argumento de Aquilea sitiada por anónimos, dotan a la película de un halo de nacionalismo innegable, apartado de convicciones políticas no compartidas con el movimiento cinematográfico latinoamericano de la época, pero tampoco opacas, ni negadas a su forma. El crítico de cine y guionista francés Jean-Louis Bory lo señaló así en el semanario Le Nouvel Observateur: “La preocupación política se combina con la ansiedad existencial. La invasión es una de las formas de la muerte (interpretación que sugiere un muy bello poema de Borges cantado a la guitarra​). La vida continúa y también la resistencia, pero con otros y para otros”.

Y aunque Borges subrayó al nacionalismo como “uno de los grandes males de nuestra época” en una entrevista de antología con el Nobel peruano Mario Vargas Llosa, lo aseguró en el más político de los sentidos: “Es un mal que corresponde a las derechas y a las izquierdas”. Quiso divorciarse de ambas en un momento en el que la balanza latinoamericana del arte se inclinaba por las revoluciones que se gestaban en los gobiernos de oposición a dictaduras y mandatos de extrema derecha.

El acto de alejarse de las orillas políticas y establecer una nueva narrativa, igualmente distante de las historias hollywoodenses, marcó un punto de inflexión en el cine argentino que perdura hasta hoy. “Sería difícil nombrar a otra película de cine argentino, que tenga como Invasión, la situación de ser “La” película de culto. Una película de un carácter excepcional”, escribió Eduardo A. Russo, uno de los críticos contemporáneos argentinos más importantes.

Algunos coincidirán con los números de la taquilla local, que parecieron no moverse -ni conmoverse- so pena de saber que el gran estandarte de la literatura nacional de la época estaba detrás del filme. Pero lo que no le dieron los números a Invasión se lo han dado los años, sobre los que envejece mejor, intacta, apoltronada en la idea de ser un relato único de un momento sui géneris, como un vestido hecho a la medida artesanalmente, y del que nunca podrán repetirse las puntadas. 

El escritor y cineasta bonaerense Edgardo Cozarinsky no pudo haberlo dicho mejor: “Invasión es un objeto cinematográfico autónomo, como los poemas de Quevedo eran objetos verbales autosuficientes para Borges: se beneficia con la necesidad puramente formal de todos sus elementos y la independencia de toda servidumbre realista”. 

Desde su estreno, muchas líneas se han escrito sobre este filme, pero serán siempre, en todo caso, las mejores las escritas por su autor, por su soñador. Por su Borges único y excepcional, que se jugó un par de duplas para dejar su nombre, además de amarrado a la literatura universal, a la posibilidad de hacer un cine de autor sinigual. Fue argumentista junto a Bioy Casares, y guionista de la mano de Hugo Santiago. Fue el hombre que invadió el lenguaje cinematográfico latinoamericano en su momento más convulso para hacerse, si cabía, aún más grande e infinito. “Quiero dejar constancia de que Invasión es una película diferente a cualquier otra y bien puede ser el primer ejemplo de un nuevo género de fantasía”… Ese es Borges describiendo su invención en el período más radical del séptimo arte de América Latina. Un boom total. 

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