Hace cosa de un mes dejé las redes sociales.
No es que lo haya planeado, que me dijera una mañana “a partir de hoy se acabaron Twitter (sigo rehusándome a llamarle X), Insta, Face, etc.” — No soy reaccionario al avance de las tecnologías de comunicación ni a sus medios, finalmente fui periodista muchos años, aunque desde 2018 ya no lo soy. Tampoco he sido nunca de los que acusan a las redes de ser una pérdida de tiempo. De hecho, para mí Twitter había sido una herramienta de trabajo desde 2007, cuando empecé a usarlo. Y no sólo una herramienta. En su momento me sirvió para establecer o estrechar vínculos con personas (no marcas o productos), sobre todo porque en aquél entonces yo vivía fuera de México y encontré en la red de los 140 caracteres un paliativo para la soledad.
Y en cierta forma, es esa misma soledad la que me llevó a no picar más en el icono en la pantalla de mi teléfono, o a abrir una pestaña en mi navegador. De un tiempo a esta parte, he sentido que (no faltó quien me dijera que eran paranoias mías) estoy bajo una especie de “shadowban” en el algoritmo y mis interacciones disminuyeron drásticamente. Entre eso y el clima que pervade la red desde que se convirtió en receptáculo de nuestras filias y fobias políticas (y me incluyo: mi rabioso antiobradorismo y antifascismo se impusieron a mi mejor juicio), llegó un punto en que me sentí abrumado y al mismo tiempo invisible.
Lo más curioso: no hubo ruido al desaparecer. Solo un mensaje por parte de una lectora que preguntó por mí. De ahí en fuera, nadie — ni siquiera las personas que con el paso de los años había llegado a conocer en persona y a llamar amigos. Nadie. Como si nunca hubiera existido o no hubiera dejado una huella lo suficientemente notoria, como para que se hiciera al menos una pregunta. Quizá es una lección que se aprende: al llegar a cierto punto en la vida, puedes desaparecer sin dejar rastro.
Esto no quiere decir (espero) que no has sembrado ni cosechado afecto en otros, es solo que en esta era de la inmediatez y la visibilidad, el tornarte invisible te vuelve olvidable, me temo. Sería terrible pensar que has sembrado cariño en otros, sin que este eche raíz y que has confiado y querido a gente a la que, en realidad y sin que lo notaras, no le importas ni siquiera una fracción de lo que te importan a ti.
Esa es la otra soledad, la que no adviertes al principio, pero que en realidad ha estado ahí siempre: la soledad de quienes nos hemos sabido “aparte” de algún modo, desde el principio. Los que no somos la prioridad, sino la opción. Los buenos que sabemos perder y que nos sentamos junto al asiento vacío a la mesa. Los que no pedimos nada a cambio, porque está mal hacerlo. Fantasmas buenos. Gasparines.
No sé si es un experimento o un ejercicio; no sé si retome alguna red, no me siento motivado a hacerlo por nada. Pero lo mismo, si nadie ha notado este silencio o la falta, ¿para qué volver? ¿Empezar de nuevo en otra red (Threads, Bluesky)? No. No me apetece, no creo que sirva de nada. ¿Empezar “a la antigua”, conociendo gente en persona? El resultado es similar: si no eres tú quien manda un mensaje, es sumamente raro que recibas uno de la nada. Lo mismo con invitaciones personales. Ya todo es cosa de inmediatez, de virtualidad.
Entonces, aprendes a dejar. A soltar.
Soy bueno para eso. La otra soledad me ha enseñado: así he dejado otras cosas antes. El tabaco, el azúcar, la iglesia, un futuro seguro, los boy scouts, la casa de mis padres, el país, el otro país, al que me fui, y eventualmente, cuando suceda, de vivir. Dejar que las cosas sucedan, soltar lo que me ha soltado y seguir hasta que ya no haya para qué o hacia donde. Entonces ya ho habrá esa “otra” soledad. Porque seremos uno.
Y eso está bien.