Mayo de 1941. Hitler planeaba el acecho definitivo a la Rusia Soviética. En el fragor de la Segunda Guerra Mundial las divisiones alemanas avanzaban con torpeza y con incierto fervor en territorio enemigo. Las líneas rusas aún no se adivinaban en el horizonte. Semanas atrás, en el frente más oriental, el ejército acorazado de Günter Von Kleist –uno de los generales más prestigiados del Tercer Reich– había tenido algunos escarceos que, a pesar de su intermitencia, cobraron decenas de muertos y no pocos heridos. Los soldados, algunos de ellos muy jóvenes, tenían poca experiencia en batalla. Quizás por eso, en las noches, mientras acampaban en valles cuyo silencio creaba una vaga sensación de infinito, compartían rumores sobre posibles deserciones mientras encendían con ansia trémulos cigarrillos que conseguían de contrabando. El humo, entonces, flotaba sobre sus cabezas y, en medio de las respiraciones y las miradas bajas, parecía lo único vivo.
El general Von Kleist miraba el cielo limpio de nubes y se acicalaba los bigotes. La estepa ya había reverdecido aunque la magra altura de sus pastos, en algunas partes aún amarillentos, dejaba entrever los daños de un feroz invierno. Cercano a las élites del partido Nazi, se decía que Von Kleist gozaba de los favores de personajes como Goebbels, Hess y Göring. Sin embargo había algo en su carácter, quizás cierto matiz taciturno en sus palabras, que parecía alejarlo de aquellos hombres que buscaban cualquier pretexto para ordenar encarcelamientos y asesinatos. Algunos decían que su única guía en tiempos de guerra era un patriotismo ciego, fomentado desde temprana edad por un padre alcohólico que buscaba en los saldos de la guerra un remedio a su ruina personal y económica. Hitler había dado la orden de devastar los pueblos que encontraran a su paso: la tierra debía ser quemada y los hogares destruidos para que no sirvieran de refugio. En este escenario se movía el ejército acorazado de Von Kleist que, con marcha lenta, como un animal de sosegadas costumbres, buscaba las señales adecuadas para empezar el ataque.
Von Kleist entró a su tienda, se aflojó los cordones de las botas y miró su mapa: en el camino habían quedado las ciudades de Lublin y Rovno con sus pilas de cadáveres en precario equilibrio, asediadas por voraces moscas. Aún quedaban en la memoria las fosas excavadas con prisa, agujeros que, a la distancia, semejaban una herida viva que mezclaba cuerpos de aliados y enemigos. Reemprendieron la marcha. Después de un par de jornadas, en las inmediaciones de un bosque, encontraron la fuerte resistencia de una dispersa pero determinada unidad rusa. Los soldados probaron su valor aunque los rusos se replegaron aprovechando su conocimiento del terreno. El combate se prolongó hasta el anochecer. Avanzaron penosamente entre la espesura y los restos incendiados de algunas cabañas. A lo lejos se veían ráfagas luminosas de metralla que eran más una advertencia que un intento serio de menguar las fuerzas enemigas. Kleist recibía noticias desde Berlín: en poco tiempo tendría refuerzos; su deber era abrir camino y debilitar al enemigo antes del embate final. El día siguiente transcurrió sin novedades. Kleist encomendó a Voggel, uno de sus subalternos más cercanos, que formara un grupo de soldados para ir a las aldeas vecinas a buscar pertrechos y comida. Los elegidos dejaron sus mochilas para viajar ligero y partieron en dirección al oeste. Sus siluetas vadearon unos matorrales hasta desaparecer por completo. El cielo, después de algunos días limpios, fue habitado por nubes.
Los combates siguieron aunque fueron cada vez más escasos. El nervio recorría los cuerpos de los soldados. A veces disparaban en vano ante la sombra proyectada por un animal furtivo. ¿Detenerse a prender un cigarro podría alejarlos del camino de una bala perdida? ¿Aquella mirada que se detenía en la rama de un árbol era, en realidad, el fugaz presentimiento de estar en la mirilla de un tirador solitario? Muchos se refugiaban en un silencio casi sólido que parecía moldear los rostros y volverlos más viejos. A pesar de los esfuerzos no pudieron diezmar al enemigo cuyos pasos parecían no tener peso. Avanzaron sin muchos problemas un par de kilómetros. Los combates desaparecieron. Sólo quedaba la amenaza enturbiando los pensamientos. Las comunicaciones fueron cada vez más esporádicas con el mando central que afirmaba, sin pruebas muy contundentes, que el enemigo estaba por retomar posiciones para un nuevo ataque. Debían esperar en el sitio hasta recibir órdenes. Von Kleist desconfiaba de los planes de sus superiores y tenía miedo de un ataque sorpresa fruto del espionaje. Algunos soldados temían que los estuvieran utilizando como carnada de una secreta estrategia. Varados, sin oportunidad de mostrar su coraje ante un rival demasiado evasivo, casi inexistente, consumían el tiempo en verificar sus armas, leer diarios atrasados y contar a sus compañeros la vida que habían dejado atrás: mujeres y niños que esperaban su regreso en pueblos que no aparecían en los mapas. Von Kleist miraba el horizonte y después, solitario en su tienda, diseñaba en silencio, amparado por el breve calor de una lámpara, maniobras militares que parecían meros ejercicios de ficción, cartografías imaginarias para apaciguar el ansia de su mente. Más tarde iba a la cama y en sus sueños Europa ardía en una fogata inmensa cuyas lenguas de fuego llegaban hasta el cielo y hacían hervir los océanos de la tierra. Un día, harto de esperar, llamó a Voggel y a diez de sus soldados más confiables. Se alejaron unos metros del campamento. A lo lejos se veía una colina cuya cima se asomaba, indecisa, entre nubes bajas. Von Kleist les dijo que si ascendían quizás podrían vislumbrar alguna población importante y tomarla por asalto. Otra posibilidad era encontrar la retaguardia de alguna división rusa movilizándose hacia el norte para unirse al frente. Con más devoción que argumentos los arengó diciéndoles que la gloria podría ser para su ejército y para el Tercer Reich. Hicieron los preparativos para salir el día siguiente y recorrer la ruta del bosque para no ser descubiertos por el enemigo en campo abierto. La nota en la bitácora oficial, escrita con parcas referencias que intentaban destacar el carácter ineludible de la tarea, indicaba un reconocimiento del terreno para tomar providencias en caso de un ataque sorpresa.
Se despertaron temprano y caminaron en silencio, acompañados por sus respiraciones que se hicieron trabajosas cuando encontraron las primeras dificultades en el terreno. El calor arreciaba. Algunos insectos siseaban entre las piedras. Casi no hablaron en el trayecto. A veces se detenían, alertados por el canto de un pájaro, pensando en una emboscada. Después de un par de horas de caminata llegaron a la cima. Del otro lado se vislumbraba una superficie plana y homogénea. No había ningún punto de referencia, alguna señal que indicara los pasos del enemigo. Tampoco, por más que miraron por los binoculares, encontraron restos de edificaciones. La colina parecía una isla rodeada de un verde impreciso, como el difuso brochazo en una pintura inacabada. Decepcionados por postergar el enfrentamiento hicieron una última inspección y emprendieron el camino de vuelta. El sendero era fácil de seguir aunque el sol permanecía alto y hacía penosa la marcha. A ratos bebían de sus cantimploras. Von Kleist intentó llamar al campamento para avisar de su regreso, pero el equipo de comunicaciones emitía una señal inestable que, en el mejor de los casos, generaba estática.
Al filo del mediodía llegaron a las cercanías del campamento. Cuando entraron al claro en el bosque vieron que no había rastro del ejército. No encontraron hombres, ni tanques, ni las huellas de las estacas que habían servido de ancla a las tiendas. Al inicio pensaron que habían llegado a un lugar distinto. Tal vez el calor y la prisa por regresar los habían hecho tomar un sendero erróneo. Sin embargo, Voggel identificó un arce de abundantes ramas en cuyo tronco seguían las marcas que habían dejado para instalar las tiendas. También creyó ver, en una superficie lodosa, el paso reciente de una batería antiaérea. Deambularon desconcertados. Alguien dijo que los rusos habían masacrado al ejército entero, sin embargo, no encontraron un solo casquillo, las ruinas de un tanque o un cadáver que sustentaran su teoría. Tampoco percibieron ese olor a carne quemada que causaba náuseas y cuya fuerza quedaba indeleble en la memoria de los que lo percibían por primera vez. Todo lo vivido, desde la salida de los cuarteles hasta la llegada a aquel páramo desolado, parecía un espejismo, una broma increíble de la memoria. Los soldados deambularon un rato en las cercanías mientras Von Kleist se enfrascaba en elucubraciones cada vez más fantásticas. La tarde se derramaba entre las ramas de los árboles más altos y un limo azul se fundía en el horizonte. Calentaron en una fogata los últimos sobrantes de comida y temieron que su futuro se pareciera a las vivas ascuas que disminuían su fuerza hasta volverse ceniza. Esbozaron otras probabilidades. Quizás la tropa había sido requerida de urgencia para una maniobra y había partido sin ellos. Tal vez habían seguido un señuelo que los habría llevado a una emboscada. Pero cada suposición se revelaba inútil al paso del tiempo: movilizar a toda la tropa en pocas horas era un ejercicio imposible. Von Kleist caviló en silencio y, después de unos minutos, con voz acre que no podía disimular la incertidumbre, les dijo que pasarían la noche en ese lugar y que, apenas clareara la mañana, irían en busca del resto del ejército. Los doce se cubrieron con sus abrigos y esperaron en silencio la llegada de la noche.
Al siguiente día se pusieron en marcha: seguirían bordeando el bosque hasta llegar a un río. Según el mapa era probable encontrar poblaciones. Von Kleist confiaba en que estuvieran bajo el control nazi. Los soldados pensaron, sin atreverse a insinuarlo, en la posibilidad contraria. Las frentes sudaban. El camino parecía idéntico al de la jornada anterior. Después de mediodía encontraron el río. Llenaron las cantimploras y aprovecharon para descansar. Retomaron la marcha con las fuerzas disminuidas. En poco tiempo tendrían que buscar comida. Las armas y las botas pesaban más. Entonces, cuando el crepúsculo comenzaba a aparecer en el horizonte, descubrieron un pueblo pequeño, quizás algunas docenas de casas. No se veía ninguna señal de presencia militar. Seguramente el lugar era poco estratégico y había sido olvidado por la lucha.
Von Klesit encomendó a Voggel que investigara más. El soldado se quitó la parte superior del uniforme y se quedó con una playera blanca y una camisa a la que previamente le había quitado las enseñas militares. Se internó por las calles desiertas, malamente iluminadas por la escasa luz del sol. Unos minutos pasaron para que distinguiera la bocanada amarilla de una taberna. Algunos cantos caldeaban el ambiente y llegaban hasta la calle. El ánimo festivo contrastaba con la devastación que imperaba en gran parte de Europa. Voggel pensó que valía la pena el riesgo y se acercó para averiguar. Volátiles voces se confundían y pudo escuchar palabras en ruso, en ucraniano y en dialectos ininteligibles que remitían a los antiguos cosacos de la zona. Voggel pensó, no con poco temor, que cualquier habitante del pueblo podría dar la voz de alarma cuando descubriera a un soldado alemán deambulando entre ellos. Iba a volver para dar la noticia a sus compañeros cuando la puerta principal se abrió. Una mujer rubia lo saludó en ruso y le preguntó si iba a entrar. Voggel, tratando de ocultar su nerviosismo, asintió en silencio y caminó tras ella. Su ruso era limitado, apenas algunas frases que había escuchado cuando era asistente de un alto oficial de la Gestapo. Recordó a los prisioneros rusos, interrogados hasta el cansancio, clamando por piedad antes de ser objeto de las más variadas torturas. Se refugió en un extremo de la barra mientras buscaba en su mente pretextos para evitar algún contacto con los parroquianos. Trató de captar el mayor número de detalles antes de enfilar a la salida: una decena de mesas ocupadas por hombres que tenían más pinta de campesinos que de combatientes encubiertos. Una pequeña orquesta acompañaba el convite. Las cervezas espumeaban en sus tarros. Un gato pardo se paseaba con pereza entre las mesas. Debían ser ucranianos, rusos y algunos ruidosos gitanos. La mujer rubia –en ese momento descubrió que era una de las meseras– lo volvió a abordar y, por lo que pudo entender, le preguntó qué bebida quería. Él hizo gesto de excusarse y farfulló una torpe disculpa en ruso. Ella adivinó el acento y le dijo que seguramente venía de muy lejos. Él mintió y le dijo que visitaba el pueblo con unos amigos. Eran todos civiles y venían huyendo de la guerra. La mujer lo miró con extrañeza y afirmó que no había guerra ahí ya que el pueblo estaba en paz desde hacía muchos años. Voggel pensó que el aislamiento del pueblo era tal que no habían recibido noticias de la guerra. Sin embargo, no podía confiarse ya que en cualquier momento avistarían algún avión o recibirían algún telegrama informando de las batallas. Se despidió antes de pedir algo y regresó por las calles, cuidando de que nadie lo siguiera.
Von Kleist y los otros ocho soldados escucharon, incrédulos, las palabras de Voggel. Algunos pensaron que la rubia mentía. Otros, poniendo en entredicho su valor militar, le pidieron a Von Kleist que se dispersaran antes de ser linchados por el pueblo. Indecisos y frustrados agotaron sus últimos cigarros. Von Kleist les dijo que tendrían que esperar en los márgenes del pueblo, a una prudente distancia y entre los árboles, a que amaneciera. La luna estaba oscurecida por espesas nubes. Sería mejor esperar el amanecer. Organizaron guardias para poder dormir y reparar fuerzas. La madrugada transcurrió silenciosa y sin novedades. Las primeras luces de la mañana llegaron y se pusieron en pie, con los miembros entumidos y con renovada hambre.
Caminaron intentando reconocer el sendero que habían utilizado el día anterior. Sin embargo, después de un par de trabajosas horas, no encontraron alguna seña familiar. El bosque se extendía y parecía no tener fin. Las ramas de los árboles eran un entramado que impedía vislumbrar la lejanía. Von Kleist, ante la inquietud de la minúscula tropa, ordenó que se detuvieran. Consultaron mapas, probaron la brújula y trataron de utilizar el equipo de comunicación que seguía emitiendo un zumbido. Un soldado dijo que, sin alimentos, sería inútil aventurar exploraciones más ambiciosas. El comentario fue recibido con un silencio que, conforme pasaron los segundos, dio paso a tímidos gestos de aceptación. Von Kleist pensó en la poca gloria de un ejército desaparecido, con sus últimos integrantes deambulando, medio muertos de hambre. Casi podía imaginar sus cuerpos engullidos por el bosque, festín para gusanos y carroñeros más grandes. Les dijo que Voggel podría regresar al pueblo y obtener algunos bastimentos. Los demás esperarían a una distancia segura y aprovecharían el tiempo para decidir qué hacer. El riesgo era grande pero el hambre era acicate suficiente para emprender la vuelta. La tropa regresó. El suelo cubierto de hojas parecía amplificar sus penosas respiraciones. El sol ya estaba alto cuando divisaron las primeras casas. Voggel volvió a quitarse las insignias y enfiló a la calle principal.
Esperaron cerca de media hora su regreso. La única esperanza era la simpatía que Voggel había despertado en la mujer y que, efectivamente, la gente del lugar ignorara la guerra. El soldado regresó con un poco de carne curtida, algunas legumbres y varias latas de conservas. Les dijo que no había encontrado a la mujer pero que el dueño de la taberna, que vivía en el segundo piso del negocio, le había ofrecido comida después de escuchar la historia de un grupo de civiles huyendo de una guerra. Comieron con ansia y, una vez satisfechos, comenzaron las especulaciones. Alguien mencionó la posibilidad de someter al pueblo y obligarlos a confesar la verdad. Otro más apuntó que quizás tendrían algún sistema de comunicación que ellos podrían utilizar para contactar, en secreto, a las tropas alemanas. Un tercero, escéptico, dijo que el pueblo debería carecer de cualquier radio o telégrafo ya que no estaban al tanto de la guerra. Von Kleist interrumpió estas suposiciones: tantas posibilidades lo mareaban. Extinguió su cigarro con el tacón de su bota derecha y les dijo que tendrían que ser cautos, aprovechar la situación hasta poder tomar decisiones seguras. Después ordenó que se quitaran las enseñas militares y cualquier indicio que los identificara con el ejército del Tercer Reich. Pronto todos estuvieron con camisas blancas. Enterraron las pistolas y se aseguraron de reconocer el paraje para ubicarlo rápidamente. Se internaron por las calles del pueblo y llegaron a la taberna. Ahí, frente al tabernero, la mujer rubia y un maestro de escuela que sabía alemán y que servía de intérprete a los curiosos y parroquianos que aumentaban en número, hablaron de Hitler, del ascenso al poder del Partido Nacionalsocialista y del advenimiento de una época dorada con el triunfo del Tercer Reich. Sin embargo, ante las referencias sólo había negativas e, incluso, gestos de incredulidad. No quisieron insistir. Esa noche, por invitación de los aldeanos y después de debatirlo en secreto varios minutos, se quedaron en tres cuartos habilitados en el segundo piso de la taberna. Las suspicacias disminuyeron aunque hubo algunos que no pegaron el ojo pensando en que serían traicionados por sus anfitriones. El día siguiente Von Kleist mandó a tres soldados a que hicieran un nuevo intento por reconocer el terreno y encontrar señales aunque fueran del enemigo. Los hombres regresaron fatigados y sin novedades. Con más confianza, solicitaron mapas de la zona. El maestro les ofreció un par y un pequeño atlas de páginas carcomidas. Ahí estaban el accidentado curso del río y la cima a la que habían llegado. Sin embargo, alrededor de esas mínimas referencias se extendía una zona indefinida constelada por nombres –pequeñas aldeas, parecían– que no les decían nada. Los mapas no abarbacan territorios lejanos y el maestro, tratando de mitigar el desconcierto de sus invitados, les dijo que estaban enterados de la revolución de 1917 por algún viajero que había llegado por azar a los límites del pueblo, pero que el imperio soviético desconocía su existencia o, simplemente, eran irrelevantes para ellos. Con el paso de las generaciones habían logrado la autosuficiencia y el escaso comercio que realizaban era con pastores y nómadas.
Los soldados pronto esbozaron algunas palabras en ruso y se integraron paulitamente a la vida del pueblo. Alguno, incluso, comenzó a coquetear con la mesera rubia. Voggel ayudaba a administrar la taberna y un cabo puso en práctica su experiencia como herrero. Von Kleist, en las noches, buscaba alguna frecuencia en el equipo de comunicación que había traído del bosque. Decidieron que, por el carácter pacífico del pueblo, no convenía regresar por las armas. Transcurrieron los meses. Cuando se acercó el invierno ya habían perdido las esperanzas de regresar a la guerra y recuperar sus vidas. Algunos, quizás la mayoría, parecían conformes con su suerte. Von Kleist conservaba su autoridad aunque fuera más moral que castrense. Guardó la brújula más como un amuleto que como una herramienta. El grupo se reunía una vez a la semana para intercambiar opiniones y rememorar, en confianza, su pasado. Una de aquellas veces, después de que Von Kleist se había retirado para dormir, uno de los soldados refirió a sus compañeros que había creído ver, en uno de los callejones del pueblo, a uno de los hombres del ejército acorazado desaparecido. Unos segundos de silencio se extendieron después de la confesión. El soldado pensó que sus compañeros se burlarían y agachó la cabeza. Sin embargo, poco a poco, se sucedieron experiencias similares. Las voces, al inicio inseguras, comenzaron a reconstruir, entre los rostros y palabras de los aldeanos, a los compañeros que los habían acompañado en la campaña contra los rusos.