¡Adiós, cuerpo frágil, despojo mortal que este mundo ha lacerado!
William Shakespeare; Romeo y Julieta
Durante la visualización de Mientras esté vivo (2021; Francia, Emanuelle Bercot), experimenté lo que hace mucho tiempo no me sucedía en una sala de cine: simbiosis franca y noble con un personaje moribundo en búsqueda de una particular especie de redención que está relacionada con el primogénito.
Como un filme que logra romper con el esquema de las listas de deseos de los pacientes terminales, Mientras esté vivo puntualiza la historia de Benjamin (Benoit Magimel, quien nos regala una interpretación maravillosa, penetrante y vasta durante todo el metraje, sin caer un solo segundo en la exageración o la monotonía abrumadora).«Actor fracasado» y docente de jóvenes promesas histriónicas, Benjamin está atravesando los efectos de un cáncer en etapa IV, el cual le deja una esperanza de vida, equivalente y aproximada, a doce aciagos meses, los cuales le servirán para tratar de «despejar el escritorio de su vida».
Al igual que su páncreas doliente antes de los estudios y procedimientos exploratorios, en los fotogramas iniciales, en los que podemos observar la primera consulta con el entrañable Doctor Eddé (Gabriel Sara; actuación que brinda esperanza, sentimientos paternales e incluso apoyo moral al espectador, pues funciona como un guía tanatológico general), Benjamin no parece tener mucha idea de lo que está sucediendo: se muestra altanero ante la enfermedad, con una actitud retante, osado en sus comentarios; el paciente adereza todo con humor, se protege con una máscara bufona que progresivamente se lavará y romperá para dejar al descubierto a un hombre sin esperanzas o aparentes logros en la vida, quien sólo busca un final pacífico.
Seguido a todos lados por su madre (Catherine Deneuve, institución actoral mítica francesa dirigida por Luis Buñuel y Francois Truffaut, entre otros), nuestro protagonista no tiene adónde escapar, pero es este hecho, aunado a su estado físico agravado por las quimioterapias, el que le orilla a recluirse en el hospital para pensar en los hechos concretos. Ya no se trata de aproximarse, de contar someramente o de tratar de dilucidar eventos aislados, sino de toparse con la realidad sólo para enterarse de lo poco que ha hecho en beneficio del prójimo.
Fuera de cumplir retos presuntuosos, el filme se adentra en los sentimientos de asfixia experimentados por Benjamin, quien busca desesperadamente el perdón del hijo al que abandonó y nunca procuró. Sin reencuentros patosos, con redondeos e inseguridades en cuanto a buscar al padre ausente, el metraje duele y permanece en la memoria detalladamente, aún cuando los créditos han terminado de deslizarse por la pantalla.
Claro está que la relación patológica con Crystal, la madre, es historia aparte, pues tuvo mucho que ver con su paternidad fallida; plagado de sobreprotección, falta de crecimiento y miedo a la soledad inminente, el vínculo entre madre e hijo es uno de los contrapesos más importantes del filme y una de las piedras más difíciles de apartar del camino, que es aquel desenlace humano y teatral al que se quiere llegar.
Adicionada con referencias a Shakespeare y con una interpretación acústica justa sobre Nothing Compares 2U, la película es osada al preguntarnos sin censura si es posible prepararse para la muerte consciente, si hay vacío más hondo o antinatural que el de una madre que se queda sin su hijo y si es que acaso se puede abrazar a la muerte con un viaje como el que emprende Benjamin, sin maletas o papeles, sólo con sus frustraciones y remordimientos.
Conforme pasan los minutos y las estaciones del año, la película se torna más oscura, apaga sus filtros lumínicos, recarga su paleta de colores hacia las tonalidades grisáceas; intima y, además, erradica las sonrisas, reemplazándolas con apretones finales, roces y deslices de manos que se alejan para siempre. Estos adioses son claramente anunciados en una de las clases de actuación de Benjamin, en la que explica el idioma de la piel, que se desprende de aquel ser amado con el que nos encaprichamos y enfurecemos gracias a su partida.
El metraje no es «una despedida»; es el intento de explicar cómo demonios se puede uno despedir de un mundo con el que no se tuvo mucho contacto. Asimismo, la película trata a la agonía como a una rival interior, misma que reside junto al remordimiento, en el corazón, órgano expuesto a los destellos más crueles en una sala de hospital.
Así, tras ver el filme, me quedo con la sensación de que la muerte es un procedimiento protocolario que sigue una rutina social y que alerta de nuestra ausencia a las personas cercanas, que seguirán con sus vidas conforme a la imparable rotación planetaria. Como este anuncio, que debe venir del moribundo, la vida y el teatro se comportan del mismo modo: como energías que salen desde lo más recóndito de nuestro ser, como manifestaciones de un toque con el que impactamos, inevitablemente, a los hipócritas y sinceros, que acuden a la elaboración de nuestro epitafio.
Culmino entendiendo que uno se debe ir de la existencia terrenal cuando se ha comprendido lo más complejo y se planea compartirlo, pero, sobre todo, cuando se ve al cielo y ya no se anhela volar más allá de donde la vista del espectador puede llegar, pues uno se sabe acreedor de un par de alas intangibles que son objetos liberadores. Recurriendo a la transmisión de la belleza por los diálogos, el filme pone sobre la mesa el hecho de que todos tenemos algo que arreglar antes de partir y la sentencia declaratoria, que remueve y conmueve al alma, que dicta la partida natural; aquella que se determina sin reanimación posterior y que desfonda toda esperanza egoísta de su carácter positivo, pues sólo se busca la comodidad y la realización del objetivo: irse sin más.