En 1982, un año antes de la restauración de la democracia en Argentina, Desmond Morris publicó un largo ensayo en el que -sin aspiraciones antropológicas- exploró ese recreo humano al que calificó como Tribu del futbol.
En la obra, a la que animosamente llamó El deporte rey, el eminente zoólogo de la Universidad de Oxford (famoso por El mono desnudo, de 1967) se preguntó cómo se hubieran explicado eventuales extraterrestres -venidos a la tierra en Ovnis; el tema estaba en boga- el comportamiento del animal humano al verlo pendiente de lo que sucedía en una parcela de hierba en la que veintidós especímenes con atuendos de brillantes colores se pasaban 90 minutos dando puntapiés a un balón durante la final de la Copa del Mundo de 1978, efectuada en el estadio Monumental de Buenos Aires:
“¿Qué habrían consignado en su diario de vuelo? ¿Una danza sagrada de algún tipo? ¿Una batalla ritual? ¿Tal vez una ceremonia religiosa?”
El científico -quien acaba de cumplir 97 años- se imaginó que los cautivados intrusos planearían un hipotético viaje por todo el planeta y descubrirían que casi todas las principales ciudades de este mundo se jactaban de tener un agujero verde en cuyo centro se celebraban regularmente rituales que consistían, básicamente, en dar patadas a una pelota. Pero lo más perturbador para los extraterrestres -según Morris- sería encontrar una respuesta sobre cómo era que cientos de millones de “esos seres” observaban en directo el pasatiempo a miles de kilómetros de distancia, a través de una pantalla rectangular a la que llamaban televisión. ¿Qué satisfacción podría procurarles?
El Deporte Rey formó parte de una alineación de análisis intelectuales y científicos que se dispusieron a estudiar en serio esa religión laica a la que otros llaman balompié. Aquí en México, Ángel Fernández lo llamó -sin modismos de género- “el juego del hombre”. Quería referirse al hombre que juega, en términos de Johan Huizinga: el juego como sentimiento sagrado.
Pensadores como Norbert Elias, Eric Dunning y Jean Marie Brohm dibujaron en el pizarrón esquemas sociológicos desde varios puntos del campo de la investigación; luego, se sumaron planteamientos desde disciplinas tan ajenas al vestidor como la antropología, las matemáticas, la economía y la biomedicina. Todavía con innumerables ensayos publicados en la biblioteca y hemerotecas deportivas, las preguntas de Desmond Morris siguen sin encontrar respuestas satisfactorias, o plausibles. El futbol sigue siendo un deporte humano, demasiado humano (diría Nietzsche). Más cercano al mono desnudo que a los descubrimientos espaciales y a la Inteligencia Artificial. Más acá del acto de fe que del método científico. Y más dado a la parábola que al teorema.
También en los años sesenta, las principales congregaciones religiosas intentaron comprender qué era lo que hacía posible la plegaria en esas “ceremonias de parcelas de hierba” en lugares tan distantes, con dioses tan distintos y culturas tan dispares. En la geometría de las creencias, la forma redonda del paganismo congregaba más fieles que cualquiera forma de los monoteísmos. “Cada cosa es infinitas cosas”, dice un verso de Jorge Luis Borges.
Hegel, con un tino asombroso, encontró el doble juego de los momentos. En el todo -o en la totalidad- de la realidad humana hay “instantes” en los que disputan la incoherencia con lo coherente, el ser con la conciencia, el pensamiento con la vida, la intuición con la reflexión general. Un hombre es, en efecto, muchos hombres: un instante “genera” muchas formas de esa contradicción.
Mientras Morris evocaba la final del 78, con sus quiebres de ciencia ficción, Jorge Mario Bergoglio, superior provincial de los jesuitas en Argentina y exprofesor de literatura y sicología de la escuela Inmaculada Concepción de Santa Fe, tenía problemas más humanos que resolver; más instintivos que reflexivos. El Espíritu, subrayaba Hegel, hace desaparecer las contradicciones. Así lo entendió, a su tiempo, Bergoglio.
La dictadura militar, que tomó el poder en el país desde el 24 de marzo de 1976, emprendía una persecución feroz contra disidentes políticos y religiosos proactivos quienes encontraron en la Opción del Pueblo una forma albiceleste de Teología de la Liberación, que encabezaba -entre otros- un creativo de alta percha filosófica: Juan Carlos Scannone, uno de los maestros que más influyeron en la carrera sacerdotal del futuro papa Francisco. El futuro jefe del Estado Vaticano, tuvo edad suficiente para comprender el juego de pared entre lo real y lo racional.
Bergoglio, quien recibió el bautismo en el día de la Natividad de 1936 (había nacido el 17 de diciembre) en la Basílica de María Auxiliadora en el barrio Almagro de la capital federal, había aplicado las virtudes teologales -fe, esperanza y caridad- en las canchas callejeras de las villas pobres de aquel domicilio en el que nació San Lorenzo, uno de los grandes clubes del futbol argentino, a cuyos colores se ordenó el primer Sumo Pontífice no europeo desde el siglo VIII. El Almagro salió campeón en la Copa de Honor justo en aquella temporada en la que Jorge Mario recibió el primer sacramento.
En octubre de 1944 aceptó el segundo, la Eucaristía. Dos años después, un hecho cambió la vida de todos los argentinos del resto del siglo XX: la llegada al poder de Juan Domingo Perón, líder obrero que había participado en el golpe de Estado de 1943 que derrocó al presidente Ramón Antonio Castillo. Durante el peronismo, Bergoglio terminó sus estudios secundarios y sufrió una enfermedad que provocó que le extirparan una parte de sus pulmones. Mientras Perón deambuló en su exilio, el joven de 21 años decidió ordenarse sacerdote. Ingresó al noviciado de la Compañía de Jesús. Pronto conoció la palabra de Pablo, el de Tarso: “Conoceré, por fin, cómo he sido conocido por Dios”.
El Concilio Vaticano II, convocado por Juan XXIII, provocó grandes cambios en el interior de la Iglesia Católica. En diciembre de 1965 -mientras Bergoglio trató por primera vez a Borges, quien dictó un seminario en la ciudad de Santa Fe-, Paulo VI promulgó la constitución pastoral Alegría y Esperanza (Gaudium et spes) que actualizó el discurso pastoral de Roma con el mundo del siglo XX, sobreviviente a dos guerras mundiales entre cuyas cenizas se esfumó una idea -vaga- de Dios.
En el capítulo llamado “Problemas más urgentes” el documento reinterpretó los asuntos que (según el Concilio, en el que participó el polaco Karol Wojtyla, quien de niño había jugado como portero en varios equipos de futbol de Cracovia y sería elegido papa como Juan Pablo II en octubre de ese 1978; el primero no italiano desde 1523) interesaban a toda la humanidad sobre la que asediaba el fantasma de la bomba nuclear, todavía más que la invasión extraterrestre simulada con sobrado éxito radiofónico por Orson Wells.
Entre esos problemas -familia, matrimonio, política, comunidad, guerra y paz- la reunión eclesial se encontró con una “reflexión general”: la “cuestión cultura”, palabra cuya glosa abrió grandes transformaciones al interior del catolicismo, que sufrió un cisma -momento hegeliano- de considerables proporciones. La grey actual es un efecto directo de aquellas sesiones que provocaron la huida de más de ocho mil jesuitas del ministerio.
El santo que deslumbró la noche
Ocho siglos antes de que se produjera aquella escisión en la Iglesia romana, en 1202, el hijo de un comerciante de telas cayó preso en durante un enfrentamiento entre Perugia y Asís. Lo mantuvieron en cautiverio durante varias semanas. Francesco (llamado así por el nombre de la tela francesa que intercambiaba su padre) volvió a casa en donde -sin saber por qué- atravesó por un periodo de intensa búsqueda espiritual. Tenía diecinueve años.
Todos a su alrededor quedaron perplejos cuando le observaron pasar largas horas de oración y ayuno. También causó asombro su repentina atención por los desamparados, por los más pobres. Durante una peregrinación a Roma, el de Asís sintió dolor por los desvalidos que pedían comida en las afueras de una iglesia consagrada a Pablo. Cambió sus ropas por las de unos de ellos, quien no dio crédito a lo que sucedía. Otra vez en casa, Francesco comenzó una vida de parquedad. Tiempo después diría: necesito poco y lo que necesito es muy poco.
El padre -negociante al fin- sitió repudio por su hijo, a quien corrió de casa. Ayudado por leprosos y miserables, Francesco escuchó una voz que le recordaba el mandato de Mateo 10, 7-19: deja todo y sigue a Jesús. Cosa que hizo.
Otros dicen que Una voz le pidió: “Reconstruye, mi Iglesia, Francesco”. Era, según esta versión, Dios. El muchacho se dispuso a hacer arreglos de mampostería al templo. En otra ocasión mística descubrió que la voz se refería a la congregación, la Ecclesia. Al poco tiempo, Francesco se hizo de seguidores y comenzó un largo viaje misionero con el más elemental estilo de vida; fomentada por el ayuno y la oración. Francesco murió en casi total aislamiento en 1226. Fue canonizado en 1228 por el papa Gregorio IX como San Francisco de Asís.
Desde luego, Jorge Mario Bergoglio sintió una profunda consternación al leer, cada uno y con sus distintas versiones, los pasajes de Francisco. Extraño que a ninguno de los papas posteriores a la muerte del de Asís se les hubiera atravesado la idea de nombrarse Francisco. Bergolio supo que ese nombre estaba reservado para él; por su fe en los hombres y por su vocación irrenunciable por la sencillez. Como el de Asís, Bergolio entendió siempre que los cruzados que defendían la Palabra de Dios estaban más alejados de Ella que los fariseos y los herejes a los que decían combatir. “Reconstruye mi Iglesia”, pareció escuchar Jorge Mario cuando fue elegido como el gran pastor de Roma, cuando la Ecclesia pasaba por otro momento de confusión.
Allí en donde reinan la quietud y la meditación
Cuando Bergoglio ya había sido elegido como heredero de Pedro, Scannone recordaría que en el Concilio II Paulo VI hizo referencia a la evangelización todas las formas “culturales del hombre”. Y subrayó: la cultura es el sentido último de la vida. La Compañía de Jesús -siempre incómoda- tomó notas y escribió pies de páginas sobre las “nuevas” maneras de evangelizar a los próximos files, sobre todo en América Latina.
Los jesuitas desde su fundación en 1534 habían utilizado formas poco ortodoxas para acercarse a los “últimos sentidos de la vida” de los congregantes, a los que convocaban con educación, juegos y sacramentos. El Vaticano II fue un quiebre y una oportunidad para llevar el balón a zonas del campo religioso poco exploradas con anterioridad, tal y como la orden lo había hecho en territorios guaraníes -hoy parte de Argentina, Brasil, Bolivia y Paraguay- en Sudamérica durante el siglo XVII en cuya cultura que encontraron un pasatiempo que se jugaba con pelota a la que pegaba con los pies.
La Teología de la Liberación fue, de hecho, una corriente revolucionaria que respondió -en efecto- a los “tiempos modernos” latinoamericanos. Meses después de la clausura del Concilio, cuando Bergoglio, tenía 30 años, la Federación Internacional de Asociaciones de Futbol decidió por fin otorgar la sede de la fase final de la Copa del Mundo de 1978 a Argentina, que había fracasado en sus candidaturas para las ediciones de 1938 (Francia), 62 (Chile) y 70 (México). La designación formalizada en Londres en julio de 1966 llegó una semana después del golpe Militar de Revolución Argentina, encabezada por Juan Carlos Onganía bajo el inexplicable concepto de Estado Burocrático Autoritario. La Teología y la sede de la Copa del Mundo se mezclaron en un periodo convulso de la historia moderna del país en el que el futbol era religión; primero y último sentido de la vida. Borges anotó en Oda escrita en 1966: “Nadie es la patria, pero todos lo somos”.
Bergoglio tuvo el talento para moverse en una cancha con candados presión en cada palmo del terreno. Durante la dictadura de Onganía, el futuro papa tuvo un curioso acercamiento con miembros de la Guardia de Hierro, organización peronista con afanes políticos y en la que conoció a Amalia Podetti, quien -a través de Hegel, sin ser ella hegeliana- le corrigió su idea sobre “las periferias”, en las que reforzaría su trabajo pastoral como jesuita. El futbol, a su manera, le ayudó a entender en directo el ecosistema social de una capital desamparada social y económicamente.
En marzo de 2013, poco antes de ser ordenado como Santo Padre, los opositores a su elección recordarían esos días de acción política de Bergoglio, a quien acusaban de militante de izquierdas. Cuando le preguntaron a Scannone si Francisco había sido, en efecto, un “zurdo”, éste respondió: “¿Qué quiere decir ser de izquierdas? Si significa velar por los más pobres, eso tiene que ver con el Evangelio; no con la posición política. Bergoglio no necesitó ser de izquierdas para optar por los más pobres. Pero también lo hizo la Teología: optar por los descartados, por los excluidos y por las víctimas de la historia”.
Otros, paradójicamente, le llamaron cómplice por omisión de la dictadura militar que derrocó al gobierno de Isabel Perón en la primavera de 1976, mientras la selección de Cesar Luis Menotti cumplía con una gira de preparación por Europa. Varios de los integrantes de aquel once tenían familiares cercanos pertenecientes a grupos radicales opositores al régimen de Jorge Rafael Videla, al que se atribuyeron decenas de miles de torturados y desaparecidos.
Mientras Desmond Morris quedaba asombrado por el alcance de audiencia de la final del Mundial del 78 en la que Argentina vencía a Holanda en la cancha de River Plate, el ser humano se encargaba de poner en orden sus lados más oscuros y sanguinarios; perfiles que difícilmente podían comprender seres venidos de otros planetas.
Los presos políticos de la dictadura eran brutalmente torturados en varios lugares del país, uno de los más infames fue el centro de detención de la Escuela Mecánica de la Armada, en el que fueron mantenidos en cautiverio, al menos, cinco mil prisioneros, entre ellos los sacerdotes jesuitas Orlando Yorio y Francisco Jalics, quienes realizaban labores pastorales en las “periferias” de Buenos Aires. En una de ellas, Villa Forito, nació el 30 de octubre de 1960, el astro llamado a cambiar la narrativa del futbol argentino: Diego Armando Maradona, el diez que dio a la albiceleste su segunda Copa del Mundo en México 86. Menotti, debido a su juventud, decidió no convocar a Maradona para el certamen del 78. Un año después, ambos se coronaron como campeones en el Juvenil de Japón al vencer 3-1 a la Unión Soviética. El Diego anotó el tercer gol de aquel partido. Maradona se convirtió en una suerte de efigie en pantalones cortos para una sociedad desalentada moralmente.
El Señor es mi pastor en la edad de la nada
Después de la “danza sagrada” que observó Desmond Morris, Argentina entró en una de las noches más largas y oscuras de su historia. Bergoglio testificó en los juicios contra los militares y siguió con suma atención los procesos de las leyes de Punto Final (1986) y Obediencia Debida (1987) mientras era rector del Colegio Máximo de San Miguel, en el Gran Buenos Aires.
Un hombre es muchos hombres. Siempre son muchos los acontecimientos que suceden en una vida. Bergoglio ha sido tantos, y el mismo a la vez. Vivió la Argentina preperonista; vio a Juan Domingo dando el golpe de Estado; lo vio triunfador las presidenciales; leyó los detalles de la boda con Maria Eva Duarte (seguramente también las grandísimas obras de Tomás Eloy Martínez, Santa Evita y La novela de Perón), su muerte y la pérdida de su cuerpo terrenal; experimentó en carne propia las dictaduras de Pedro Eugenio Arámburu, Onganía, Roberto Marcelo Levingston y Alejandro Lanusse; el regreso del peronismo, el arribo de María Estela Martínez de Perón, la Junta Militar y la restauración de la democracia en 1983 y los diez presidentes que se han votado en las urnas desde entonces.
Como sacerdote Bergoglio obedeció a los papas Pío XII, Juan XXIII, Paulo VI, Juan Pablo I, Juan Pablo II y Benedicto XVI. En marzo de 2013 ocupó el lugar 266 de los herederos de Pedro como el primer Francisco. El pastor de almas lleva en sus sandalias las secuelas de la Segunda Guerra Mundial, la consolidación del socialismo de Estado con Stalin, la Guerra Fría, la llegada del hombre a la Luna, la instalación y derrumbe de dictaduras en casi toda Sudamérica, la Guerra de las Malvinas, la caída del Muro de Berlín, el final de los Soviets, el final de las ideologías, el dominio de la economía de mercado, el regreso de los populismos en las democracias occidentales y el tricampeonato de la selección argentina de futbol.
Una cosa no ha cambiado desde que Jorge Mario Bergoglio recibió el primer sacramento: la pobreza de miles de millones de personas en todo el mundo. La Argentina, padeció uno de sus momentos más dramáticos a comienzos del siglo XXI con el tristemente llamado “corralito”. Como antes y como ahora, la inflación mantiene por debajo de la línea de la miseria a una gran parte de la clase obrera; los niveles de inflación siguen pareciendo de ciencia ficción y la alta marginalidad han aumentado la lista de “descartados” -como los calificaba Scannone- y “grasitas” -como los apodaba Evita. A los que tienen poco, lo poco se les ha quitado, y así en grandes partes de un sistema económico mundial en el que 1, 300 millones de personas viven con menos de un dólar al día; 4,400 millones no tienen acceso a agua potable y más de la mitad de la población nunca ha realizado una llamada telefónica. Al dólar, lo que es del dólar.
Jorge Omar Bergolio fue elegido papa en marzo de 2013 ante la insospechada renuncia de Benedicto XVI (muerto en el último día de 2022). Juan Pablo II eligió como nombre de pontífice el de dos antecesores Juan XXIII y Paulo VI (Juan Pablo I había hecho lo mismo). Josep Aloisius Ratzinger el de Bededicto XV, el papa que dirigió el Vaticano entre el comienzo de la Primera Guerra Mundial hasta 1922, cuando los imperios ya eran cenizas convertidas en polvo.
Francisco devolvió humildad, logos (palabra) y comunión a miles de millones de católicos que habían perdido el camino al cielo, al otro cielo más allá del que imaginó Desmond Morris. Sus homilías constituyen una constancia irrefutable de un cristiano en el sentido más estricto: pescador de almas. Fue un hombre de fe, esa facultad superior a la razón, de la que Mateo (17, 20) dijo que es capaz de mover montañas.
El hombre que fue Francisco, el que escuchó la voz (reconstruye mi iglesia), el que compartió el verbo (memrá, en arameo), el que compartió las ropas y los alimentos con los descartados, tuvo la gracia de anticipar, como Benedicto XV el final de una era del mundo y el comienzo de otro orden tan grave como que se produjo después de Sarajevo en 1914 y cuyas consecuencias no dejaron de sentirse hasta mucho muchas décadas después. Dijo Dostoievski: “si Dios no existe, todo está permitido”.
Leer y escuchar a Francisco -el de alma ligera- es la tarea pendiente para confirmar sus tareas entre las obras de los hombres. San Lorenzo -el Laureado, uno de los siete diáconos de Roma a quien se ofrenda uno de los 48 barrios de Buenos Aires- también fue encargado del cuidado de los bines de la iglesia y del cuidado de los más necesitados. Murió, martirizado, en 258. San Agustín reconoció su humildad y su devoción en uno de sus sermones.
Francisco, el sencillo lateral por izquierdas, deja el mundo cuando éste ya es otro. Más cercano a los fundamentalismos que a las parábolas; más conectado y más desolado; más sofisticado y más artificial; más global y más marginal; más liquido y más fugaz.
El filósofo canadiense Charles Taylor -en Una era secular– sostiene que una gran parte de las personas actuales padece de ceguera generalizada “que le impide ver que la vida tiene un propósito más allá del meramente utilitario”. Dios -esa idea vaga- no monetiza en un mundo sometido a las visualizaciones y los likes. Paul Éluard lo dijo con agudo doble sentido: “Existe otro mundo, pero está en este”. Atinadamente, Peter Whatson ha llamado a esta época como la Edad de la Nada.
¿Cómo se explicarán los viajeros de otros mundos las concurridas ceremonias de los funerales de Francisco en todo el mundo? ¿Qué notarán en su diario de vuelo? ¿Se preguntarán, acaso, cuánta satisfacción podrá procurarles este ritual?
San Francisco de Asís dejó una sentencia que pudo firmar el hombre que ya falta en el medio campo del presente: olvidándose de sí mismo es como uno se encuentra.
Y así: dentro y fuera de la cancha…
La paz con vos.