Escribía el otro día la barcelonesa Laura Ferrero que Leila Guerriero era capaz de ganarnos incluso desde la dedicatoria. El «Para Diego, por las coordenadas» de Teoría de la gravedad resulta perfecto: dice poco y dice todo. Cualquiera que haya estado inmerso en el proceso o cuando menos fantaseado con la posibilidad de escribir un libro, sabe lo que significa enfrascarse en la feroz batalla que supone la elección y construcción de una dedicatoria; especialmente si se trata de una ópera prima.
Pienso en la cinta de Michael Grandage, Pasión por las letras, inspirada en la vida del escritor norteamericano Thomas Wolfe (Jude Law). Recuerdo especialmente una escena en la que Aline Bernstein (Nicole Kidman) —antigua pareja de Wolfe— le advertía al editor Max Perkins (Colin Firth) en su amplísimo despacho que la dedicatoria que le consagraba el autor en Del tiempo y el río no sólo simbolizaba un «gracias» sino también un «adiós». Bernstein había experimentado en carne propia lo que representaba semejante gesto en El ángel que nos mira. Viéndolo como una suerte de epitafio era difícil no relacionar aquella teoría con el «para la flaca (Valeria) Luiselli» en la condecorada Muerte súbita (Premio Herralde de Novela 2013), de Álvaro Enrigue.
Si lo que se busca es evitar a toda costa caer en un abismo sentimental y ser víctima de una inminente venganza propinada por su propio libro, mejor tomar el camino del siempre pragmático Charles Bukowski, quien introduce hábilmente su novela Cartero estableciendo que «esto se presenta como una obra de ficción y no está dedicado a nadie». O incluso emular el guiño a Stephen King de Laura Fernandez en La chica zombie: «A Carrie White, que no sobrevivió al instituto. A los que sí lo hicieron».
Antes de que algún dedo flamígero tenga a bien confrontar la vacuidad de esta brevísima reflexión, me permito recuperar aquello que decía Jorge Luis Borges sobre que «la dedicatoria de un libro es un acto mágico» y el «modo más grato y sensible de pronunciar un nombre».