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Los dragones en el tapiz

Después Sofía, quieta, hablaba las letras góticas del instructivo que sabía de retentiva, lo que tarda llegará, sostenía en fa o en sol o en mi subrayado de flores amarillas y limonadas, pasaba el turno al lado, debes encontrar los dragones en el tapiz.

Los jardines de los peces, decía, las orquídeas de las aves, añadía sin levantar el arcoíris de las cejas, encontraba el oleaje de la noche entre la hierba, Sofía miraba las piezas del otoño, que eran hojas o magas o doncellas de Harmonía, explicaba las orillas del viento cuando barajaba las instrucciones del juego de los escondites, los dragones en el tiempo los llamaba, precisaba que perder el pasado era aventar saltamontes o las lagartijas en el pozo de los candelabros, figurillas de arcilla dentro el caldero, urgía, apresurada, pero con calma, los intersticios de las nubes, el sol mustio del otoño, lejano emperador, a lo oriental, rasgados los ojos menguantes de las estrellas, luego aseguraba que la tarde no lo era tanto para el pasatiempo en el que todo volvía al presente, como -señalaba- casi todo instante perpetuo en el que el objeto o sujeto -daba lo mismo en tales casos- encuentra la imborrable mirada del augurio, círculo algebraico de la memoria, había dragones en los tapices, el chiste -broma, boba risita de arte hermético- era no salirse del margen de las escamas o de los colmillos o del fuego, porque el fuego era alquímico, prometeico o simplemente un naranjo sorteando el techo del cielo que celaba las ocurrencias de los concursantes para héroes o heroínas de la aventura, que nunca comenzaba o terminaba o sucedía a medias como los bocaditos sobre la miel y las peras de la oscuridad, el relato iba a ella y ella lo compartía como los dones y las brújulas, ponía los naipes en los cuales la reina de corazones o de tréboles -o el as o el siete de espadas- disparaban el silbato del inicio, que ya había comenzado cuando; agregaba que desde la serpiente y el prado los círculos concéntricos ufanaban el misterio de la ciencia del bien y del mal, así que, decía, en el principio el logos, el examen, la convocatoria que seducía  el cascabel y las rocas, después Sofía, quieta, hablaba las letras góticas del instructivo que sabía de retentiva, lo que tarda llegará, sostenía en fa o en sol o en mi subrayado de flores amarillas y limonadas, pasaba el turno al lado, debes encontrar los dragones en el tapiz, ordenaba al próximo a la diestra, ¿ves?, ¿los ves?, los dragones bajo el tapiz, los demás quedaban en silencio, miraban -uno, luego otro, y, al fin todos los reunidos- las paredes del universo, cosmos, corrigió Sofía con aire de Electra o de Artemisa, orden en la cofradía exigía y contaba que tras el árbol de cerezos de Kioto, la grulla y el cisne, había monstruos y espadas, no advierto dragón alguno, dijo uno de ellos -tan parecido a Horacio, cundo Horacio tenía la misma edad y casi los mismos tics en la naricilla impropia del acné y las espinillas, Horacio, tan atento y vivaracho; incansable en el bestiario de los pirigallos, remolino de dudas, ay Horacio- a su árbol de vida interior fingiendo fingir pasmo o desconcierto, ninguno, convalidó con una persuasión insolente, ay, espera, los hay, Sofía llevaba la voz a manera de ordenanza desde que, cuando muy niña el bosque -las cosas que hay ahí- fue Tebas o Samotracia o Tesalónica o Peloponesia, refugio y mundo, todo el lenguaje con el que nombraba las harinas y las cosas, la menta, la ambrosía y la niebla, las palabras nutrias duchadas bajo la almohada y las colchas donde duendes y elfos, ay, espera, inquiría a los otros, villanos y juglares, escaleras o durmientes, ya verás que aparecerán de pronto, ayer o al rato, la inmortalidad es un chisme de los cuervos, solamente observa las orugas en los sueños, aquel o aquellas compañías de insectos inquietos cerraban los despabilados y pubertos ojos para verla mejor, sin miedo a lo que se decía de ella cuando no estaba presente, lo que ocurría en sus soledades ariscas y huidizas, esquinadas por los octaedros del dormitorio, referían que Sofía o la caverna en reunión con las musas en el yermo del crepúsculo, que mejor no cuando estaba a solas porque alguien se perdía, siempre alguno se perdía y luego las pesquisas, la policía y la libreta ministerial para los detalles, las señas particulares y la última vez que, todo así,  cuando la más reciente vez, de dos o tres, la madre de Sofía no dio crédito a las habladurías -la niña, doce y meses, tan linda, tan encantada, tan ojos de manantial de la Argólide- y dejó que el juego siguiera como antes, como siempre, desde aquel día y los venideros aunque Sofía sería Tala o Amalia, y Horacio -tan afligido, tan asimilado a la lúgubre estampa, a la lámina, a las miradas atónitas que persiguen sombras en las mortajas de la nada- siempre será Horacio, huidizo recuerdo de los patos,  ¿ves? ¿ya viste los dragones bajo el tapiz? Sofía, sus mandatos: a ver, el juego consiste en sortear los naufragios de los pontos y de los puntos del trazo de la tela, de eso se trata zopenco, de la pericia sobre el envoltorio las olas, las focas bajo la superficie de la marejada; esperaba, agazapada con los ocelos como portillos en la bajamar del incipiente sosiego de los otros, la cuarta dimensión de los espacios, oquedad bajo la tinta de la persiana, tinta azul de meticulosas tachaduras, cuando el recreo ya era consecuente -la rondalla en comparsa mística e integral- los observaba en el brete fascinados -como Horacio en aquella víspera- dentro del tapiz, ojeada intensa, perturbados, sosegados, idos al páramo y las cosas que hay ahí, Kioto, lo bello y lo dulce, Kawabata, los lirios, los lotos coriáceos, los juegos del oleaje, la infinitud del soplo, los cerezos en parvada, callaron y cayeron en el pasadizo del embeleso, todo, uno, luego dos, luego todos, rapsodas y mozas, sotas e hidalgos, fue Lorena o Gris o Regina la que contempló la huella en la barda, bajo el paño, Sofía intervino a tiempo: dije dragones, los dragones bajo el tapiz, Lorena o Gris o Regina, dragones no jinetes ni amazonas, el capricho de la curiosidad confunde las siluetas, regañó Sofía al carrusel de comparsas, ah, claro, claro, dragones, dijo Lorna, pero es que al que veo es, gansadas corrigió Sofía con prisa pero en calma, parecido a, igualito a, es, está claro quién es Sofía, tan luminoso como, tan diáfano, tan revelado, cómo decirlo -los folios de los zorros, las manecillas de las lechuzas- lo sabes Sofía, lo escondes, lo -no te puedo creer, Sofía…- lo ocultaste, es evidente que, cómo pudiste camuflar el persistente remolino de las dudas, la ira de las guirnaldas, Lerna, respondía Sofía, la ternura de las dalias, los membretes de los hilos, cuando terminó la obra, el juego o mecanismo, Lorena y Gris y Regina eran litografías, cromos, paisajes de la trama de la medieval y oriental mampara, la tristeza es una maleza de grabados, Lerna, Sofía repitió a Santa Teresa de Ávila, la reina ha de reinar…