Años de vivir juntos y
no he logrado descifrarte,
y quizá ni nos conocemos.
Dos extraños unidos por
las ausencias y la genética.
Allí estás, sentado cual estatua,
con tu piel y cabello como testigos
del paso del tiempo, sosteniendo
en tu mano derecha tu reino
y en tu izquierda la frialdad
y dureza que lo sostuvo.
Habitar el castillo de la sabiduría
debe ser mi único camino, afirmas.
Me invitas a quemar el “yo”
en un camino árido y sugieres
enfriar el corazón pues estorba.
¡Ay, Padre mío, los años se me agolpan
y mi gran temor no es la pobreza
ni la enfermedad o la cruel soledad;
sino convertirme en aquello que detesto
y que para ti es sinónimo de éxito!
Me recuerdas con la firmeza de una piedra
que ese sacrificio te ayudó a sentarte
por encima del caos y te permitió
conservar la luz del sol de medio día.
¡Ay, Padre mío, si vieras lo desolador
que se ve aquel castillo cimentado
en un corazón frío y un “yo” incinerado!
¿De qué sirve la sapiencia cuando
se convierte en absolutismo?
¿Para qué me diste la vida si me invitas
a ser como el resto?
¡Ay, Padre mío, la vida se nos va
y no he logrado arrancarte una sonrisa
de satisfacción y orgullo!
Éste que lees y seguido que ves
es lo que soy y disfruto ser,
a pesar de las excesivas tinieblas
y los escasos días de luz.
¡Ay, Padre mío, ¿será que la vida permita
que nos disfrutemos sin máscaras
o nos castigará con la desgraciada rutina
de exigirle al otro lo que no es ni quiere ser?!
Parafraseando al poeta de Úbeda:
y, sin embargo, eres mi padre
y no imagino otro en vida.