El Emir Kusturica cuentista y la Pauline Kael ensayista asoman la cabeza como protagonistas de esta selección de lecturas propuestas por la redacción para despedir noviembre.
Forastero en el matrimonio; Emir Kusturica
En uno de los seis relatos que componen Forastero en el matrimonio, Emir Kusturica describe un escenario típico de Herzegovina: una vaca, un árbol, una mujer, un perro pastor y una casa adosada a un establo. Es en medio de esa desesperanza, en donde el también cineasta serbio decide plasmar las memorias de su infancia, rozando temas tan dispares como la amistad, el sexo, la madurez y los no siempre sencillos vínculos entre padres e hijos. Llenos de símbolos y metáforas, los cuentos de Kusturica se pasean entre el realismo mágico y la surreal poesía, sin dejar de bañarse en el absurdo, como en los celebrados filmes Underground (1995) y Tiempo de gitanos (1988). Cercano a la literatura de Alejandro Jodorowsky, el serbio se vale de letras emocionantes para revelar sus recuerdos; así le es fácil describir escenas de niños que hablan con peces, víboras y burros, odian leer y soportan 30 grados bajo cero; padres que, desde la mirada infantil, son seres vulnerables con defectos y virtudes, secuaces de la madurez y el duro camino de crecer. Pero, sobre todo, Forastero en el matrimonio es un libro atravesado por la pérdida: el pequeño Aleksa pierde dinero, inocencia, su hogar y hasta la identidad; se trata de analogías en las andanzas infantiles de Kusturica, artista que nació en lo que hoy es Bosnia, sintiéndose irremediablemente yugoslavo. Exiliado en Francia, el director probaría las mieles del éxito siendo uno de los pocos en conseguir dos Palmas de Oro en el festival de Cannes. Escrito desde la nostalgia de una época que se fue para siempre, el libro de cuentos (ubicados a finales de los 70 y principios de los 80) se aprecia como un universo expandido de las películas, dejando en claro su capacidad como preciso narrador de universos únicos. Solo desgracia, Bueno…como gustes, El campeón olímpico, El ombligo, puerta del alma, En el abrazo de la serpiente y Forastero en el matrimonio, son los seis relatos cortos que componen el ejemplar, editado por Acantilado; multifacético (música, arquitectura, documentalista y actor), Emir Kusturica ahonda en las relaciones paternofiliales con entrañable ternura, a pesar del entorno opresivo de miseria y violencia. Con solidez, uno de los personajes del libro afirma que se madura cuando se entiende que una mentira puede resultar más benéfica que la propia verdad, ante el caos que se aproxima: “Mientras mi padre mentía, yo no articulaba palabra, convirtiéndome así en su cómplice”.
The Age of Movies; Pauline Kael
Antes de sumergirme en su obra, había dos ideas que orbitaban alrededor del mito de Pauline Kael —heredadas por Fernanda Solorzano— que me conmocionaron en mis primeras aproximaciones a la crítica de cine: el hecho de que se preciara de no haber visto nunca dos veces las películas que reseñaba y su defensa en torno a la idea que la verdadera búsqueda para cualquier cineasta, más allá de aspectos técnicos, era la voz y el estilo. De ahí surgió mi obsesión por hacerme de todo su trabajo ensayístico, mismo que, por suerte, encontré compilado en The Age of Movies, un libro editado y curado por el no menos mítico y también colaborador asiduo de The New Yorker, Stanford Schwartz. Hace bien el propio Schwartz desde el prólogo en ponderar la virtud de Kael al entender la crítica de cine desde un cariz artístico, industrial y sociológico. La ambición argumental de la autora le permitió influir en la escena como ninguna otra voz de su generación, en parte por su brillantez y en parte por su rebeldía frente la teoría del auteur que la idealizó como antagonista de la generación Cahiers du cinéma. Aunque se le vinculó con el Nuevo Hollywood, el espíritu iconoclasta de Kael trascendió a movimientos y cuadrillas intelectuales. Su prosa era inexorablemente vernácula y su rutina de trabajo decididamente desordenada. Quizá por eso se convirtió en la pluma más leída y reverenciada en los Estados Unidos durante la década de los sesenta y los setenta. Fue, a su modo, la Tom Wolfe de la nueva crítica de cine. Eso lo certificó Marlon Brando, al que lo mismo sacralizó que caricaturizó Kael en su inmenso ensayo Marlon Brando: An American Hero, contrastando los salvajes instintos como actor del primer Brando con los códigos de comportamiento más sofisticados, morales, artificiales o en mucho casos sensibleros que personificaron otros monstruos del calado de Humphrey Bogart, Cary Grant, Gary Cooper, James Stewart o Gregory Peck. Crítica de otro tiempo, crítica de la «era de las películas».
Harvey; Emma Cline
Harvey, de Emma Cline, es una de esas novelas que, aunque breves, logran ser intensamente inquietantes. En esta entrega, la joven y audaz autora explora las últimas 24 horas de libertad de un hombre claramente inspirado en el magnate Harvey Weinstein, ahora caído en desgracia luego de ser escracheado y con justa razón por (mínimo) meterle mano a media comunidad de actrices. La autora, obsesionada con la cultura pop y sus figuras más oscuras, despliega una narrativa cargada de matices, donde la arrogancia y la negación del protagonista se convierten en una especie de tragicomedia involuntaria. La novela es un retrato mordaz del declive de un hombre que aún cree controlar su narrativa, incluso cuando todo a su alrededor lo contradice. En esas 24 horas previas al veredicto de su juicio, el Harvey aquí reflejado se aferra a pequeños rituales y pensamientos que reflejan una desconexión absurda de la realidad. Cline, con su estilo preciso y una prosa que destila ironía, consigue que el lector transite entre la repulsión y la fascinación. Sin embargo, esta elección de perspectiva tiene sus riesgos: la simpatía jamás entra en juego, pero la narrativa a veces parece demasiado complacida en dejar que el personaje se ahogue en su propio patetismo sin ahondar en su psique. Es un cuadro detallado, pero tal vez no lo suficientemente profundo. El peso de Hollywood y su cultura del poder impregnan las páginas. Cline es una autora que comprende bien cómo funciona la maquinaria detrás del glamour: el abuso de poder, la desconexión emocional, el narcisismo. La ambientación de Harvey está más implícita que explícita, pero es imposible no imaginar los ecos de estudios, alfombras rojas y contratos multimillonarios marcando cada pensamiento del protagonista. Cline entiende esta cultura y aquí, como en Las chicas, usa esa obsesión particular para exponer su lado más oscuro. Dicho esto, la estructura fragmentada puede ser tan efectiva como frustrante: mientras algunos pasajes brillan por su precisión quirúrgica, otros se sienten como viñetas que no terminan de construir una narrativa sólida. Además, aunque la obra intenta humanizar sin justificar, podría haber profundizado más en el análisis del sistema de cómplices que permitió a Harvey prosperar tanto tiempo. Con todo, Harvey es una lectura rapidísima, que muestra a Emma Cline en plena forma como cronista de los monstruos que produce la cultura pop, algo que la atrae irresistiblemente. Es de notar que, por suerte, esta no es una obra que busque condenar o redimir a su protagonista, sino solo mostrarnos, con mordacidad e inteligencia, cómo se hunde bajo el peso de su propia arrogancia, igualito que su mórbidamente obeso contraparte en la vida real.
Fermat’s night; David Delfín
El último teorema de Fermat, uno de los problemas matemáticos más difíciles de la historia, fue formulado por Pierre de Fermat en 1637 y no pudo ser demostrado hasta que Andrew Wiles lo logró en 1995. 386 años de distancia entre una proposición y su verificación, varios siglos de duda y falta de certezas, una larga noche, 386 años fueron necesarios para que el círculo se cerrara. David Delfín (Málaga, 1968), uno de los autores más solventes dedicados a la prosa poética, regresa con Fermat’s night, una plaquette deliciosa editada por Ediciones del Genal, y se posiciona de nuevo donde más a gusto se encuentra: en la frontera, lejos de toda zona de confort, en la incógnita, lo irracional, los sueños y las brumas, como pez en el agua por la niebla, la vacilación y el titubeo. No en la memoria exacta, si es que eso existe en algún lugar, en la evocación, lo surrealista, la incertidumbre, las lagunas turbias que provoca la remembranza caprichosa, la búsqueda más que cualquier meta, las curvas, esos atajos que son más largos siempre que toda línea recta, trochas y veredas alejadas del convencimiento y el autocontrol, nunca en el claro del bosque, camina por la espesura, lo irresoluble y el misterio. Vuelve el poeta con su propio mundo, fuera del orden y lo encasillado, muy lejos del tiempo y del espacio clásicos, llega hasta nosotros con María Zambrano y Caballero Bonald, desalojados de la orilla donde comenzaba todo lo demás, proporcionando gran gozo estético, inmersos en la extraña aventura de los parecidos, siempre sugerente, disparándole al ahoramismo de las nubes. David Delfín pretende ver con el oxígeno, respirar con la mirada, mirar con la sed de la disnea, advierte sobre el peligro de las repeticiones. Aparecen por el poemario Whitman, Einstein, YouTube, Orwell, El Aleph, Los miserables, un Seat 850, la EGB, Robinson Crusoe, Lady Macbeth. Lo oculto debajo de las canciones, Silvio Rodríguez, y sombras que avanzan, tic-tac, por la costumbre de la mente. Esta plaquette está atestada de llaves, de puertas que llevan a otras puertas como preguntas que llevan a otras preguntas, es terreno de lo frágil, las arenas movedizas, lo sensitivo. La mirada originaria, la mirada sostenida, la mirada reveladora. Wiles planteó un desafío al poeta mientras escribía este libro: “cierre los ojos y pregúntese con qué fórmula puede resolver su infinito, no el infinito, sino el infinito”. Sabe bien David Delfín que siempre hay una verdad donde se manifiesta lo extraño, y que hay que propiciar la expresión de lo indómito, lo desconocido, lo insondable, la ampliación del poema lejos de los márgenes y las hormas. En Fermat’s night vuelve a lograrlo, aventajado y descollante, magistral, estimulante y efervescente. Y al rebuscar una constelación entre lo inservible, una lucecilla sin dueño latía como un imprevisto de la mente.
Pequeños Combatientes; Raquel Robles
Todas las grandes historias nacen de la memoria. Allí, donde una niña comienza a recordar el momento en que la Junta Militar desapareció a sus padres. Este recuerdo, junto con la experiencia que va a suponer vivir con su hermano en una casa llena de tíos y abuelas, entre canciones de lucha, llantos y gritos en ídish, nos muestra una radiografía de lo que vivían las infancias durante la Dictadura Argentina. No por nada, Raquel Robles logra transmitirnos todo lo anterior con una cuidada tristeza. Quizá por eso Pequeños Combatientes no es solamente una novela que va de dos hermanos que se quedan huérfanos, sino es también un relato sobre las personas que perdimos en el amanecer de un mundo que por la represión dejó de existir. Un mundo donde la revolución levantaba esperanzas y codificaba sueños.
Tantos días felices; Laurie Colwin
Laurie Colwin (Manhattan, NY, EUA, 1944-1992) nos dejó pinceladas de talento en un periodo de tiempo relativamente corto. Tantos días felices es una novela costumbrista que en el papel podría escucharse melosa —fueron felices para siempre—fin. Sin embargo, resulta un ejercicio inteligente de diálogos entre cuatro personas (dos parejas) dispuestas a encontrar el amor a finales de los setenta en Nueva York. Sí, podrían ser personajes de algún filme de Woody Allen o una adaptación de Jane Austen con atuendos con grandes campanas y solapas anchas donde la vida diaria dentro de un segmento de población es retratada sin estruendos ni fuegos de artificio y donde la narración se desenvuelve con la pasividad (y ¿monotonía?) con la que se lleva la vida diaria.