A la resistencia, la colectividad,
y ella
que permanece en ausencia
En los hombros los muros
Fragmento del poema Pasillo; Carla Faesler
ya se comen los pasos,
que sin saber por qué su sonido apresuran.
Las paredes se cierran,
hay detalles sin paz en su angostura.
El eco queda atrás de donde no hay nada,
es adelante que algo terrible nos aguarda.
Despiertas luego de medio dormir. La cama, bien, las almohadas, todo, absolutamente todo, en su lugar, pero las noches no dejan de ser largas. Aunque luego piensa uno: qué bueno que puedes despertar, y despertar bien. Eso ya es un alivio. Permaneces acostado en cama cinco, diez minutos, valorando lo que sea que pase por la mente en ese instante. Luego hay que levantarse. Prendes la computadora. Te propones no leer noticias porque todo es cada vez más abrumador. Piensas que será mejor mirar las redes, para distraerte o ver memes o pasar de largo a tanta tragedia. Y no por indiferencia sino por miedo, o por salud, o por ganas de no querer estar inmersos en la mierda. Pero no por ello deja de importar, eso hay que decirlo. Sólo necesitamos todos, sin dudar un segundo en la evidencia confortante de ello, un respiro. Un maldito respiro. Y entonces te sumerges en ese mar de palabras sueltas. En Twitter o en Facebook o en donde se antoje experimentar esa falsa tranquilidad. Y qué peor lugar para creer que se puede acceder a un dejo de tranquilidad. Nada más absurdo. Ves por ahí a un amigo o conocido pidiendo cuasi a gritos si alguien sabe de un doctor, o de un hospital con disponibilidad, o de un concentrador o de un tanque de oxígeno. O, si de plano la tragedia ha escalado a lo mayúsculo, comparte que algún familiar suyo acaba de fallecer. Y entonces uno envía abrazos, cariño, fuerza, pésames, palabras de aliento, canciones, frases, libros, auxilios. Tanto que sirve a la brevedad del suceso y luego se desvanece en soledades individuales. Esto está desvaneciéndose entre manos. Pienso. Y cuando uno se da cuenta ya lleva ahí tiempo, indagando y rebosante de una creciente nostalgia. Y eso siente uno que mira lejano eso. Pero, eso no nos exime. Quizás uno está saliendo de lo peor pero ha optado que escribirlo no solucionará nada, o quizás simple y sencillamente no se halla consuelo en ello. O quizás, sólo quizás, se quiere olvidar lo malo que ha pasado. Quiénes somos nosotros para saber o conocerlo todo. Todos enfrentamos todo de manera distinta. Pero todo se contagia. Pareciera que hay momentos donde todo va a derrumbarse y no habrá ni donde tratar de protegerse de que algo nos aplaste por completo y nos deje convertidos en nada. Y entonces sigues. Inmerso en ese mar de imposibilidades. No recuerdas ya si es mañana o tarde. No hay nada que valga luego de ver cómo todo cae para quienes queremos. O para nosotros mismos. Pero entonces uno recuerda que debe ser fuerte, que hay que mantener los ánimos lo más alto que se pueda porque eso influye en la salud para enfrentar el virus de mierda. Y recuerdas entonces que estás enfermo, también, que te cayó el virus y le tocó también a tu madre y a tu hermano, y a tu abuelo. Y te asomas a las redes familiares, a los chats y a los mensajes de texto, y resulta que también están enfermos a pesar de haber estado encerrados todo el maldito tiempo. Nadie sabe ni cómo ni cuándo, pero estamos. Mal, pero estamos. Y entonces cada vez es peor. Cada vez es más complicado pensar que se puede resistir a tanto. Pero se puede. ¿Cómo? Qué complicado saberlo. Hay noticias que alientan, aunque vienen a paso lento. Muy lento. Y llegan en menor proporción que las noticias míseras. No puede ser todo proporcional cuando se está envuelto en un descontrol y en un lodazal del tamaño del mundo. Y siguen pasando los días. No puedes salir de tu recámara, ni de tu casa menos. Hay que permanecer como debimos de haber permanecido siempre. Sí: siempre. Digo siempre desde el sentido colectivo de encierro desde que inició todo. Todo esto es una tragedia global. Cómo carajos se lidia con esto. Cómo. Cómo. Cómo. Huir es imposible y hasta cobarde si quieren los radicales, pero igual de válido. Hay que soportar, nos dicen. Sí pero hasta cuándo y cómo y por qué. De qué le va a servir a quienes han perdido todo. Y luego tengo que volver en sí porque el dolor corporal es insoportable, pero no puedo tomar algo más allá de un paracetamol. Y es un dolor que te tumba de pies a cabeza y te hace permanecer en cama con ganas de pedir auxilio infinito. Nada comparado con otros dolores que haya sentido yo alguna vez. Pero algo me mantiene en calma. Respiro bien, pienso. Ya con eso. Qué más quiero. Mi madre al teléfono o tocando a mi puerta. Qué necesitas, dice. Permanecer, espeto. Y agua, que esta mierda te consume. Y dormir aunque lo deteste. Porque no te pregunta el cuerpo. Sólo te vence y no tienes opción. Así es la vida. Te lo pone todo de frente. O lo enfrentas y ganas o pierdes o huyes con el riesgo de perderte por siempre. Y así dormía, tardes enteras. Y las noches. Qué infamia. De fiebre insoportable, con el aderezo de las alucinaciones por lo fuertes que eran. Pasa por tu mente sólo la idea bondadosa de querer estar bien al día siguiente. Y a veces sucede. Ya no hay dolores, ahora sólo te sabe la comida a una patada en la cabeza, y eres incapaz de oler nada. Nada. Y así algunos días más hasta que de pronto empiezas a recuperarte, pero luego viene una tos, muy difícil de identificar pues tiene esa tos crónica por fumar tanto. Bueno. Pero, tos a fin de cuentas. Y en el transcurso de todo eso, no puedes olvidarte de lo demás. De los demás. Tomas el teléfono y le escribes a tu familia. Eres capaz de responder y ves que todos están mejorando. Eso te levanta. Te anima. Y además, hay amigos y conocidos preguntándote cómo sigues. Incluso gente que ni recordabas o no tenías presente. Y eso alimenta. Porque, recordemos, el sentirse bien o en calma, facilita todo el proceso. Recibes mensajes de la abuela que dice, casi como imploración, que desea que nos recuperemos pronto porque desea vernos. Sí. Te deshaces en lágrimas y entonces, por eso y por todo lo demás, debes continuar. Y fuera de tu recámara, en las que siguen, tu hermano, por demás bien, salvo por una tos que lo ha acompañado siempre, desde recién nacido. Él está bien. Y luego mamá. Que también se infectó. Con un demonio. Está bien. Síntomas similares a los que yo tuve. Quiero su fortaleza siempre. Ese ánimo y ese persistir. Y mi padre al teléfono todos los días, preguntando cómo nos encontramos, cómo estamos. Bien, decimos, al unísono, gracias por estar al pendiente. No estamos bien pero tampoco estamos tan mal. Sólo no estamos tan hundidos. Peor nos mantenemos porque estamos juntos. Luego mi abuelo, padre de mi madre. Ah, qué preocupación. Pero es un gigante. El virus no pudo con él. Tuvo tos un par de días, un día dolor de cabeza. Dolor corporal un par de días. No más. Todos sorprendidos pero felices. Qué bueno que no pasó a mayores. Del otro lado de la pizarra, mi abuela, madre de mi padre, ella también. Con una chingada. Pero también salió avante. Dolores infames de cuerpo por la tos, pero sólo eso. Está bien. Decimos, a juego, por la fortaleza que tiene, que nos va a enterrar a todos. Si tan sólo le vieran se unirían al juego. Esa energía no la tengo yo que tengo poco más de medio siglo menos que ella. Y así sucesivamente. Esto dentro de mi familia. Platicaba con mi madre, católica devota, quien a diario mira una misa por un videochat. Se conecta ella y mis tías, y demás gente que, por supuesto, no conocen. Me cuenta que son cerca de doscientas personas, y que el padre que da cátedra, se pasa cerca de veinte o treinta minutos, nombrando personas enfermas, contagiadas, que acaban de fallecer, que están en sus peores momentos. En mi mente yo multiplico eso por los millones de personas que somos. Me abrumo en demasía cuando paso los miles. Y decido parar. Pero para de contar, no para otra situación. Y escribo estas pocas letras desde el día veintiuno, libre ya de síntomas, aunque no de riesgos. En espera de poder salir a hacerme los estudios que sean necesarios para verificar que me encuentre bien porque las secuelas de este virus son desastrosas. Nunca para el recuento de los daños. Y escribo esto fuera de mí: lo hago desde las lágrimas, desde el cansancio y la derrota, pero también desde la fortaleza y el deje de felicidad que me da saber que aquí sigo, y que tengo a mi familia completa. Y se dan largos pasos. Y vuelvo. Estoy sentado en la computadora, escribiendo, y leyendo al mismo tiempo noticias, comentarios, publicaciones de gente que quiero. Y de nuevo pienso que ya no puedo pero aquí sigo. ¿Cómo lidio con esto? Quién sabe. Algo me alienta. Aquí sigo. Por algo resisto. No sé específicamente porqué, pero sí sé que no ha sido cuestión individual. Se necesita la colectividad. En conjunción se nos permitirá escarbar y construir de nueva cuenta. Esto está desvaneciéndose entre manos, decía hace algunas líneas. Hay que pararlo a la brevedad posible. No estamos en permanente soledad. Resistamos juntos. En colectividad.
Estado de México, 18 de enero de 2021.
Abrazo y fuerza.