Escribió un long-seller. Millón de ejemplares vendidos. El Bukowski del Caribe, El Henry Miller de La Habana. Son comparaciones manidas: él es clásico de la literatura en español. A mí, la universidad me dio el título; él me dio el oficio. Pedro, maestro y amigo.
Vi nacer esa novela: Trilogía sucia de La Habana (Anagrama, 1998). Pedro Juan Gutiérrez la escribió en su azotea de la habanera calle San Lázaro. Pero la tenía en la cabeza desde que se mudó a aquel falansterio, desde su cómodo departamento pinareño.
Después se publicó en 50 países, en múltiples idiomas. Luego escribió una decena de libros más. Pero vi, inédito, bastante de las 266 páginas de Trilogía. Lo aceché con Pedro, desde su ventana, que daba a la sordidez cotidiana: sexo violento, angustia.
Yo salía de la universidad y pernoctaba en el voladizo de Pedro. Una vez atisbamos una mujer tendiendo ropa: se agachó, defecó, y se limpió con una de las ropas colgadas. Miró a todos lados. Y siguió su faena.
A pleno sol, un hombre inclinó de un empujón a una mujer contra un balaustre: la penetró, mientras ella miraba vacío abajo, y se comía un trozo de pan. Pedro formaba parte de aquel orbe de desesperados. Sufría para conseguir comida, trabajo, medicinas.
Época atroz; para él peor: venía de ser editor jefe, coche propio, viajes al extranjero. Había dejado la provincia por un éxito promisorio como estrella de la centenaria revista Bohemia. Pero se cayó el muro de Berlín. Adiós papel para revistas, y hasta para el baño.
Otro se habría rendido: Pedro no. Tenía una Olivetti, ganada como Vanguardia de la Emulación Socialista de la Unión de Periodistas de Cuba. Conservaba unos roídos paquetes de folios membretados de un medio oficial. Se sentó y describió su entorno. Y a sí mismo.
Es la novela cubana esencial del cataclismo de la era soviética en el Caribe. Sí, el sexo es el hilo de Ariadna. Pero Trilogía es mucho más, es un ventilador de la basura que había estado escondida por el espejismo del dinero y el petróleo regalados por Moscú:
Atravesé aquel barrio de gente muy pobre, pero al menos me respondían y me indicaron bien en aquel laberinto de casuchas de hojalata y maderas podridas y pedazos de ladrillos y cascotes desechados por la fábrica. Cuando llegué a la casuchita de Hayda, se estaba bañando.
Recuerdo aquel fin de un mundo: Pedro recién divorciado, sin dinero, sus hijos Anne Loren y Pedro Joan en la adolescencia, sus padres languideciendo en Pinar del Río, el ascensor del falansterio que casi le arranca un brazo.
Sé que escribió ese libro para no suicidarse.
Pero hoy es el rey de La Habana.