El festival de las máscaras

La máscara es un escondite, un ocultamiento, un florecimiento de la intriga y, por ende, del deseo.

La aversión por los clichés viene por su característica resolutiva: condensa casi todo, en especial lo que nos va a acontecer; los clichés son los lugares a donde iremos a parar tarde o temprano… cuando, por bondad, lucidez o torpeza, abramos los ojos y nos demos cuenta de que ya estamos ahí. 2020 fue un gran cliché, pero no de los gentiles, no de los que uno termina aceptando gustoso, sino de los que uno se empeña en negar y negar hasta con los dientes, como si de un conjuro para su mágica desaparición se tratase. Nos tocó, sin embargo, tomar la amarga copa con hiel espesa y tragar hasta la última gota de su contenido: pandemia, encierro —encerramiento interno—, temor, zozobra, pobreza, impotencia, exposición de las fisuras; golpe a la experiencia con el mundo y a la experimentación de sí con los otros. La medida del aborrecido cáliz no fue la misma para todos, claro está.

Si bien la gran transformación del mundo ha sido progresiva y vertiginosa, no es cierto que ha ocurrido de la noche a la mañana, aunque nuestra percepción cronométrica del tiempo nos lo haga sentir así. Esa gran transformación ha sido la de la era digital, que tiene como sostén a la sociedad de mercado. El golpe abrupto aconteció este año: la sociedad mundial —o globalizada— se vio avocada a reemplazar los pocos espacios públicos y académicos donde se gestan las interacciones, el habla y la acción por “espacios sin espacio, en los que no estamos realmente presentes ni vivos y en los que no podemos morir” (por citar una de las lúcidas reflexiones de Sanín). Esos espacios vacíos se ubican en la privacidad. Y, a pesar de ser vacíos, están fuertemente intercomunicados y hechos para la irrupción en la vida privada. El foro y el ágora fueron cambiados por redes sociales que favorecen el anonimato y la persecución; unos conjuntos de datos hacen más datos y erradican el carácter de las personas para perfilarlas. No es cierto que esto haya fomentado y refinado el debate y el diálogo: no hemos sido educados para ninguno de los dos (ni para la lexis ni para el logos), sino para la exposición de las propias ideas (tengo poca certeza sobre las “propias ideas”. “Apropiación de las ideas” o “ideas apropiadas” encaja mejor) en el marco del discurso imperativo, poco pensado y evasivo del sentimiento —en cambio desbordante de sentimentalismo y creencia, sustitutos perversos y destructores del sentimiento y el juicio—.

La nueva academia es una sala virtual de reuniones. Los docentes son una pantallita negra que hace sonidos, casi siempre cortados por la pérdida de conexión, que el estudiante debe descifrar para descifrar su contenido. Con el paso al espacio sin espacio se derrumbó el discurso codificado del pensamiento, acompañado por movimientos corporales, variaciones en la voz y silencios inventivos con que los maestros hacían sus clases; los silencios incómodos, el sonsonete a graduar con la barra de volumen y la incomprensión ante una imagen pixeleada, figurativa, se hicieron la regla. El modelo de estudiante favorito del fascismo también hizo su aparición: aislado y anónimo, “presente”, presto a levantar la mano y a seguir órdenes en masa, carente de la experiencia del compañerismo y el juego mutuo, adiestrado para los trabajos en grupo y el ofrecimiento de razones. En fin… ahora no sucede nada que no sea de conocimiento común ni que no se haya visto venir. Y tampoco es de lo que trata este texto. Insertados en ese panorama brevemente tocado, quiero relatar una experiencia reciente.

Para finalizar semestre, un grupo pequeño de estudiantes nos reunimos con un profesor para hacer un recorrido en cierto museo. Hicimos la reservación, acordamos la hora y llegamos al lugar. El tiempo, bastante reducido para revisar todas las salas, fue al menos suficiente para atisbar la curiosidad entre obras, encuentros, voces y máscaras. Entre los estudiantes habíamos hecho grupos para distintos trabajos, nos habíamos escuchado y visto por medio de la interfaz. Pero la idea de cómo éramos estaba muy difusa, y ese encuentro nos demostraba que éramos más que fantasmas. Culminó la hora de visita, salimos del lugar y nos dirigimos a un café cercano; nos sentamos alrededor de un par de mesas y, con café en mano, empezamos a hablar. La ocasión estaba dada para disertar y discurrir acerca de la sociedad, su situación actual, la cultura, el conocimiento común acerca de esa cultura y las afectaciones que suponía en distintos grados. En gran medida asistimos a ese lugar para conocer a nuestro docente, que resultó ser un maestro, y, desde luego, él presidió la conversación inicial en la que hacíamos breves interlocuciones. 

Lo interesante de llevar máscaras —hoy día mascarillas— de manera generalizada es que nos pone el interrogante sobre qué hay detrás de… Desde la antigüedad “máscara” significa “persona”, y nuestra concepción de persona sigue portando esa antigua rareza. La máscara es un escondite, un ocultamiento, un florecimiento de la intriga y, por ende, del deseo. La pregunta incisiva ante la máscara no es por el ‘qué’, sino por el ‘quién’; damos por sentado que detrás de la apariencia de una especie de rostro prefigurado y transfigurado hay alguien que se esconde por el puro placer de ser hallado. En nuestro caso, el juego del ocultamiento obligatorio dio lugar hay una especulación previa y natural: si acaso conocíamos nuestras voces, el cerebro, en su rapidez por completar todo, brindaría una imagen borrosa sobre cómo éramos. La imaginación superó la realidad, como siempre sucede, pero no eliminó la duda por los doblemente enmascarados. Después de un rato el profesor se fue, y los que aún seguíamos partimos rumbo a otro café. Entre tanto se oscureció el cielo y empezó a llover. En medio de una tenue esperanza por un café abierto y la fuerte lluvia, estaba ante nosotros una larga hilera de escaleras aguardando nuestra subida. La inactividad física de meses junto a la asfixia de la tela en el rostro hizo más difícil la empresa. Finalmente llegamos al café, que estaba cerrado y con algunas personas adentro, y luego de un par de minutos se dieron cuenta de que estábamos afuera y nos abrieron. Ya que no había espacio en el primer piso, nos dieron invitaron a pasar al segundo, y para fortuna nuestra estaba vacío. Luego de organizar sillas, mesas y luces, en un espacio adornado por un par de cuadros, unos cuantos anaqueles llenos de libros, otro par de afiches y alguna máquina de escribir, nos sentamos, secamos nuestras gafas y rostros, nos acomodamos y nos dispusimos a la charla mientras tomaban nuestra orden. La charla de ese momento se mantuvo alrededor de la perspicaz pregunta de una de las compañeras, que era más o menos esta: ¿qué aspecto del futuro personal nos gustaría conocer? Dialogamos y disputamos acerca de esos temas inútiles de los que más vale ser conscientes, aunque no tanto, porque nunca permiten respuestas definitivas sino provisionales. La vida, la muerte, el amor, la belleza, el ser, el pensamiento, la existencia, las anécdotas de algunos, etc., cosas tan inquietantes y de roce bohemio que bien o mal nuestros antepasados vivarachos y enigmáticos, los goliardos, se sentirían orgullosos de sus sucesores, y sentirían alguna pizca de esperanza ante el aniquilamiento de los universitarios. 

Un festival, como lo saben todos los pueblos, y para la vergüenza de nuestra ilustración desconocemos, es una ceremonia que destaca por la comunión y la vivacidad, donde un cierto acto original se revive, se recrea, vuelve a aparecer. El quid del asunto está en los disfraces y las máscaras, indispensables en todo ritual, que abren el paso para que las almas, desnudas, sigan el ritmo de la música dispuesta. El festival prepara los caminos por medio de los rituales, y las máscaras son facilitadoras de la epifanía, el éxtasis y la revelación. Guardianas del secreto y lo impronunciable, las máscaras ocultan a la vez que muestran; son las catalizadoras del líquido efervescente de la intriga que hace surgir, ante los ojos de los participantes-espectadores, los atributos desconocidos y deseados en el cuerpo visible. Es una cuestión de mirada e imaginación: la perspectiva desde la que vemos el objeto que encubre trasiega la imagen de una forma a otra, es decir, crea nuevas máscaras. La máscara es una lectura: está abierta a distintas interpretaciones y velocidades; y es un eclipse: protege de la ceguera a los ojos que alzan su mirada al brillo (no es un secreto a voces que el sol, como la belleza, no se puede mirar de frente, y que el lugar más oscuro siempre está debajo de la lámpara, como enseña el Zen). 

Caída la noche, pasada la lluvia, y arribando, a nuestra manera, los vericuetos de las máscaras, fuimos descubriendo las ideas que previamente nos habíamos hecho de cada uno. El fondo se inundó por el moonlight, en su primer movimiento, que es, quizá, el más famoso entre las sonatas de Beethoven. No en vano ni por casualidad sonaba su música: ese día se celebraban los 250 años de su natalicio. Curiosamente, cuando nos despedíamos del lugar, su dueño, que al menos por la reputación del lugar (además de café es una librería, o sea, una librería-café) y por su edad tiene briznas de erudito, nos asaltó hablando sobre Beethoven y los eventos que en homenaje a su memoria se llevaban a cabo alrededor del mundo, aunque quedó vergonzosamente al descubierto cuando confundió los primeros compases de la quinta sinfonía con la apassionata. Al fin, ya idos, desvelamos las concepciones sobre unos y otros: la discordancia pasajera entre compañeros en un trabajo creó una imagen algo antipática de una compañera, y la mala comunicación, o la casi imposible comunicación entre unas y otros ayudó a que se perpetrara a manera de teléfono roto. Para fortuna nuestra, al no haberla visto nunca, y al no identificarla a primera vista con la imagen de aquel comentario ocioso, pudimos informarnos sobre ella de una manera diferente —por el contacto, la compañía, las palabras, la fuerza de los gestos a medio ver, el brillo de los ojos y la calidez—, y al enterarnos, finalmente, de quien se trataba, no pudimos negar la sorpresa. En definitiva, una lección a tener en cuenta. Con los demás pasaron cosas similares: por la tesitura de su voz creímos que un compañero tenía una apariencia más seria o corpulenta; a otra nos la imaginábamos más pequeña y resultó ser la más grande del grupo, etc. 

Con todo, la nueva indumentaria pública que hemos adoptado tiene la misma función de la manzana que cubre el rostro del hombre de traje y bombín en el famoso cuadro de Magritte. ¿Qué rostro esconde esa manzana?, nos preguntamos. ¿Qué rostro esconde esa mascarilla?, ¿qué historia?, ¿quién es ese hijo del hombre? El solo hecho de preguntarnos por aquél que está ante nosotros, por aquello que se esconde detrás de, gracias al efecto de la máscara, pone movimiento el ritual sagrado del gran teatro de la existencia. Y es que, a lo mejor, eso que creemos que se esconde ante nuestra mirada ya no sigue en frente, ni a los lados, ni atrás, sino dentro de nosotros, corriendo de aquí para allá creando nuevos escondites, nuevas formas de mostrarse. A lo mejor lo que queremos descubrir en las máscaras ajenas sea lo que no es más oculto: nuestro propio rostro.

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