*Atención: el primer párrafo contiene spoilers de la película La La Land (2016). Si no la has visto, ¡corre y luego vuelve! Y si aun sin haberla visto quieres saber qué hay escrito, puedes estar tranquila, la curiosidad no matará a ningún gato hoy.
Hace unas semanas volví a perderme en las dos horas que dura La La Land. Mi vida ha cambiado mucho desde la primera vez que la vi y eso ha hecho que me guste de manera diferente. ¿Cuántas cosas que nos apasionan o nos repudian lo hacen porque cuando las vimos por primera vez, estábamos en un lugar para amarlas u odiarlas? La primera vez, amé la música de La La Land, la fotografía, la conexión entre los personajes, cómo se cruzan sus caminos y lo felices que pueden llegar a ser en ese espacio de tiempo compartido. Sin embargo, me abrumó el final y, como muchas, quedé decepcionada de que no terminara con un “felices para siempre”. Esta última vez, sigo amando la música y la fotografía, la danza y los colores, pero también el crecimiento de los personajes, el cómo se aportan durante lo que dura su relación y cómo era necesaria la separación para que cada uno pudiera cumplir sus sueños. Porque, al contrario de lo que pensaba la Silvia de hace unos años, La La Land no es una historia de amor, es una oda a los locos que sueñan. Y hoy quiero que hablemos de esos sueños.
¿Qué es soñar? En nuestra jerga, soñar hace referencia a lo que ocurre cuando cerramos los ojos y alcanzamos la fase REM; pero también significa imaginar una cosa improbable, que solo existe en nuestra cabeza y que, aunque parezca imposible, anhelamos con todas nuestras fuerzas.
Cuando éramos pequeñas y nos preguntaban qué queríamos ser de mayores, contestábamos con un sueño. Lo hacíamos porque todavía no habíamos entendido lo que suponía crecer, las alas que nos cortarían, los privilegios que harían falta para perseguir los imposibles que anidaban en nuestras cabezas. Asociamos a la infancia la capacidad de soñar, y a la madurez la aceptación de una realidad más hosca y pragmática, talladora de un espíritu conformista. Gabriel García Márquez decía que no es verdad que la gente pare de perseguir sus sueños porque sean mayores, sino que se hacen mayores porque dejan de perseguir sus sueños. Y creo que tenía razón.
Por su parte, Anaïs Nin escribió una vez que los sueños son necesarios para la vida y Anne Campbell, como si le estuviera contestando, expresó que puedes plantar un sueño. Pero seguimos con la duda en los labios, ¿de qué hablamos cuando hablamos de los sueños?, ¿de los anhelos que se escapan a nuestro control, de los imposibles que no nos atrevemos a perseguir, de la vida paralela que llevamos en nuestras mentes?, ¿son los sueños algo real o una ilusión?, ¿soñamos para paliar la realidad o para construir un lugar donde merezca la pena vivir?
Quizás un sueño no es solo un objetivo inalcanzable. Quizás también lo es el camino, son momentos, ilusiones que nos gustaría sentir en la piel. Quizás soñar también es querer parar el tiempo –y hacerlo cuando dejamos de atender al reloj, cuando apartamos el móvil, cuando miramos al mar o al cielo salpicado de estrellas que tiritan–. Soñar puede ser el anhelo de disfrutar más y exigirnos menos; el deseo de expresar, encontrar las palabras adecuadas para hacerlo. Soñar puede suponer trazar un recorrido en el aire y comenzar a transitarlo, decir «te quiero» en voz alta después de haberlo repetido cientos de veces en tu cabeza o pronunciar un «adiós» que se dijo por dentro. Soñar, estoy segura, es hacer algo por primera vez. Es hacer algo, por última. Es, tiene que ser, crecer.
Puede que nos hayan hecho creer que los sueños no se cumplen, que conforme envejecemos nos vamos despidiendo de esos anhelos motores de nuestras ganas de vivir, y nos vamos resignando, poco a poco, a un mundo donde el trayecto nos conduce a una productividad y velocidad constantes. Donde no hay tiempo para querer nada más, para pensar en nada más. En este mundo capitalista y opresor en el que vivimos, soñar puede significar la salvación, y no, amigas, ningún sueño es demasiado grande.
Por favor, no lo olvidéis: todas tenemos sueños, aunque muchas no los recuerden.