If you wanna be alone, come with me.
Rylan; The National
Era martes —eso pensé— pero resultó ser un jueves. Mi relación con los jueves no había sido del todo satisfactoria, (en el tiempo) no había traído nada bueno. Me cortaron un par de veces, una materia importante reprobada, un par de carteras perdidas y ahora, encontrarme varado en la autopista, entrada ya la noche, en algún punto entre Nochixtlán y la ciudad de Oaxaca. Fue una piedra (creo) lo que se cruzó en mi camino, yo la vi y los (Santos) Ángeles Verdes pudieron comprobarlo un par de horas después. Venía alejándome de un recuerdo de ojos verdes (en realidad el recuerdo era la recuerdo).
Sí, la recuerdo, era de Berlín, de infancia dividida entre el este y el oeste, y una pubertad sin muro,
Fue una lluvia tardía, (no suele llover en noviembre, ¿o sí?) lo que hizo correr a refugiarme en algún lado de la ciudad sagrada de Monte Albán; a ella también. Éramos cinco personas en un pequeño espacio, debajo de un friso mixteco, con el cual me había golpeado en la cabeza, pero la vergüenza pudo más que el dolor y mantuve la compostura. Además de ella, había otras dos chicas alemanas junto a un guía, un oaxaqueño de unos 35 años, al cual le comenté en español para “evitar” ser interpretado que los extranjeros sólo nos veían como parte de la arqueología.
Ella me sonrío, pensé que por cortesía o algo semejante (la recuerdo, seguía hablando alemán). La lluvia, como cualquier decisión política en este país, cambio de parecer y se alejó con una estela de relámpagos con rumbo al lugar donde el sol se ocultaba. Dije alguna tontería (de las que hacen tu risa estallar) y ella volvió a sonreír, esta vez con toda la cara. No tenía sentido que se sonriera si no entendía, ‘hoy no puedo pensar’ —pensé—, así que bajé a la zona de la cafetería, con la intención de esperar la llegada de Zamorita (el conductor del autobús que nos condujo al sitio). Fue entonces que se me acercó a preguntar en un perfecto castellano (de España) que si ese era el autobús de regreso al centro de Oaxaca. No supe asegurarlo, no venía Zamorita, además no tenía por qué hablarme en español (¿no era de Deutschland?). Llegó el camión (sin Zamorita al volante) y esos ojos verdes se sentaron sobre el asiento que se encontraba en diagonal de mí y me volvieron a sonreír. Yo, como en cualquier situación parecida, me pasmé. Regresó la lluvia y el camino fue más largo (además, ya no conducía Zamorita).
Nunca supe que fue lo que me llevó a Oaxaca (bueno, la Tsubame que mi madre me prestó, claro), pero creo fue el impulso por cerrar un ciclo que había comenzado mucho tiempo atrás, la incomodidad de tener piedras en el zapato o simplemente aligerar la vida en cierto sentido. O todas las anteriores. Fue entonces que tomé la decisión de irme (a pesar de ser jueves) y buscar un nuevo camino. Un camino que no sabía si me llevaba o me había traído a algún momento de la vida donde me sentía bien. No podía saber (nunca se podrá) si esa sensación sería duradera o pasaría como una tarde de domingo —lenta y amarga—, o incluso ignoro si este dolor en el centro del cuerpo que ahora sufro es parte del recuerdo de un nuevo tiempo. Así que tome la camioneta y conduje. Durante el trayecto imaginé miles de encuentros con alguien que sólo en futuro se encontraría; a tan sólo once mil metros de la caseta, en un punto donde la vida no tiene disposición de olvidar, a pesar de la sinceridad de agosto y sus implicaciones.
Aquella tarde nublada estaba apunto de extinguirse. Regresamos de Monte Albán y nos despedimos para volvernos a ver nunca (sólo se puede despedir una sola vez y en serio). La noche fue pronta en su arribo y mi estómago comenzaba a manifestar la desatención con él, decidí entonces caminar rumbo a la iglesia de Santo Domingo con un extraño sentimiento de confusión; esos ojos verdes no estaban arraigados en un punto de mi memoria, pero se quedaron fijos por mi ansiedad —quizá misterio— y sabiendo de antemano que este camino no tenía principio o fin.
Hora de la cena, árboles en los portales, sopa de tortilla, ojos que volvieron a brillar. No sabía qué hacer (nada raro en mí), pero algo sucedió, pregunté más de una, más de tres, más de veinte y ella contestaba y explicaba y me convencía, hasta el punto que no la escuché y sólo podía verla sentada frente a mí, lejos de mi casa y mis pensamientos; lejos de un futuro no tan lejano (septiembre, creo que lo llaman), de tardes de Erentxun, y cerca de un pasado inconsistente.
Pero algo pasó, no encontré dónde terminar, ni cómo hacerlo, sabía que ella sólo estaría ocho horas más ahí, y comencé a sufrirlo y hablar sin sentido en inglés y español en la escalinata de Santo Domingo, en el Centro de las Artes de Oaxaca, en el mercado —tomado un refresco Rey de piña—, en el puesto de tamales, en las paletas Popeye y en todos aquellos puntos donde no estuvimos (pero que caminamos en vidas que no vivimos pero se piensan en tardes de café). Y se despidió (otra vez y en serio) y todo regresó a su lugar (sentimientos, encuentros imaginarios, recuerdos del futuro y la toalla del Hotel Roma donde me hospedaba). Me quedé despierto, preguntándome por qué se fue, en dónde se pone todo esto que dejó y si ese raro objeto llamado ‘destino’ me tenía algo a sólo una cuadra de mi vida.
Y me fui por donde llegué; me fui por un camino que no quería regresar; me fui a esperar una tarde de julio. No quise pararme a averiguar, pero una piedra me detuvo, así que me quedé esperando, de noche, de oscuridad, de mezcal, chapulines y quesillo, de música a las 6:00 de la mañana, con un sinfín de recuerdos inconclusos.
Es medianoche y no hay nadie en Nochixtlán. Ni siquiera este espacio de historia que algún día no miré.