El domingo me compré un espejo. Me resultaba complicado utilizar la máquina de rasurar sin éste. El espejo anterior se suicidó por algún motivo que aún no ha sido esclarecido y el asunto de los siete años sin sexo me tiene estresado. Al instalar al nuevo miembro de este hogar precedido por Fermina (la michi) y, después, por el arriba firmante, pude percatarme que mi reflejo no era el que solía ser. No solamente por la aparición de alguna cana en la barba, alguna arruga que acompaña mis ojos, mi cabeza tenía una forma que me resulto extraña al verla: se había transformado en una madeja llena de nudos.
En un principio pensé que se trataba de algún tipo de efecto visual que el mismo espejo producía. Vamos, por el precio que pagué por él, podía esperar que su funcionamiento fuera deficiente, que estuviera opaco e incluso, que no me viera tan guapo, pero al fijar la mirada detenidamente en la figura que visualizaba, pude encontrar cada uno de los rasgos que me conforman. Por supuesto, me llené de ansiedad.
Cuando uno tiene un visitante asiduo, aunque sea incómodo, lo recibe sin aspavientos. No porque no cause molestias, sino por costumbre. Es mi caso con la ansiedad, de la que no supe su nombre hasta ya abandonada la post-pubertad. Si la ansiedad recibiera de mi parte millas de viajero frecuente, seguramente ya habría hecho más de un viaje alrededor del mundo. El punto, ahora, era no solamente su ya acostumbrada presencia, sino el hecho de percibir (o visualizar) que la parte superior de mi cuerpo parecía (y sobre todo se sentía) como un ovillo de estambre lleno de nudos por toda su superficie y a través de delgado hilo que descendía al costado izquierdo del tórax.
Eso me desconcertó, no sabía desde cuando mi apariencia –o mi mente– se encontraban en ese estado. Empecé a cabildear dentro de la memoria y junté los suficientes momentos como para realizar un muestreo con los nudos que tenía a la vista. Era evidente que, detrás de aquellos que podía visualizar en la superficie, había otros más grandes que habitaban debajo de ellos. Al iniciar a representar la gráfica donde relacionaba problemas en el eje de las “X” y nudos en el de la “Y”, pude percibir una relación causal entre ellos; sin embargo, lo que me tenía en alerta era mi apariencia y la imagen que se reflejaba en el espejo y no el dolor provocado por la tensión generada por ‘el cableado’ que tenía en la cabeza.
Es posible que ignorar en ese momento la “nudicidad” de mi cabeza o mi apariencia, no haya resultado provechosa. El resto del día no me apersoné enfrente del espejo. Desperté la mañana siguiente y fui cauto al asomarme a él, lo hice despacio y sin encender la luz. Sentí de nuevo la presencia de mi vieja amiga, la ansiedad, moví el brazo y presioné el botón. La luz me deslumbró por un momento y sentí alivio al no ver nada en ese instante, sin embargo, al acostumbrarme a la luz en ese espacio, pude reconocer que mi cabeza seguía hecha un ovillo anudado y temí entonces que no solo no tendría solución, sino que todos los demás me percibieran de esa forma.
Aquella tarde navegué, sin comprender, de forma abstracta, lo que discernía como reflejo en ese espejo. Era evidente que, en el tiempo, todos esos episodios se habían concentrado (o registrado) de forma extraña, no sólo como sucesos en mi vida, sino que cada uno de ellos se moldeaban como pequeños nudos construidos a partir de pensamientos, sensaciones, sentimientos e historias y circunstancias, que, por alguna razón intangible, llegan a convergir en un solo punto e impiden por la naturaleza disímil de estos, una correcta circulación de los recuerdos. Al llevar mi mano a lugar donde, en el reflejo se percibían los nudos, pude advertir punzadas en la memoria, dolores que iban más allá del reflejo que incomoda, buscar respuestas cuando lo que debía encontrar eran preguntas.
Fue entonces que te cuestioné directamente sobre cómo me veías, si era un estado pasajero o producto de la misma razón del cambio climático o si todos aquellos nudos que mis ojos veían lo podías percibir tu. Si lo que yo recién descubría en mi era asunto mío o tú, como espectador en primera fila, ya habías adivinado cual sería la ruta que me llevaría al precipicio de Finisterre. Y tu respuesta fue la que fue, sin colorantes, ni benzodiacepinas, simplemente me dijiste –me dije frente al espejo– que esto ya-no-va-más, que el vaso se desparrama por encima y por debajo y que era tiempo de buscar (pedir) ayuda.
Cuando te recuestas sobre el diván, no solo lo haces tú, tu vida entera está ahí encima de él. Se toma la palabra y el único camino que funciona tiene un solo sentido: la sinceridad. Ser sincero es completo, no existen medias sinceridades o sinceridad en plazos. No se vale esconderte en tus propios recovecos. Los nudos se aprietan cada vez que actúas (actúo) de esa forma. El espejo solo fue una radiografía, un plano cartesiano donde podía localizar cada una de las palabras atascadas en distintas partes del cuerpo, de todo aquello que se dijo y, sobre todo, de lo que no se pronunció; aquellas palabras que se quedaron el camino o salieron disfrazadas de otras palabras para aparentar lo que realmente significaban. Todas ellas se agolpan y, al final, ninguna termina por salir. Mueren desesperadas y desesperanzadas; y, al hacerlo, se secan. Y eso enferma.
Ahora, con el diván siendo el soporte de mi cuerpo puedo ver colgados sobre mi cada uno de los nudos como si fueran un móvil sobre mi cabeza. Al contemplarlos entiendo que la única forma de alcanzarlos es a través de mis palabras y mis silencios; mientras tomo el tiempo necesario para decidir cuál de las decenas de hilos colgados es el próximo a jalar, desanudar para saber que fue mi responsabilidad la aparición de cada uno de ellos, desanudar para entender que nunca estará prohibido dar la vuelta en “u”, y desanudar y saber que siempre –siempre– hay un camino de regreso.
El lunes de una semana cualquiera, a primera hora, pude encontrarme de vuelta en el espejo.