Cuando no se pueden decir las cosas, las miradas se cargan de palabras.
La pregunta de sus ojos; Eduardo Sacheri.
Debí adivinarlo cuando la Real Sociedad presentó con bombo y platillo al “Beckham asiático” (sic), Lee Chun Soo (Incheon, Corea del Sur. 1981), aquel verano de 2003. La idea o gancho de compra era suplir o emular al delantero turco Nihat Kahveci en nuestras andanzas de cara a la Champions League de la temporada 2003-04, competición a la que se había accedido después de casi una generación de por medio; sin embargo, lo único reseñable fueron las anécdotas respecto al uso del idioma y la fama de guapo en oriente. Ahora, dos décadas después, creo firmemente, en que el coreano fue un experimento sociológico-comercial con visión futurista. La punta de lanza de lo que hoy denominamos K-pop.
Puedo entonces culparlo, no solo de su mal rendimiento en el campo, también de que esta tarde/noche me encuentre sentado en el pavimento de la sección “General-B” del Foro Sol en la CDMX, acompañando a mi hija #LaFrijol para la presentación de cuatro mujeres (jóvenes) conocidas en el mundo del show-business como BlackPink. El concierto – de hecho, dos conciertos– fueron agotados en tan sólo un par de horas después de ponerse a la venta a través de esa mafia comercial conocida como Ticketmaster.
El ambiente que puedo respirar es, sin lugar a dudas, de desarrollo hormonal. La media de edad debe estar rondando los dieci-muchos-o-veinti-pocos años, unos treinta debajo de la línea más alta, que temo, la marco yo o alguien muy cercano a mi código postal. A lo mejor esto signifique entrar en un lugar desconocido o en un bucle infinito que me haga vivir de forma permanente aquí y no lo quiero. La espera, como todas, transcurre de forma lenta, pero permite llevarme postales que algún día significarán algo más a alguien más, quizá algún hilo conductor de todo este conglomerado de fanáticos que han volteado a ver a la izquierda de los mapas escolares. Vendedores por todos lados, gente sentada, niñas bailando. Rosa, rosa, rosa, rosa. Negro, negro, negro, negro. Look and feel oriental o aquello que nos han traído o hemos arrebatado, hoy día no se sabe.
Las luces se apagan finalmente, alcanzo ver a mi alrededor los ojos de quienes me rodean, dicen que son las ventanas del alma; bueno, será porque a través de las ventanas entra la luz e ilumina el interior. No lo sé. Sí estoy seguro que al ver saltar de forma repetida y a gran velocidad a mi hija, entiendo que hay momentos que llegan directo al hipocampo cerebral y este, sin duda, es uno de ellos en el de #LaFrijol.
Las cuatro jóvenes que se encuentran en el escenario se mueven con coreografías previamente ensayadas, músicos y bailarines a su alrededor marcan el acompañamiento. La seguidilla de canciones, cuyo título ignoro al momento de escribir estas líneas, son coreadas por lleno absoluto del lugar, el idioma es lo de menos, nosotros no sabemos hablar nuestra propia lengua, ¿qué nos impide balbucear inglés y/o coreano?
Los gritos cuyo pico en decibeles alcanzan cuotas importantes son el termómetro del ambiente. Veo de nuevo a mi hija bailar a tan solo un metro de distancia, probablemente olvida (por el momento) que su progenitor está detrás de ella y permite ver en vivo y en directo un pellizco de personalidad que desconocía tras casi catorce años de convivencia. El escenario y las pantallas (seguramente de fabricación coreana) van exponiendo el producto que se nos vende. Supongo que si este fenómeno oriental que inyecta más de 12,000 millones de dólares al año a ese país debe tener su gracia. Tras un número indeterminado de melodías y otros tantos cambios de vestuario se produce el primer encore. Hay gente que empieza a abandonar el sitio, la salida (y las despedidas en general) son complicadas, pero la gran mayoría de los asistentes espera de nuevo. Ya lo dijo Yogi Berra (jugador y mánager de los Yanquis de Nueva York) “esto no se acaba hasta que se acaba”, además que el precio de entrada (de estacionamiento, souvenirs, comida y todo lo que conlleva esto) no es precisamente una ganga, así que habrá que prorratear cada minuto para que valga la pena. Así que solo le indico a #LaFrijol que nos movamos un poco en dirección a la salida. El final lo marcan las luces de nuevo, los ojos a mi alrededor vuelven a ser ventanas que ahora cierran la salida para no dejar escapar todo aquello que les fue entregado.
Me gustaría contar una historia donde yo, padre orgulloso, acompaña a su primer concierto a su hija adolescente para escuchar y ver tocar a Pearl Jam o en su defecto a The National, para presumirlo en redes (selfies incluidas), vociferar al mundo el éxito (mi éxito) de la educación musical impartida en casa desde la estancia en el vientre materno. Pero la vida no se puede controlar un carajo. Y ella (mi hija, a Dios, gracias), ha decidido qué le gusta y qué no, muy a mi pesar (o no tanto).
Lee Chun Soo (¿o es Soo Chun Lee?, no lo sé) terminó su carrera como futbolista en 2015. Al parecer, según navego por la red, no fue aquello de lo que él esperaba. Tuvo diversos problemas de todo tipo a lo largo de su trayectoria y termino peleado con el mundo. Quizá lo del experimento sociológico-musical solo es una sospecha infundada de mi parte o quizá no, tal vez su periplo a través de diferentes países y culturas fue perfectamente planificado para recabar la información que desencadenó todos estos acontecimientos. Puede que nunca lo compruebe, pero en caso de ser cierto, solo resta agradecerle el par de horas en el que mi hija fue feliz y el recuerdo eterno, que ese breve tiempo en su vida, le produjo.