«Creo que a veces es la muerte la que
nos hace miembros de la misma familia.
Ciertas formas de la muerte.
O específicas muertes con nombre y apellido».
A Eduardo Ruiz Sosa lo conocí no sé si a causa de mi juvenil empeño por leer las cosas subterráneas que estaba publicando mi generación o, en cambio, guiado por las recomendaciones del azar, que someten nuestras decisiones de forma inflexible y guían nuestras manos hacia la negritud. No recuerdo ni creo llegar a recordar cómo di con La voluntad de marcharse (2008), su ópera prima; recuerdo, sí, lo telúrico de aquella lectura inicial, lo innovador, lo enigmático. Recuerdo, sobre todo, la amarga lucidez en las voces habitantes de ese opúsculo.
Apenas terminé de leerlo, comencé a buscar más textos suyos. El escenario se me presentó mortecino. Para esos días, Eduardo había desaparecido de las geografías literarias mexicanas. Me consolaba releyendo sus cuentos y me decía a mí mismo que no importaba si Ruiz Sosa no volvía a escribir nunca más porque existía algo como «El rojo sangre de la espina» o «La deriva de los continentes». Hablaba de sus relatos cada que había ocasión. Recomendaba a mis amigos escritores incluirlo en sus fallidos proyectos antológicos y a mis colegas de la facultad comentarlo en sus participaciones en coloquios. Nunca nadie me hizo caso.
Distanciado, instalé a Eduardo Ruiz Sosa como un fantasma en mi cartografía personal.
«Sin espera no hay viaje: hay errancia.
Entonces, el distanciamiento comienza
cuando alguien ya nos dejó de esperar».
Una década pasó.
Hórrido año 2020. El tema de la vida era la muerte. El tema era la soledad, el tema era la tristeza. Las ciudades hiperventilaban. Las ambulancias gritaban día y noche. Traía yo muy mala música en el alma. Leer, como nunca, se había convertido en mi manera de resistir. Devoraba textos como un desesperado, encerrado en Fortaleza Tabiques. El algoritmo espía de Amazon —rostro público de la mónada por venir— estaba enterado de mi estado. Al menos una vez por semana mandaba que me trajera libros hasta la entrada de mi Fortaleza.
Una noche llegó a mi correo electrónico una recomendación de compra. Inexplicablemente, el nombre del escritor estaba allí en la portada de un libro. Al instante siguiente ya estaba descargándolo en mi Kindle. Por la mañana remonté la búsqueda con más competencia y pericia que cuando joven. Resulta que Eduardo había pasado todos esos años en Europa devorando libros, estudiando y siguiendo los rastros de sus propios fantasmas. En el entretanto, había realizado tres nuevas obras: Anatomía de la memoria (2014), Primera silva de sombra (2018) y Cuántos de los tuyos han muerto (2019) que no demoré en conseguir.
«¿Cómo no escribir epitafios en una ciudad
llena de tumbas y huesos? ¿Cómo no hacerse un fantasma,
un ejércitos de fantasmas que luego
serían tan ellos, tan suyos, tan libres como incapaces
de saber que antes, en un principio,
no eran más que un manojo de nervios y sueños, nunca carne?»
¿Cuánto ocurre con un escritor en una década? ¿Cuánto ocurre con un lector? ¿Cuántos muertos se han adherido a nuestros fatigosos días (los de Eduardo y los míos) en este tiempo?
«El que se va siempre vuelve,
nunca deja de volver el que se va,
nunca dejará de estar dejando de volver,
jamás nunca estará lejos sin volver
ni dejando de estar lejos en la vuelta:
la vuelta es el imposible destino de los viajeros».
Me alienta saber que Eduardo ha vuelto. Leerle, en 2022, es como dar un paseo en el ocaso por el cementerio de mi pueblo natal, o por el departamento de Pessoa (que nunca quiero visitar) o por el llano de Rulfo (que visito todos los días aunque no quiera): espacios limítrofes habitados por ecos y reminiscencias de dolores que no acaban, que no saben cómo acabar.
Pienso ahora, mientras miro el año de publicación de su Anatomía de la memoria que, de hecho, él no volvió porque nunca dejó de estar volviendo, y comienzo a temer, mientras escribo esto, que el espectro de Ruiz Sosa soy yo: ser sin rostro, sin gravedad, sin porvenir ni pasado, figura intangible, mirada que vaga, desasosiego, fatiga: el lector de Eduardo, «atrapado entre las paredes de libros y el deseo de no abandonar su trabajo en ningún momento, Deja de existir como propio en un inicio lo era para convertirse en una extensión de lo que lee y de aquellos a quienes conoce por lo que escriben: una serie de inferencias y conjeturas durante los momentos en que finge dormir con los ojos cerrados solamente para descansar y continuar leyendo durante inacabables horas».