Hay algo profundamente chic y delirante en pensar cómo Mario Vargas Llosa, ese titán de las letras, premio Nobel de postín y traje impecable, terminó escribiendo la novela más desenfadada, hilarante y entrañable de su bibliografía, que el público devora como si fueran anticuchos en un domingo limeño.
La Tía Julia y el escribidor es, sin duda, la obra más “bacán” (como dirían en San Isidro) de Mario Vargas Llosa, no porque sea la más perfecta (para eso está Conversación en La Catedral), sino porque es la más humana, la más desvergonzada, la que más carcajadas provoca al lector y, al mismo tiempo, la que más punzadas al corazón da.
Aquí no hay dictadores sombríos, ni guerras apocalípticas, ni laberintos narrativos que requieran un mapa y una linterna. Aquí lo que hay es un Marito adolescente, con el corazón en llamas, un bigote recién estrenado y los pantalones demasiado ajustados, que se enamora perdidamente de su tía política, Julia, una boliviana guapa, sofisticada, divorciada y diez años mayor que él. ¡Escándalo en Lima! ¡Qué dirán las beatas! ¡Qué dirá la familia! Y, sobre todo, ¿qué dirá el propio Vargas Llosa cuando, años después, se vea obligado a convertir esta historia en literatura?
Porque esa es la gran ironía: La Tía Julia y el escribidor es, en el fondo, una novela sobre la mentira. Sobre las mentiras que nos contamos para justificar nuestros amores, nuestras ambiciones, nuestros fracasos. Pedro Camacho, el escribidor de radionovelas que comparte protagonismo con la parejita de enamorados, es el gran embustero de la historia, un hombre que fabrica realidades tan delirantes que acaban devorándolo. Sus historias—llenas de incestos, resurrecciones, y crímenes pasionales—son tan absurdas que, al leerlas, uno no sabe si reír o llorar. Pero, ¿acaso no es eso mismo lo que hace Vargas Llosa? ¿No está él también jugando con la realidad, exagerándola, retorciéndola, hasta convertirla en algo más grande, más brillante, más ridículamente hermoso?
Los puristas del Boom latinoamericano, esos señorones tan serios que creían que la literatura debía ser un ejercicio de alto voltaje intelectual, fruncieron el ceño ante esta novela. ¿Cómo era posible que el autor de La ciudad y los perros —esa obra maestra de la narrativa oscura y compleja— se rebajara a contar una historia casi folletinesca, salpicada de humor sagaz y situaciones estrambóticas? García Márquez, el gran mago del realismo mágico, debió de sentir un escalofrío al ver cómo su (futuro rival y ex) amigo Vargas Llosa se permitía ser tan descaradamente divertido. Porque hay que decirlo, el buen Gabo, con todo su genio, nunca fue exactamente un cómico. Sus novelas tenían humor, sí, pero era un humor melancólico, teñido de fatalismo, no exento del egocentrismo habitual del maestro colombiano. En cambio, La Tía Julia es pura gozadera narrativa, un derroche de ingenio y frescura que, de tan bien escrito, casi engaña al lector haciéndole creer que es “sencillo”.
Y aquí está el verdadero truco de magia: bajo su apariencia de comedia ligera, la novela es una reflexión profundísima sobre el arte de narrar. Pedro Camacho, ese genio loco que escribe radionovelas como si estuviera poseído por los demonios de la creatividad, es el espejo deformado del propio Vargas Llosa. Ambos son fabricantes de mentiras, ambos viven en mundos imaginarios que, de tan vívidos, terminan volviéndose más reales que la realidad misma. La diferencia es que Camacho se pierde en sus propias ficciones, mientras que Vargas Llosa —el Vargas Llosa adulto, el que escribe la novela— sabe reírse de sí mismo.

Ah, pero también hablemos de Julia Urquidi, la verdadera tía Julia, la mujer que inspiró el personaje y que, tras su divorcio de Vargas Llosa, escribió en 1983, seis años después de la aparición de la novela, un librito de memorias titulado Lo que Varguitas no dijo. Ahí, la pobre Julia se retrata como la víctima, la mujer traicionada por el ego de un escritor en ciernes. Es un texto desesperado, patético, lleno de rencor y heridas mal cerradas. Pero, ¿quién lo lee hoy? Nadie. Mientras tanto, La Tía Julia y el escribidor sigue siendo celebrada, porque la literatura, cuando es buena, sobrevive a los rencores personales.
Vargas Llosa, en sus memorias, admitió que durante muchos años sintió una cierta vergüenza por haberse atrevido a escribir esta novela y que además fuera la más vendida por mucho, a nivel internacional, de su ouvre (hasta una versión cinematográfica Hollywoodense tuvo, con una irresistible Barbara Hershey, un joven y lerdo Keanu Reeves y el infalible Peter Falk como protagonistas). ¿Por qué? Tal vez porque se encontraba a sí mismo demasiado transparente en ella. En La Fiesta del Chivo podía esconderse detrás de la figura histórica de Trujillo y la tragedia de Uranita Cabral; en La guerra del fin del mundo, detrás del épico conflicto de Canudos. Pero aquí no hay dónde esconderse. Aquí está él, joven, enamorado, torpe, ambicioso, ridículo. Y es justamente esa vulnerabilidad la que hace que el libro perdure.
Así que aquí estamos, décadas después, con el Nobel ya habiendo estirado la pata, con La Tía Julia y el escribidor convertida en esa rara avis de la literatura: una novela que los académicos citan con cierto rubor (demasiado divertida para ser seria, demasiado bien escrita para ser descartada), mientras los lectores normales la abrazan sin complejos. Es el libro que demuestra que Vargas Llosa, más allá de sus pulcros trajes de académico y sus discursos sobre la Gran Literatura, tenía un corazón que a veces latía al ritmo de un bolero y no de una sinfonía.
¿Le avergonzaba? Quizás.
Pero, ¿ya qué importa?
Al final, el tiempo pone todo en su lugar, y el lugar de esta novela está en esos estantes donde los libros no se guardan para impresionar a las visitas, sino para releer en las noches de insomnio, buscando esa rara combinación de risa y melancolía que solo las grandes obras logran. Mientras tanto, los puristas pueden seguir discutiendo sobre el “canon” y el “valor literario”. Nosotros, los simples mortales, seguiremos riendo con las locuras de Pedro Camacho y suspirando por el joven Varguitas, ese muchacho que nos recordó que hasta los Nobel fueron alguna vez unos idiotas enamorados. Eso también es, se sabe, literatura.
Y de la buena.