Cuando se está demasiado tiempo con alguien, a veces, no existe espacio para ser uno mismo, nos mimetizamos y terminamos por convertirnos en espejos.
Aprendemos a reflejamos en el otro e incluso llegamos a proyectarnos mutuamente.
Todo está bien mientras que las luces y las sombras fluyen en ambos sentidos de la misma forma, pero cuando los espejos cambian de dirección o se rompen, ya no existe la sincronización que tenían en el tiempo y en el espacio, por obvias razones las perspectivas cambian y se dejan de ver las cosas desde el mismo punto de vista.
Y es ahí, en las diferencias, cuando uno se puede dar cuenta de quién es quién realmente.
Los espejos rotos aprenden a ver la vida desde muchas perspectivas.
Lo hacen a través de cada trozo de realidad que les toca vivir. Son más abiertos y no tienen prejuicios. Son menos vulnerables y mucho más sublimes al sufrimiento. Son capaces de adaptarse fácilmente al cambio. Se conocen y se reconocen en todas sus caras. Saben de partidas y aprenden a dejar ir…
Mientras que los espejos que no han sufrido grandes daños, son más frágiles.
Ven la vida desde un solo punto de vista, creen que sólo existe una cara de la realidad. Son cerrados y tienen prejuicios, les cuesta mucho adaptarse al cambio. Son inseguros y no se conocen ni se reconocen. Tienen la constante necesidad de proyectarse o reflejarse en alguien más. Le temen al abandono y no saben dejar ir.
Cuando los espejos cambian de dirección, ambos o sólo uno, tienen la oportunidad de reconocerse en sus lados opuestos, de descubrirse en su propio reflejo y de brillar con luz propia.
Amar es ser espejo en cualquiera de sus formas, pero el problema es cuando uno de los dos espejos tiene tanto miedo de dejar de verse en el otro que prefiere perderlo, y perderse a sí mismo, antes de aprender a ver y verse desde una nueva realidad.