En el cajón de mi escritorio están guardados varios álbumes fotográficos. Cuando me siento perdido los abro. Ahí aparece él. Cuando digo “él” me refiero a papá. Aparece en muchos sitios. En Ámsterdam, París, Dubái, Bagdad, Islamabad, Ammán, Pinar del Río y Ciudad de México. Bueno, aparece en otros sitios también, pero no quiero abrirlos ahora. Llevo esas fotos ancladas al pecho.
Siempre lo he admirado. No solamente por lo que ha hecho por mí como su hijo, sino por lo que lo hace humano. Lo veo en Bagdad vestido de camisa polo, jeans y chaleco de prensa. Pienso en el niño que he visto en tantas otras fotos en Pinar del Río y me pregunto si algo dentro de él le decía que estaría jugándose el pellejo en medio de una guerra, con el único propósito de escribir y alimentar a su familia.
Hay una frase que se le atribuye a Víctor Hugo. Dice así: “El sueño del héroe es ser grande en todas partes y pequeño al lado de su padre”. Siempre me siento pequeño al lado de mi padre. Me viene a la mente su foto junto a Fidel Castro. Tiene una camisa polo, pantalón de vestir y una libreta en la mano. Le tocó cubrir personalmente al barbudo. Me olvidé mencionar que todavía tenía pelo. Estoy seguro de que no se sentía pequeño junto a Fidel Castro. Ese es mi padre.
Se llama herencia. Norbert Elías lo escribe en La Civilización de los padres. Hay ciertas normas y valores que se transmiten de generación en generación para formar la condición humana.
Lo veo en el mirador de la Torre Eiffel. Tiene puesta una gorra negra de los Yankees. En una de nuestras mudanzas dejamos de verla. Viste con una camisa azul cielo, encima un suéter gris Fila y encima una chamara café de cuero. Todavía conservo esa chamarra. Tiene puestos unos vaqueros desgastados. De él también aprendí a vestirme. Siempre uso gorras, alguna sudadera y jeans. A veces fantaseo con ganar un premio por escribir. Fantaseo con recoger el premio con esa chamarra de cuero y una gorra negra de los Yankees.
Mi padre nació y creció en una dictadura. Sin embargo, es un amante de la libertad. Recuerdo llegar a la escuela y hablar con mis amigos sobre nuestros padres. Invariablemente había menciones sobre los castigos. A mí nunca me castigaron. Por supuesto, había regaños. Pero nunca se me prohibió nada. Aunque estuviera cometiendo errores graves. Aunque me fuera del país y regresara después de un año. Aunque fumara. Aunque bebiera. Aunque me quisiera ir a China. Mi padre me regaló libertad. Ahora intento hacer lo correcto con ella.
Hay una foto de papá sentado en el comedor de la casa en la que pasaron mis primeros años. Tiene un plato de comida enfrente y un vaso de vino. Pero no come. Lee. Él siempre lee mientras come. Desde que tengo memoria me ha dado libros para cada etapa. Sin explicaciones, me entrega un libro y dice: “Niño, este es el bueno. Te gustará”. Me dio a leer Las batallas en el desierto, Yonqui, El Padrino, La Piel, El extranjero, Tres Tristes Tigres y todos los demás. Yo escribo gracias a papá. También leo mientras como gracias a papá.
Recurro a esas fotografías para darme rumbo. Para entenderme a través de mi padre. De sus cicatrices, notas y libros. Cuando veo sus fotos de cuando tenía veinte años entiendo por qué mi pelo es lacio y mis cejas pobladas. Yo quisiera parecerme a él, aunque conservaría mi cabello. Veo sus ojos amielados y entiendo por qué en días soleados más de una persona me ha dicho que mis ojos son claros.
Veo una foto de papá y está pescando en algún lugar de la Florida. Se ve contento. Tiene una playera de manga larga, sombrero y gafas. Está metido hasta la cintura en aguas turquesa y sonríe a la cámara. Si me obligaran a pedir un deseo, pediría que esa sonrisa no se le vaya nunca. Porque volvió a encontrar un hogar. Lejos de la segunda patria que le arrebataron. Theodor Kallifatides habla sobre su padre en Lo pasado no es un sueño: “Extranjero entre extranjeros en Atenas, contrariado, dolido y orgulloso, se vio obligado a encontrar su patria en su interior”. Pienso que en realidad hablaba del mío.
De sus fotos en todos lados he aprendido que ningún exilio es definitivo. Porque él ha sobrevivido a un par. La patria se encuentra en la piel. En las banderas cubanas que decoran nuestros libreros, en los álbumes de fotos guardados en el cajón, en la chamarra de cuero que estuvo en París. Yo también me he ido y aprendido a hacer un hogar en lo más profundo de la garganta. Eso me enseñó papá.
Ahora recuerdo una foto en la que estamos los dos. Estamos en Sevilla, frente a la Torre del Oro, junto al Guadalquivir. Yo llevo una gorra azul y sudadera gris. Papá una boina y un suéter verdoso. Me está dando un beso mientras me toca el pecho. Como hace siempre. Yo río y él también. Aprendí a reír con él. De todas nuestras fotos juntos es mi favorita. Porque llevábamos tiempo sin vernos y a mí se me salían las lágrimas por volver a estar juntos. Con papá aprendí a extrañar.
Agradezco mucho que papá siempre haya tomado tantas fotos. Porque soy consciente de que un día me tocará enseñárselas a mis hijos, sus nietos. Aunque él siga aquí, tendré qué enseñarles el día que se quieran buscar.
El libro favorito de papá es El Padrino de Mario Puzo. En algún momento dice: “Un hombre que no sabe ser un buen padre, no es un hombre de verdad”. Un día lo puse en el epílogo de su libro Cuarteles de Invierno (Editorial Purgante, 2022). Pero no está de más recalcar.
Mi padre es un hombre de verdad.