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Objetos perdidos

Afrontaba con cierto estoicismo el hecho y le imaginaba un destino diferente al mío: viviendo al límite, convertida en bajista de algún cuarteto de jazz, jugando de mediapunta en el futbol turco, o con el ánimo exacerbado sólo para atravesar de forma aleatoria el paralelo 38 norte entre las dos Coreas.

Habrá que inventarse una salida
Que el destino no nos tome las medidas
Hay esperanza en la deriva.


La Deriva; Vetusta Morla

Al sentarme percibí que de algún modo mi peso corporal era diferente. «Mira, correr por la mañana sirve de algo», o algo semejante cruzó por mi mente. Recién tomaba mi lugar para escribir esa mañana después de atravesar una parte de la ciudad dentro de mi auto; era jueves invernal, pero con un sol que parecía decidido a que la primavera arribara, al menos, con mes y medio de antelación, lo que hacía que la temperatura fuera –a pesar de su bondad– incómoda, al no estar preparado mentalmente para ella.

Sinceramente, no puse mucha atención a esa sensación de ligereza que, de momento, me acompañaba; estaba tratando de pasar de un párrafo a otro desde varios días atrás y lo único que lograba era eliminar adjetivos superfluos y detalles sensacionalistas sin ningún avance real. Adelgazaba el texto sin necesidad, no encontraba el porqué de esa conducta inusual y eso lo reflejaba en las letras con las que trabajaba. Desde dentro era complejo describirlo, pero por fuera todo funcionaba adecuadamente, por lo que no le presté demasiada importancia. Las actividades mecánicas (limpiar, caminar, correr) que realizaba, las ejecuté sin mostrar rastro alguno de lo que percibía hacia el interior. Fue después de unas horas que recién empecé a advertir una clase de vacío en el centro del cuerpo; no de la forma en que se echa de menos a alguien, era un sentimiento de pérdida física lo que recorría mi ser. Algo semejante a salir del supermercado y estar completamente seguros que algo importante hace falta. Algo similar a la falta de una pieza en el rompecabezas de mi persona.

No encontrar mi alma no estaba, de ninguna forma, en mis planes. Extraviar el alma como quien pierde las llaves o no recuerda en qué lugar dejó anoche los lentes. Aquel jueves y aquella mañana en específico fui descuidado con mi ser. Durante las diversas escalas que hice en el recorrido, no tuve precaución alguna. Quería liberarme rápido de las obligaciones, el tiempo apremiaba –o eso quise venderme– y, al descender y regresar al auto, lo hice de forma temeraria y con prisa, sin poner la debida atención a lo que llevaba, sin estar seguro que me encontraba completo, si podía constatar que cargaba con la memoria y mis recuerdos, con la cartera y con mi mochila, con las tristezas y los deseos, con lo que escribo y con lo que pienso escribir; en pocas palabras, si llevaba mi alma conmigo o si no me importó y, simplemente, la perdí, me había convertido en eso: en un desalmado. 

Me preocupaba la ignorancia que tenía respecto a las recomendaciones en el uso de ella, la forma de recuperarla e identificarla y, sobre todo, me atormentaba la posibilidad de que al sentirse perdida se vinculara con otro ser diferente a mí. En el interior reconocía que el descuido en esa mañana había sido un acto irresponsable de mi parte, y ahora me encontraba sin esa pieza que, al parecer, mueve el motor de gran parte de la vida. 

Lo primero que me vino a la mente fue lo obvio: recorrer de forma inversa los puntos en los que había estado, pero resultaba una estupidez. ¿Qué buscaría? ¿Cómo es el alma? ¿Cómo es mi alma? ¿Hay alguna característica que la distinga entre las demás? ¿Habrá más almas que se encuentren en la misma situación? En un instante me llené de cuestionamientos que saturaron las vías de pensamiento. Una vez más llené mi cuerpo de ansiedad, todo mi ser excepto, claro, el hueco que había dejado el alma.

Empecé a indagar en la literatura, me aparecieron miles de cuartillas con referencias de Aristóteles, Platón, Homero, Heráclito, Parménides, Empédocles y Anaxágoras; Sócrates y Epicuro; Tales de Mileto e incluso Pitágoras –el señor del teorema ese–; las leo de forma aleatoria y ninguna me saca de dudas. Hice lo que cualquier humano del siglo XXI debe hacer: googlear. El resultado fue aún más desastroso, cientos de miles de referencias y ninguna respuesta; lo que me condujo a lo que pensé como una solución única e infalible: postearlo en redes. Gracias a Dios (¿?) entré en razón y deseché de inmediato la tentación; me iban a tildar no sólo de idiota, me convertiría en un meme instantáneo y no quiero que ese sea mi legado póstumo. 

Decidí, entonces sí, salir a la calle en busca de ese –¿debía decir espíritu, soplo, pieza, pedazo?– perdido. Lo único que llevaba conmigo era una rebanada de esperanza para poder recordar algún signo de lo que había sido, de lo que en ese instante era o de lo que pretendía ser; en poder distinguir entre los miles de kilómetros de recuerdos, algún punto que me mirara de frente y me señalara, sin más conciencia, “éste eres tú”. 

Estuve parado a las 7.30 horas enfrente de un expendio de café, replicando el trayecto tanto en tiempo como en sentido del recorrido, observando la nada o el todo –según el punto de vista–, intentando imaginar lo que podía ver, si es que en realidad se pudiese ver (digo, tampoco esperaba ser Demi Moore viendo a Swayze). La gente de la cafetería me preguntó si necesitaba algo, recién me habían visto el día anterior y sólo alcancé a contestar en un acto reflejo «espresso-doble-cortado-deslactosado, por favor». Es posible que en los dieciséis minutos con pocos segundos en los que estuve ahí de pie, girando la cabeza en todos los sentidos, mi mente haya estado en algún otro sitio, ajena a lo que en ese momento necesitaba o es lo que podía esperar del resto de mi existencia viviendo como un desalmado.

Subí nuevamente al auto, lo encendí y me invadió la sensación de que, a pesar de estar haciendo las cosas de modo “normal”, había alguna parte de mí que sentía no sólo navegaba a la deriva, sino que estaba ausente; el desgano en ciertos puntos específicos, si bien no era abrumador, no pasaba desapercibido. Me dirigí al siguiente punto por el que había pasado veinticuatro horas antes y mientras recorría el camino, mi atención estaba no sólo en la conducción del coche, sino también se encontraba en los alrededores, como si alguien estuviera esperándome, haciendo una señal de parada para recogerlo.

Completé el recorrido sin novedad alguna y llegué a casa sin mayor ánimo que acostarme a ver el techo y dormir. Lo hice, muy mío hacerlo. Apagar la máquina y esperar que al reencenderla todo vuelva a su sitio; así, por arte de magia. Y no, al despertar –como el dinosaurio–, el hueco seguía ahí. La capacidad humana de sentir lo intangible, de apreciar la belleza, de sufrir un poema, de emocionarse por una estrofa, de guardar un abrazo o de simplemente sentirse completo; y yo, simplemente, era un ser empacado al vacío, lleno de huesos, algunos músculos y nada más que eso. Durante semanas estuve recorriendo, una y otra vez, en horarios distintos, sentado viendo como la nada se movía a mi alrededor; otras, estacionado, metido en el auto, pensando –de igual manera–, en la nada. Los resultados previsibles, la melancolía envuelta y la mente en blanco como generador nulo de ideas. 

La primavera atravesó el tiempo como un suceso abrasivo, y el verano llegó cargado de agua. Los días grises se sucedían uno tras de otro; mi existir se convertía en un lunes recurrente sin posibilidad de retorno. El mundo seguía su hoja de ruta sin cambios, y mi alma no aparecía. Afrontaba con cierto estoicismo el hecho y le imaginaba un destino diferente al mío: viviendo al límite, convertida en bajista de algún cuarteto de jazz, jugando de mediapunta en el futbol turco, o con el ánimo exacerbado sólo para atravesar de forma aleatoria el paralelo 38 norte entre las dos Coreas.

Fue una mañana soleada con luz brillante y poco abrasadora, con un sol que ilumina y no calienta –digna de diciembre en esta ciudad–, que, caminando por Coyoacán, leí escrito en tinta roja sobre una pared –hecha con una letra prolija y llena de sentimiento– alguna línea de una canción de Sabina: «Al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver», y pensé entonces en mi alma; pensé en la posibilidad de que fuera inmensamente feliz conmigo y decidiera no regresar, o tal vez, por alguna extraña razón, encontraba en mí un sitio lleno de tristeza y frustración, así que pensó «nunca volveré ahí». Acaso regresó días después al lugar donde la perdí, esperó sentada ahí mismo mi vuelta y terminó por irse al no verme de nuevo. 

O simplemente el motivo fue aún más sencillo: te extraña; te extraña y salió en tu búsqueda, ya que yo nunca hice más nada por recuperarla. 

Por Juan Pablo Martínez Cajiga

Nací un lunes.

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