He interiorizado la prisa. El ritmo frenético de la vida en la ciudad me mueve el cuerpo, siempre corriendo de un lado a otro. En ese trayecto en el que voy y vengo nunca estoy presente. Siempre me lo pierdo, aunque haga el mismo recorrido todos los días. En el metro y en el tren respondo los innumerables mensajes que se han ido acumulando durante la última semana. O leo un libro porque no encuentro otro momento durante el día en el que hacerlo. O quizá, y tan solo quizá, me digne a mirar las noticias esperando encontrar alguna evidencia de que el mundo va a mejor. Pero lo más probable es que durante el trayecto esté pensando en todo lo que me queda por hacer a lo largo del día. Si voy caminando ocurre algo similar. Aprovecho para iniciar conversaciones por WhatsApp tras fustigarme por descuidar a mis amigas, a pesar de tener la sensación de no haber tenido tiempo para hacerlo mejor. No obstante, y de nuevo, seguramente ande cabizbaja, evitando las miradas y organizando mentalmente la semana para entregar todo en la fecha indicada y no morir en el intento. Así, poco a poco, el camino va desapareciendo y yo cada vez me siento más ajena, más ausente.
Esta tarde, volviendo a casa, salí de mi obnubilación cuando mi paso acelerado se tropezó bruscamente con el transitar sosegado y despreocupado de una anciana. De pronto, fui consciente de dónde me encontraba y al advertirme nerviosa me propuse imitar el ritmo de aquella mujer. Traté de seguir su paso tranquilo, pero era incapaz de decelerar. Mi cuerpo se oponía. Conforme conseguía ir reduciendo la velocidad, me iba sintiendo más incómoda. Me resultaba extraño, yo misma me sentía una extraña. Ese ritmo lento no era propio de mí y algo en mi cuerpo me pedía echar a correr, pero no lo hice. Me mantuve. Todo el mundo, menos la anciana, me adelantaba. Poco a poco, me fui sintiendo mejor en esa calma del lento caminar y empecé a observar la calle, la autopista que pasa por debajo del puente, los rostros de la gente, el cielo descubierto. Al cabo de un rato, aprecié que había una colina justo en el lateral izquierdo de la autopista. Nunca la había visto. Me desvié para subir a ella y contemplar las vistas. Por primera vez alteraba mi recorrido y me dejaba llevar por mis deseos. Comencé a transitar las calles que me apetecían hasta que me perdí y, resistiéndose a sacar el móvil, traté de orientarme por intuición. La gente por la calle se quedaba mirándome cuando pasaba frente a mí. Pensé que era la única que iba sin prisa, priorizando el camino frente al destino, y seguro que me lo notaban. Todo el mundo parecía estar en otro lugar mientras caminaba y, de pronto, tropezaba conmigo. Como a mí me había ocurrido con la anciana.
Tengo la vida dividida en responsabilidades, cada una de las cuales se asienta en un punto dispar de la ciudad. En ese ir y venir me desvanezco en la rapidez de mis pasos. Bajo estas circunstancias, saborear la presencia que permite la lentitud se erige como un acto de resistencia y amor propio.