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Francisco: un cinéfilo en la silla de Pedro

Sus referencias delataron un ojo exigente: admiró el Nazarín de Buñuel (por su retrato ambiguo de la santidad), el Ordet de Dreyer (fe y milagros en blanco y negro) y hasta La gran ilusión de Renoir (humanismo en tiempos de guerra).

No sería el primer pontífice que mirara hacia Hollywood, pero sí quizás el único que podría citar a Tarkovski y La Strada en la misma homilía. Jorge Mario Bergoglio, antes de vestir de blanco, fue un muchacho de Flores que creció entre incienso y celuloide. El cine fue su segunda parroquia. En aquellos años, el joven que llegaría a ser Papa no se perdía las funciones del San Martín o el Gran Rivadavia, aquellos templos porteños donde el humo de los cigarrillos se mezclaba con los haces de luz de los proyectores. Allí, entre butacas gastadas y murmullos en italiano, se forjó su educación sentimental—y teológica—a golpe de neorrealismo.

Sus preferencias quedaron como un mapa de su pensamiento: La Strada (1954), de Fellini, encabezó siempre su lista. No fue casualidad. La historia de Gelsomina, el brutal Zampanò y el angelical Il Matto—aquella trinidad profana de víctima, verdugo y redentor—lo marcó como pocas. “Fue la película que más me conmovió en la vida”, confesó más de una vez. Ahí estaba la clave: Bergoglio prefirió siempre los márgenes al centro, los perdedores a los héroes. Lo mismo ocurrió con su devoción por Ben-Hur (1959), pero no por las carreras de cuadrigas, sino por aquella escena silenciosa donde Cristo le da agua al protagonista sin decir una palabra. El cine, para él, fue siempre evangelio en pantalla grande.

Sus referencias delataron un ojo exigente: admiró el Nazarín de Buñuel (por su retrato ambiguo de la santidad), el Ordet de Dreyer (fe y milagros en blanco y negro) y hasta La gran ilusión de Renoir (humanismo en tiempos de guerra). Pero también tuvo debilidad por el cine argentino: La historia oficial (1985) le pareció un “golpe bajo necesario” y le emocionó profundamente la interpretación de Norma Aleandro, mientras que El secreto de sus ojos (2009) le arrancó el elogio de “esa manera tan nuestra de mezclar crimen y melancolía”.

Francisco nunca ocultó su fascinación por el poder pedagógico del cine. En sus años como profesor de literatura en el colegio jesuita Salvador, proyectó El evangelio según San Mateo de Pasolini para discutir la figura de Cristo revolucionario. Más tarde, como arzobispo, organizó ciclos de cine debate en villas miseria—con Ladrón de bicicletas como herramienta pastoral. Incluso en el Vaticano, corrió el rumor de que tenía un acuerdo tácito con Netflix: cuando The Two Popes (2019) llegó a plataformas, no solo la vio, sino que bromeó: “Hopkins me hizo más interesante de lo que fui”.

Bergoglio entendió antes que muchos curas posconciliares que el cine era el púlpito moderno. Sus homilías quedaron plagadas de guiños cinéfilos: comparó a los fariseos con “esos villanos de Hitchcock que sonríen mientras envenenan el té”, y definió la globalización como “un Titanic donde los pobres viajaban en tercera clase”. Hasta su discurso ecológico en Laudato Si’ tuvo ecos de Powaqqatsi, aquel documental de Godfrey Reggio que mostraba la tierra herida por el progreso. ¿Su actriz favorita? Muchas: Sophia Loren, Carole Lombard, Ingrid Bergman, Anne Bancroft, Audrey Hepburn, Kim Novak, Natalie Wood, Marilyn Monroe y hasta la trágica Sharon Tate. De la cepa reciente, admiraba el trabajo de Emma Thompson, Cate Blanchett y Nicole Kidman, a quien recibió en una audiencia privada.

Pero hubo una paradoja en su mirada: el Papa que amó el cine de autor también disfrutó del kitsch bienintencionado. Se supo que vio La vida es bella tres veces (“Aunque Benigni exageró, la escena del niño salvado me desarmó”), y que en su adolescencia gozó de las comedias que popularizó Alberto Olmedo. También fue admirador de cineastas como Tim Burton y David Lynch. Fue ese eclecticismo lo que lo salvó del purismo: para él, lo importante nunca fue el formato, sino la verdad que destellaba en la pantalla.

En 2015, durante el Festival de Venecia, dejó una frase que resumió su credo: “El cine fue el arte más cercano al misterio de la Encarnación”. No habló como teólogo, sino como aquel cinéfilo que nunca dejó de ser: el que supo que Dios, a veces, hablaba mejor en subtítulos en una pantalla que en latín.

Es parte de su legado, tan inextricable de su persona como su amor al fútbol: ser un pontífice que prefirió el olor a palomitas al incienso.