Por Alejandro Arteaga
La novela Reconstrucción, de Alejandro Badillo, se ciñe a la categoría de lo kafkiano: un hombre común carente de poder hace frente a una imposición cuyos motivos generales o particulares desconoce —y tal vez no ha de conocer—, una imposición que norma su vida y provoca en él una curiosidad insaciable. Aquí, la imposición y el secreto cobran la forma de una muralla de proporciones descomunales en un mundo semejante al nuestro pero situada en un tiempo irreconocible.
Nadie sabía quién había construido la muralla —dice el narrador y viajero protagonista de esta historia—, tampoco se sabía cuál era su extensión aunque se especulaba que era de cientos y cientos de kilómetros. Por estas razones llegué al país. Quería investigar su historia, escribir un libro.
Nadie conoce tampoco qué se halla del otro lado de la muralla, ni qué lado se protege de los peligros del otro. Se trata, a grandes rasgos, de una investigación intimista y atroz, la indagación de un secreto aparentemente a voces, un secreto sin embargo erosionado, distraído, casi olvidado, el secreto que rodea las sinrazones de la muralla y a los hombres de los pueblos limítrofes. Pues los hombres que residen en las ciudades que el viajero explora parecen sufrir los síntomas de una patología cuyo postrero y extendido rasgo es el suicidio.
En breve, el viajero descubre que su labor de cronista es sólo la continuación fragmentaria del trabajo de otros como él. En los rastros y en las pistas que logra recopilar aquí y allá obtiene otras crónicas truncas que lo ponen sobre aviso y en alerta: una muerte probable surca su destino. Gracias a una mujer a quien conoce en una posada, Lucrecia —el único personaje con un nombre propio en la novela, y el único también que parece exhibir humanidad, además de una tristeza incurable— el narrador amplía sus investigaciones y sustenta su crónica hasta límites insospechados: fotos, visos, grabaciones, leyendas. Pocos han sido los exploradores y pocos los que han deseado dilucidar el secreto de la muralla, aunque padezcan los efectos adversos de su tutela.
Grandes e irresolubles preguntas acosan al viajero —y enseguida al lector—: ¿quién pudo construir y para qué un muro de tales dimensiones? ¿Por qué ejerce esa amarga influencia en los habitantes de las ciudades vecinas y acaso también en el trabajo de otros cronistas como él? ¿Es posible trasponer esa muralla? Y, sobre todo, ¿vale la pena intentarlo?
Pienso que la novela de Alejandro Badillo podría incluirse en un subgénero. En el cauce de mis lecturas particulares, Reconstrucción me parece de la misma estirpe —o acaso figure una feliz extensión— de “Límites”, un relato del mexicano Mario González Suárez, aparecido en su libro Nostalgia de la luz, donde se narra la obsesión de un pueblo por conocer lo que oculta un muro igualmente enorme e infranqueable; y por supuesto, por otro lado, comparte circunstancias con “La construcción de la Muralla China”, de Franz Kafka, historia en el que un humilde constructor narra las vicisitudes de una empresa de tal envergadura y confía las reflexiones que a distinta escala lo orillan, en su carácter de hombre humilde, a esos trabajos inconmensurables; asimismo, hallo rasgos de “La puerta en el muro”, de Herbert George Wells, donde no hay una muralla enorme pero sí un muro mágico por cuya puerta se ingresa por única ocasión a un mundo fabuloso; y por último, desde luego, Reconstrucción dialoga con el ensayo “La muralla y los libros”, de Jorge Luis Borges, donde, entre otras cosas, se considera la infame decisión del emperador Shih Huang Ti, quien ordenó quemar todos los libros anteriores a él y levantar la “casi infinita muralla china”.
En los relatos donde participa la figura de un muro que divide países o poblaciones enteras —o acaso realidades completas— parece insoslayable pensar en la figura de un gobernante, del Estado y sus imposiciones. En Reconstrucción, la figura del Estado, al menos en la ciudad a la que arriba el narrador, aparece disuelta; existe una precaria autosuficiencia de la que gozan los pobladores, pero sólo es momentánea; habitan un país en declive sustentado en una economía y una industria en ruinas. Bajo esa premisa podría suponerse que la historia de la novela transcurre años después de un conflicto mayúsculo, de una división política y territorial, pues toda la tecnología disponible comienza a ser obsoleta, la misma computadora donde el viajero escribe pronto quedará sin energía y sin posibilidad de recarga, menos aún será posible la sustracción de sus archivos.
Tal vez uno más de los síntomas que afectan a los habitantes de esos pueblos sea el que evidencia tercamente el viajero: no abandonar la escritura a pesar de la evidente carencia de interlocutores posibles, así sea el siguiente viajero en turno que se aventure a reemprender la crónica luego de la muerte del anterior.
La intención del viaje —dice nuevamente el viajero— era la posibilidad de la escritura. Escribir y escribir para contar algo, aunque fuera a mí mismo. Era mi frontera, la única posible de construir, la que me redimiría o acabaría condenándome.
Visto desde esa perspectiva, ¿la inútil apuesta del viajero figuraría también y finalmente su opción por el suicidio?
En literatura nada es gratuito, se dice. En ocasiones las claves de un relato pueden hallarse en los elementos periféricos, en este caso el paratexto. En el título de esta novela encuentro un motivo más para el asedio. ¿Ese título se referirá a la reconstrucción que emprende el narrador mientras cuenta la historia, como si se tratase de las circunstancias de un crimen —“quería pasar de la imaginación a una reconstrucción pormenorizada, comprobable, que me sirviera de guía para seguir mi viaje por el país”, dice el viajero—, o acaso signifique el deseo implícito de los personajes por reconstruir su nación, sus ciudades y, más que nada, sus relaciones humanas?
Alejandro Badillo consigue en esta novela hilvanar un discurso que en ocasiones dibuja pasajes luminosos como un resplandor que da vida a un paisaje muerto y, en otros, enlaza hábilmente frases para erigir una condena:
El río seguía fluyendo —dice en otro momento el viajero—. El punto final era la muralla, es cierto, pero eso no explicaba mucho. Era simplemente la frontera. El río, a un costado de ella, era una frase infinita; alguien contando, hasta el cansancio, variaciones de la misma historia. Quizás, un poco más adelante, estaría una muralla que, a su vez, sería el límite de una ciudad muy parecida a la de Lucrecia. Murallas encerrando murallas hasta llegar a un centro, un punto primordial y tal vez inexistente.
Reconstrucción es una novela escrita en clave postapocalíptica que coquetea, quizá conscientemente, con la idea de convertirse en una alegoría del mundo contemporáneo, alegoría en la que es posible sustituir los elementos que componen el relato con los trazos de nuestra propia realidad. A pesar de todo, más que una alegoría, su historia representa un sutil retrato de la condición humana puesta en asedio y en crisis, avasallada desde distintos flancos bajo la perversa intención de suprimirla.
Reconstrucción
Alejandro Badillo
México, Ediciones de Educación y Cultura, 2021, 160 pp.
Alejandro Arteaga (Ciudad de México, 1977). Estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM. Ha publicado Sick & McFarland. Una novela pretenciosa (Universidad Veracruzana, 2016) —en coautoría con Alfonso Nava—, y Biblioteca mínima (Rhythm & Books/INBAL/Instituto Sonorense de Cultura, 2019). Este año Ediciones Arlequín publicará su novela Anfiteatro.